viernes, 13 de noviembre de 2009

Tristento porque todos los días me levantaba como cuando vienen los reyes. Ya sabéis, Yavienen los Reyes Magos, cargaítos de regalos. Pero los reyes no existen, y era José Antonio quien me dejaba los caramelos en los zapatos y los regalos en la silla.
Contriste porque cada regalo encerraba una prueba escondida en un libro (y cada prueba un esfuerzo y cada esfuerzo un prebill y cada prebill un deudor y cada deudor un tormento. Y cada tormento, un compañero que trasnocha contigo, y del trasnoche no era compañero, sino socio, de una pequeña micropyme. Y cada micropyme, un oasis, en medio de un desierto, sin reyes magos.
Tristento porque cada prueba nos forjó el espíritu. Y está bien tenerlo forjado -y ser maduro, casarse y tener hijos-. Pero quizás no tuve tiempo de pensar que el espíritu estaba mejor sin forjar, suelto, blanquito, hichado y redondo como un balón de reglamento y en pelota picada. Por supuesto sin corbata, un espíritu casual... fraidei.
Contriste porque acometida la prueba y forjado el espíritu, del Olimpo de la 12 llegaba faxination (el Hermes digital de nuestro tiempo) y dejaba un tesoro en nuestra bandeja de entrada, o inbox. Sentencia favorable... ¡yupi! Y (pese a la consabida derogación tácita del 351, punto dos del Código Civil), un giño tonto de tu jefe, un posti en la pantalla con una enhorabuena, una breve nota al margen con una felicitación, provocaban una llamada a Mamá (Madre! Al gallego le gusto!).

Contriste de no haber dejado que mi jefe que me enseñara más, ni que él se dejara enseñar. Contriste de nuestros viajes en tren cargados de alcachofas (a su pesar), en los que me quitaba la mitad del gin (a mi pesar).
Contriste de que se enfade conmigo por volar con las alas que tengo porque él me las dio. Cuidó de que crecieran y me las enseño a usar.

Contriste por no aprender ya todos los días del Sr Areilza, mi socio, mi compadre, mi amigo y mi maestro. Un tipo duro, un Clint Eastwood, con el corazón de mazapán y los chapiris de consejero delegao.

Contriste y enfadao, de no haberle dao a mi secre todos los besos que le mandé por mail. Los que mereció por ser mi apoyo cada puñetero día, por negro que amaneciera. Y por ser tan graciosa. Ahora, que se los daré, porque ella será graciosa, pero yo soy mu pesao... y tenemos todos los días del mundo, esta vez no hay plazo, la amistad no los tiene.

Tristento y orgulloso, fundador del Grupo de RC y del CCI, de Begoña, Campeón del Mundo de futbol. De todo lo que me habéis enseñado, que se vendrá conmigo a donde vaya. Me voy tristento por intentarlo y contriste por abandonar. A mi primera novia, desde mi corazón os dice adiós un niño. Y yo le digo adiós.

jueves, 12 de noviembre de 2009

La semana pasada fue una cosa tremenda. Se murieron de repente tres de estos personajes que se hacen más grandes una vez muertos, con esos nombres que suenan, pero sólo despiertan curiosidad cuando es demasiado tarde para poder conocerlos en persona. Y cómo fastidia eso.
Coincide que se dedicaban los tres a la búsqueda de un cierto sentido, en las cosas, en las personas, en las sociedades. Cada uno a su manera, ejercían de notarios de la realidad. Ayala, Levi-Strauss y López Vázquez.
Pero como espejo fedatario del esperpento que somos, como lo que somos mismo, me quedo con el tercero. José Luis fue de repente el retrato del macho ibérico del landismo, su más sublime y sutil representante. Porque lo
No sé si entonces se inventó el macho ibérico o su origen es más remoto. Pero fue él quien le confirió honores funcionarial, oficialidad de Estado. Y ha llegado hasta nuestros días, convertido en un modelo necesariamente español y que imprime carácter. Y pasó convertido en un modelo de conducta repetidamente imitado por todo un país.
Por aquellos jóvenes españoles que robaron una bandera en Estonia. El delito contra la bandera estonia está penado con hasta seis años de cárcel. Un delito que no existe en España, del que aquellos chavales nada podían saber. De acuerdo. Pero fueron los españoles los del escándalo. Ni alemanes, austriacos o franceses (aunque éstos, además de volcarnos los camiones de leche y de fresas de Huelva en la frontera, no se lavan).
Precisamente en Estonia estaba yo pasando unas vacaciones con los amigos, sin forma de acercarnos a las rubísimas lugareñas. Era preciso ocultar nuestra verdadera nacionalidad. Los españoles éramos el terror por allí. Afortunadamente, aún no han aprendido a distinguir la apariencia de españoles y portugueses así que, una vez ultrajado nuestro nombre, nos ocupamos también de arruinar el de nuestros vecinos.
El López Vázquez mismo que nos hace colarnos en cualquier tipo de transporte público desde el mismo momento en que ponemos un pie en el extranjero. Somos capaces de saltar cualquier tipo de medida de seguridad, por moderna que sea.
En el tiempo en que estuve viviendo en Bruselas, unos estudiantes montaron un negocio de venta de bicicletas baratas. Iban a recogerlas en tren hasta Brujas o Gante y, desde ahí, las llevaban a la capital, donde las vendían por un módico precio. Todo eran ganancias porque las bicicletas, obviamente, eran robadas. Y mi propio comportamiento, similar. Como buen español, no pagué el recibo del teléfono, ni de la televisión, burlé la regla de no tirar más de una bolsa de basura en semana (¡ja!), mangué pilas alcalinas suficientes como para poner en marcha la central nuclear de -- y no hubo una sola vez que no añadierados quilos de tomates a la bolsa, después de haberla pesado.
Sin duda, somos una subespecie. ¿por qué gritamos o somos tan sinverguüenzas? Allá a donde podamos ir, si desde el fondo del restaurante oyes una risotada excesiva desde la otra esquina, seguro que serán españoles.
Y, como éste, Lopez Vazquez fue el reflejo de una concepción cósmica del ser humano español, como un personaje desgarbado y patético, onanista e infantil, incorporado al ADN y al que no evitamos recurrir para regodearnos de nuestra singularidad.
Ese modelo antropolócio,o del estado del alma se nos escapó un poco de repente la semana pasada. No podrá Ayala dar testimonio del diagnóstico profundo de esta sociedad. Ni Lévi Strauss recoger una tipología del homo landensis ni su evolución alhomo botellonsis actual.
Pero, ante todo, ya no veremos nuestra imagen reflejada en el espejo del esperpento, la brillante reflexión de lo más vergonzoso de nuestro carácter que, siendo a la vez nuestro mayor motivo de orgullo, y lo más digno, era la calva de López Vázquez, que en paz descanse.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Crisanta y el gigante con pies de barro

Cuando el Tribunal Supremo de la República Checa resolvió hace unos días un recurso que habían presentado unos pocos senadores contra el Tratado de Lisboa, liberaban a un gigante cuya fuerza desconocen. No hay hay nada en el nuevo Tratado de Lisboa que sea incompatible con la Constitución Checa. Los checos podrán firmar y el tratado entrará en vigor.
Será el vigor de un monstruo de la burocracia, un titán con pie de barro que parece ir tirando billetes de 500 euros a su paso. Un gigante que llega, hoy sí a todos los lugares dela tierra, más respetado fuera de Europa, que en su tierra y más querido por los ciudadanos que por los estados.
Cuando pasemos la línea del Tratado de Lisboa, Europa llegará a todas partes y nosotros tendremos que decidir si nos gusta.
Ya sabemos que a David Cameron, el candidato conservador al puesto de Primer Ministro en las próximas elecciones en el Reino Unido, no le gusta. Los hijos de la Gran Bretaña nunca han sido grandes entusiastas de la Unión Europea - con honrosas excepciones-, pero en los últimos años habían tenido una posición un poco más "simpática" con la Europa continental. La crisis se ha llevado por delante al gobierno que hacía esto posible y, ahora gustan las ideas contrarias. Todos los políticos ensayan discursos radicales y alejados. Muchas propuestas son prácticamente irrealizables, pero acongojan igualmente. Cameron atacó a la base de todos los principios que sustentan Europa: ni presupuesto, ni competencias, ni primacía de las normas comunitarias, por irresponsable, caro, hiperregulador, burócrata triste y plegado a las exigencias francesas y alemanas.
Pero esa no es la única Europa de Lisboa. El Tratado, paradójicamente abre la puerta a las preocupaciones mínimas. Tan mínimas como Crisanta.
Crisanta ni siquiera es europea, sino de Guatemala. Y no habla ninguna de las lenguas oficiales. Pertenece a una comunidad maya que fue invadida por la Goldcorp, la compañía canadiense de explotación de minas de oro. La compañía les instaló un tenido de alta tensión a través de su pobblado que ha destruido sus casas, contaminado el agua y es causa de enfermedades y dolencias. Crisanta y otras ocho indígenas cortaron el fluido eléctrico durante días con unas perchas de la ropa, hartas de la humillación y abandonadas. Como la Goldcorp es el mayor contribuyente de impuestos del país, han sido encarceladas, sin abogados, ni condena definitiva.
Sólo han tenido un apoyo, dos parlamentarios europeos. Uno inglés, precisamente y otra finesa. El Parlamento Europeo no es como los gobiernos. No le preocupan las cosas "importantes" y otros grandes contratos de suministros. Son más de 700 miembros, con sitio para representar a casi cualquier tendencia y con tiempo para la sensibilidad de las pequeñas cosas que afectan a personas, insignificantes personas, nada más.
Los dos parlamentarios, este verano, recibieron en su despacho a algunas de las mujeres de la comunidad indígena de Crisanta. Escucharon atentamente la narración de cada grieta que ha aparecido en sus casas a causa de las líneas de alta tensión. Escucharon cómo las engañaron para que firmaran la autorización para instalar las torres, la contaminación del agua y el ruido. Pueden emplear el gran prestigio de la Unión Europea para persuadir a los jueces y fiscales que tienen la libertad de estas señoras en sus manos.
Eso hoy. Mañana, dispondrán de un nuevo Servicio de Acción Exterior, un mayor presupuesto y el mismmo tiempo libre.
Eso sale muy caro. Un gasto enorme y un nido de burócratas especialistas. El Tratado de Lisboa no es el definitivo, ni el más perfecto que tendremos, claro. Un gasto que saca a David Cameron de sus casillas y puede sacar a Crisanta de la cárcel.
Curioso este gigante, que han liberado los Checos.

martes, 27 de octubre de 2009

Hace dos años, un filósofo francés se suicidó junto a su mujer. Los dos tenían ochentaytantos. Ella estaba muy enferma y ya no era consciente de lo que le pasaba, aún así, esto fue lo penúltimo que le escribió Gorz a su esposa (lo último fue una nota pidiendo que llamaran a la policía, que ellos ya no iban a poder)...

"Acabas de tener 82 años, has perdido 6 centímetros y no pesas más que 45 kilos, pero sigues teniendo la misma belleza, y yo te quiero más que nunca. El insoportable vacío de no ser una sola cosa contigo, sólo lo calma el calor de tu cuerpo contra el mío... Por lo que si contra toda evidencia existiera otra vida, querríamos también vivirla juntos"

jueves, 22 de octubre de 2009

se giró y sonreía...
eso lo vi yo.
qué pasó luego,
una vida, un romance, un guiño, sus mejillas enrojecieron
encendidas por la pasión, un beso, una caricia, un tiento nervioso,
te esperé tanto, asida a la solapa de mi americana recostó tranquila
su cabeza sobre mis hombros
y allí permaneció, posada sin pertenecer, como una mariposa,
que parece que nunca se fuera a mover hasta que se va.

No. Bajó la cabeza y siguó escribiendo, a modo de adiós.

Sábado por la tarde en el Retiro

Iba camino del Parque del Retiro a hacer un poco de ejercicio cuando me detuve en un paso de peatones. Para mi desgracia, detrás mía, un señor daba gritos con la inestimable ayuda de un megáfono que llevaba en una mano. En la otra mano, una decena de niños le seguían obedientemente.
Yo había escogido la tarde del sábado porque no suele haber nadie en el Parque del Retiro, que se queda medio desierto, después de una noche de viernes agitada, necesitaba algo de deporte para despejarme. porque. Algunas parejas que se besan en el césped, gente con chiquillos pequeños por los paseos centrales y ninguna señal de los pesadísimos domingueros que, paquete de pipas en mano, hacen intransitable el parque los días de fiesta.
El tío del megáfono, dando gritos y lanzando consignas, me fastidió considerablemente, pero eso no era nada comparado con lo que estaba por venir. De repente me vi engullido por miles - digo bien, miles- de familias con tres, cuatro, cinco hijos, muchos chavales de 15 ó 20 años (todos con una estética muy similar), muchas religiosas y numerosos ancianos.
Estaba participando, sin querer, en la manifestación contra el aborto que se celebró en la Puerta de Alcalá el pasado sábado. Fue tanta la impresión que me causó que ya no podía escribir sobre otra cosa, aún cuando en la semana por venir se iban a presentar los Presupuestos Generales del Estado en 2010.
Antes de la manifestación, me gustaría hablar del hecho que la motivó, la aprobación de una ley de de Salud Sexual y Reproductiva. Ley el proyecto hace tiempo y no estoy de acuerdo con su contenido. Para empezar, porque primero miente en su exposición de motivos, tergiversando acuerdos internacionales para que digan lo que no dicen y tratando el aborto como si fuera un ejercicio de higiene. Segundo, porque afirma que la ley debe secundar la evolución de la sociedad y que la sociedad española ha exige con fervor un cambio de legislación abortiva. Sobre estas dos hipótesis falaces construye su articulado, que está viciado desde su origen. Sólo por esto, creo que ese proyecto se debe retirar.
Que yo opine esto no significa que estuviera cómodo ni de acuerdo con la manifestación. Lo que os cuento, como dijo un soldado español en sus memorias sobre la batalla de Rocroi es "lo que vi y cómo lo vi. No digo que sea la verdad". Hubo dos hechos que me indignaron: el uso de los niños a quienes dicen defender estas familias y la apropiación de la bandera de España.
En toda la Calle de Alcalá había una mayoría considerable de niños pequeños. Todos con ropa de los domingos. Animosos y convencidos los más chiquitines gritaban proclamas contra el aborto -¡ese asesinato!- animados por sus padres. Me parece mal y triste. Y lo digo. Un adulto puede manifestarse por lo que quiera, pero meter ahí a un niño es otra cosa. ¿Qué tipo de respeto a la infancia, con el que tanto se les llena la boca, es ése? ¿Qué libertad de conciencia puede tener un niño a quien se mete en una manifestación de este tipo? ¿qué padres son los que moldean la mente de su hijo metiéndolo en un sitio así?
Y luego la bandera de España. Por todas partes. ¿Qué pinta una bandera de España en esta manifestación? ¿qué tiene que ver con la patria bien entendida con la interrupción del embarazo?
De allí sólo se oían proclamas para la prohibición del aborto, "hasta que no se practicara ni uno", gritaban. Obviaban que el Código Penal establece tres supuestos que nadie con dignidad puede chistar: la vida de la embarazada, su salud y la del feto y que el embarazo tuviera su origen en una violación.
Pero me daba la impresión de en esa manifestación no conocían el Código Penal, ni el texto de la ley nueva, no les importaba y, sin embargo, estaban allí gritando. Con sus niños pequeños y sus banderas de España. Uno en cada mano, en la puerta del Retiro, un sábado cualquiera.

viernes, 16 de octubre de 2009

unicornios e impotentes

El único privilegio de tener una abuela fanática del Diario Sur no es el ajedrez malagueño con peones cenacheros y las torres como fieles reproducciones del castillo de Gibralfaro. También, hace doce años, el periódico repartió por entregas una colección de obras capitales de la literatura andaluza reciente, que mi abuela coleccionó para mí. Perezoso de empezar La Pasión Turca, cayó en mis manos En Busca del Unicornio, un libro del que me atraían el título, el anonimato de su autor y el Premio Planeta otorgado siete u ocho años antes.
Apasionante, esta historia sobre unos ballesteros españoles enviados por un rey (¿qué rey?) de Castilla aquejado de impotencia a África para que encontraran y le llevaran el cuerno de un unicornio, único remedio a la época para su regia, que no rígida, virilidad. Obviamente, aquellos españoles pasaron las de Caín por el continente africano buscando un bicho que no existe -nada de rafting entre negritos y escenarios con baobabs de cartón piedra, como se hace ahora-. Para colmo, a su regreso, el país que ellos esperaban encontrar es radicalmente distinto al que esperaban, eran unos extraños que habían perdido todo en un viaje hecho por cuenta de otro.
Esta búsqueda errática, dirigida y obligada que se narra en el libro me ha acompañado desde entonces. Unas veces más y otras menos.
El otro día fue más, por ejemplo. Después de currar, quedé con dos amigos del Johnny para cenar en el parking de Plaza de España, lo más parecido a un bucólico Chinatown madrileño hasta la invasión de los mayoristas mandarines en Antón Martín.
Estos amigos no son cualquier cosa. Hace años los enviaron - o se enviaron- a una escuela de ingenieros de telecomunicaciones, una jungla como salida de corazón de las tinieblas de Conrad, con unas asignaturas, profesores y compañeros parecidos a una tribu masai adoradores del dios Linux. Alguien les prometió quizás un trabajo digno si regresaban con el fruto del cuerno del unicornio tras cinco años de sufrimiento universitario. Pero en este caso, tampoco existe el bicho. Como en el libro.
En el camino, ellos han empleado sus vidas, ampliado estudios en Alemania, Rusia, Francia, Taiwán (sí, todo esto es cierto) pero, al regresar al reino, como en el libro, se han dado de bruces contra una realidad que dista mucho de la que ellos esperaban.
Un país en el que unos ingenieros trilingües repasan meticulosamente las ofertas de la bolsa de trabajo de sus facultades en busca de una oportunidad para ser becarios por la que, con suerte, les paguen seiscientos euros. Una realidad en la que el mito del mileurista ha pasado a convertirse poco menos que en un quimérico tótem imposible de alcanzar.
Pero no sólo no hay trabajo. Movidos por el prurito de no quedarse cruzados de brazos ni un minuto, alumbran decenas de proyectos empresariales cada día. Ideas que, sin ser el logaritmo de Google que les haga millonarios, sí les podrían suponer sólidos puntos de partida para construirse un futuro que, en este chocho país a la deriva, nadie les ayudará a conseguir.
Precisamente esas ideas que los bancos españoles dicen apoyar sin ambages, fisuras, ni avales en los anuncios de la tele. Pero los bancos también les cierran la puerta de la sucursal en las narices, sin préstamo, final feliz, ni empresa que valga.
Y ante esa realidad, mientras apuramos los dumplins en el restaurante chino, se sienten impotentes. Cuando en realidad, como en mi libro, los impotentes no son ellos sino, como en el libro, los monarcas, encarnados en este caso en nuestro miserable presidente del gobierno y la usura de los banqueros.
Así que ahí los tienes, a ellos, que consiguieron el cuerno del unicornio. Ahora lo tienen en sus manos y a ver qué cuernos van a hacer con él.

jueves, 8 de octubre de 2009

Influyentes y discretos

La primera vez que estuve en Canary Wharf aluciné. Estaba por empezar en mi nuevo trabajo en un despacho de abogados y me enviaron a las oficinas centrales en Londres, en Canary Wharf. Este centro de negocios está a las afueras de la ciudad, pese a que Londres parezca no tener fin. Para llegar hasta allí, lo más cómodo es hospedarse al otro lado del Támesis, en Greenwich, donde el observatorio del meridiano cero que todos aprendemos en el colegio. Desde ahí se toma una lanzadera en un bucólico embarcadero junto al amarre del viejo Cutty Sark, rumbo a la otra orilla del río. En las paradas siguientes, cada vez más zombies suben al barco pegados a su blackberry.
El barquito da un giro y, de repente, atraca en un mundo futurista de edificios. En aquel entonces, aún nadie imaginaba la crisis que llegaría años después y las torres bulliciosas se llenaban de sofisticados ejecutivos con tirantes. Al pie del río, miré al cielo en la dirección que me indicaba mi compañera alemana de despacho (que estaba mucho más enterada que yo de a dónde teníamos que ir) y vi que se trataba de la torre más alta de Londres. Algo debe ir mal en el mundo para que el edificio más alto de Londres sea un despacho de abogados. No imaginaba que pudieran permitirse un lujo así; que fueran tan importantes y discretos.
Esta sensación se repitió casi un año después. Esa vez, la ley española de competencia desleal tenía que adaptarse a las exigencias europeas. Mi jefe me pidió que realizara una búsqueda sobre un punto determinado de la ley para una reunión. Tanto me metí en el tema, que me dejaron asistir a aquella reunión en un hotel cerca del Congreso de los Diputados. Una vez allí, cuatro o cinco abogados dictaban a unos políticos (me permitís que me ahorre el partido) todos los cambios que debían introducir en el proyecto de ley. Cuando digo que les dictaban, me refiero al dictado que Faustino Peralta me hacía en sexto de EGB, palabra por palabra.
No me sorprendió mucho que se pasaran por el forro el mandato representativo democrático, algo hasta normal en una sociedad tan marcada por la especialización, pero me llamó la atención el poder que el lobby ejercía sobre los representantes políticos y que se hiciera en un hotel de lujo, con el sigilo de quien comete una tropelía. Que nadie lo supiera, ni fuera un acto oficial. Desde aquel día, creí sin reserva eso de que la política fiscal de este país se diseña en los despachos que comandaba Antonio Garrigues.
Esta semana, la imagen de 5000 abogados de todo el mundo en una recepción, agasajados por el Rey y rodeados de los políticos teóricamente más poderosos, embajadores, diplomáticos..., conspirando al unísono, me recordó que esa discreta mano sigue meciendo la cuna. Esa recepción pertenecía a la conferencia anual de la Asociación Internacional de Abogados, la IBA, que se celebra en Madrid. Entre centenares (no es broma) de actos que incluyen cenas para 1.800 invitados en el césped y los vestuarios del Bernabéu, representaciones de Sara Baras en el Teatro Real, fiestas en el Círculo de Bellas Artes, en el Museo Thyseen, se mueven los hilos de muchos intereses privados y, sobre todo, públicos. Al buscar en los periódicos, de nuevo son esquivos, parecen no existir y así se aseguran el cobijo del anonimato, de la ignorancia, y las prebendas de la información privilegiada.
Cuentan que cuando Henry Ford estuvo en Valencia a inaugurar una fábrica en 1941, le presentaron a Antonio Garrigues Walker. Sorprendido, le dijo "¿ Garrigues? Había oído hablar constantemente de Garrigues en Estados Unidos. Pero pensaba que era usted un impuesto".
A estas alturas, dudo que le faltara razón al Sr. Ford. Y lo peor (o lo mejor) es que no vamos a enterarnos.

lunes, 5 de octubre de 2009

Temí el día en que el gazpacho me interesara más que el sexo.
Yo y sobre todo lo temían mis vecinos.
A las cuatro de la mañana, la batidora hace mucho más ruido que la invitada más fogosa

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un camino para Europa

Con tremenda preocupación, María no deja de darle vueltas a los tallarines. Me está poniendo nervioso, aunque su malestar esté bien justificado. Como Vicedecana de la facultad de Derecho ha tenido que lidiar durante los dos últimos años con el tránsito hacia el Plan Bolonia, con todos los cambios que conlleva.
No sé cuántas editoriales, columnas y firmas invitadas hemos podido leer todos sobre el dichoso Plan. El número de concentraciones de estudiantes con pinta de hippies manifestándose a las puertas de la Facultad de Folosofía y Letras que hemos visto en el Telediario de las tres es inabarcable. Es, sin embargo la primera vez que entiendo plenamente una de las opiniones sobre el conflicto. Resulta que una de las consecuencias de Bolonia es que las universidades son libres para configurar sus planes de estudio. Ya no están constreñidas por los rígidos itinerarios del Ministerio de Educación. Fantástico, salvo por el pequeño detalle de que esto significa que dos estudiantes que obtengan la misma licenciatura (grado) de Derecho, pueden no haber estudiado ni una sola asignatura en común. Una universidad de vocación docente y humanista puede enfocarse hacia el Derecho Romano o la Filosofía y otra, por el contrario, entender que su alumnado/mercado objetivo está más interesado en Derecho Mercantil, Derecho Bancario, Mercados de Capitales o Bursátil.
Por ejemplo, esta segunda opción ha sido la escogida por mi universidad. Quizá por ese motivo, María, mi vidececana, da vueltas a los tallarines con angustia. En mi universidad, que pertenece a los Jesuítas, saben que su mayor ventaja hacia el mercado universitario es la que crean abogados para grandes multinacionales. El dominio de los idiomas es vital, como conocimientos de instrumentos financieros que son difíciles hasta de pronunciar, con nombres siempre en inglés. Y el pretor, Justiniano, el Ius Gentim, Santo Tomás, Von Savigny, Kelsen y todo lo que suene a estas coñas marineras de erudito, pues se la sopla.
Y actúan en consecuencia. Tiene lógica, porque saben cuál es su fórmula para ganar dinero, pero manda huevos, con perdón. Porque la realidad sólo se entiende cuando se conoce y comprende qué ha pasado y por qué, antes de que nosotros estuviéramos aquí. Vale que la filosofía es inútil, es que ¡hasta para esa conclusión hizo falta Heidegger, es decir, un filósofo! Pensar (la filosiofía) no nos hace útiles, sino libres. Y, si resulta que hasta de esto nos olvidamos, teminaremos de mandar a tomar por saco a una sociedad que cada vez tiene menos principios.
Pero el hecho de que la libertad nos siente fatal, no convierte el Plan Bolonia en un desastre, ni en una bendición. Sí es cierto que gracias al Plan conviviremos en un verdadero espacio europeo de educación, por primera vez, tras tanto mercado común y común moneda, un camino para la Europa de Kant y Descartes, decenas de kilómetros detrás de la de Colbert.
Hace falta que queramos transitar este camino. Las becas Erasmus ya nos abrieron una rendija, permitiéndonos pasar un año en un lugar nuevo y estimulante, en el que no te podías quedar porque tu título universitario no sirve fuera de tu país. Si queremos Unión Europea, un abogado, una veterinaria tienen que serlo en todas partes, sin importar el país donde se encuentre, ni dónde haya estudiado. Tengo amigos que se han ido a la República Checa a vivir (sin hablar un carajo de checo), sólo impulsados por la tremenda fuerza de construir una Europa nueva.
Contaba Javier Solana que, en una visita a Liubliana, un viejo se le acercó y le dijo "¿ve usted esa casa, junto al río? Sin moverme de ella, he vivido en siete países distintos". Ojalá que cuando yo sea viejo, todas las casas, junto a todos los ríos, del Danubio al Duero, transcurran por un solo país. Yo, con lo pesado que soy, seguro se lo diré al político de turno. Para eso, se precisa libertad, un camino y ganas de andar.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Una vez, sonreír

Esta semana, las paredes de mi casa se han estrechado. Durante tres años he partido el alquiler con otras tres personas con quienes he compartido mucho más que recibo de la luz y tensas esperas en la puerta del baño. Las paredes, al principio de un antipático encalado, ahora son color mandarina, lila o melocotón con lunares de subrayador verde. Un rasero de las cuatro estaciones del año en el salón nos recuerda cómo han ido volando los trimestres en esta especie de hogar inventado. Con el tiempo, los muros se han poblado de imágenes regaladas, compradas en viajes, prestadas voluntaria o involuntariamente por sus legítimos propietarios o incluso extraídas de colecciones por fascículos empezadas con el curso escolar que, arruinado, nunca he llegado a completar. Mientras escribo, miro la pared de una habitación, llena de fotografías de Inge Morath o Cartier-Bresson, todas en blanco y negro.
Todas menos una. En el centro, hay un retrato de Andy Warhol a Rudolf Nureyev con gesto sonriente, coloreado en azul, anaranjado y pistacho. La historia de cómo llegó hasta ahí el cuadro es curiosa. Lo compré hace bastantes años en la Ópera Garnier, melancólico, después de que en las Galas Folflóricas de Ronda me tocara en suerte hacer de guía de un grupo de Baskortostán, una antigua república rusa. Todas aquellas bailarinas tártaras tenían una sensualidad desbordada que, según ellas, heredaban de Nureyev, su más admirado compatriota (criado, que no nacido allí). En agradecimiento al bailarín, me llevé el cuadro a casa.
Nureyev murió en 1993 de sida, después de una larga agonía. No fue el único. Como Freddie Mercury, Rock Hudson o Néstor Almendros y tantas otras personas cercanas que murieron entonces de esa misma enfermedad.
Pertenecen a una época en que el sida era un drama de portada. Entonces tenía manos, cara y ojos. En aquellos primeros días era conocido como la peste rosa. De una primera fase en que las infecciones eran sobre todo de homosexuales, se pasó a los deportistas, los cineastas, los iconos de la danza o la pintura y los hijos de la sociedad privilegiada, nacidos en el primer mundo. Tenía emoción. No creo que haya quien no guarde recuerdo del emocionado dueto de Mercury con la Caballé en la antesala de las olimpiadas de Barcelona. Obviamente, todos los enfermos podían ser el abogado de Baker & Mackencie que escucha arias de la Callas enganchado a una botella de suero, como Tom Hanks en Filadelfia.
Pero con el paso del tiempo, poco tiempo, el sida fue olvidado. Algunos de los afortunados que pudieron resistir hicieron crónica la enfermedad y han endulzado siquiera ligeramente su amargo padecimiento. Y así viven. Mientras, la enfermedad dejó de ser la peste rosa, para ser la peste negra. Una peste negra más.
Una de tantas pestes que se hacen fuertes en África, el continente que no cuenta. Una vez al año, el día antes del 2 de diciembre, la Calle La Bola, como la Calle Preciados, se llenan de lazos rojos y festejan el día mundial contra el sida. Ese día se salva un poco la vergüenza, y a seguir bien. Entretanto, casi el 40% de la población de Botsuana o el 30% de Sudáfrica, Namibia, los 10 millones de muertos, no son tan graves.
Sigo mirando el cuadro de Nureyev y cómo sonríe. En el telediario han anunciado que, por primera vez en 20 años, se ha conseguido una vacuna útil para evitar el contagio de sida. No ha servido en todas las personas que se sometían a las pruebas, ni podrá ser administrado en los próximos años, pero estamos ante un hecho histórico, aún desprovisto de cualquier entusiasmo.
Ninguno de los que se fueron a causa de esta enfermedad volverán. Aquello no tiene remedio. Pero parecía que, aislado en la marginalidad o recluido en el África Negra, con el primer mundo (y sus farmacéuticas) inmunizados de cualquier sensibilidad frente a la enfermedad, el sida resistiría siempre, sin cura.
Pero parece que no. Ojalá que no. Por ello, hoy, desde donde esté, imagino Nureyev bailará. Y probablemente sonría. Como en mi foto.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Demasiada Felicidad

Reproducción de Antonio Muñoz Molina. Babelia, El País, 19 de septiembre de 2009



Nunca he tenido la certeza de vivir en un solo mundo, la tranquilidad de una sola pertenencia indudable. Creo que en parte ése es el destino de muchas personas de mi generación y de mi clase social. Nos hicimos adultos en un mundo que se parecía muy poco al de nuestra infancia. El instituto, la universidad, nos dieron unas posibilidades de progreso social que habían estado cerradas para nuestros padres, pero también confirmaron nuestra extrañeza. Durante el curso éramos universitarios, pero en las vacaciones volvíamos al campo, y el resultado era que ni en el tajo ni en la facultad nos sentíamos del todo en nuestro sitio. Los pasos avanzados no eran irreversibles: el fracaso en un curso, un revés económico en la familia, la pérdida de la beca, nos podían devolver al punto de partida, a la necesidad de trabajar con las manos o de resignarnos a una colocación sin lustre en nuestra provincia. Uno se iba, y antes de irse soñaba con hacerlo, y ese sueño ya lo situaba a una cierta distancia de lo que tenía alrededor. Pensábamos que estábamos divididos entre el mundo antiguo del origen y otro mundo del presente en el que a pesar de todo éramos ciudadanos. Si teníamos un trabajo aceptable, soñábamos con otro, en el que podríamos manifestar nuestra vocación verdadera. Si vivíamos en una ciudad, el descontento íntimo o tan sólo el hábito de la imaginación nos hacían desear irnos a otra, siguiendo el precepto de Rimbaud de que la vida siempre está en otra parte. Los espías de Le Carré, de Chesterton y de Graham Greene eran nuestros héroes morales: gente que parece irreprobablemente una cosa y resulta que es otra, un profesor que cuida las colecciones de arte de la Reina de Inglaterra pero que también es espía soviético, un detective que se disfraza tan por completo para investigar un crimen en el mundo del hampa que podría ser con éxito un asesino o un ladrón, el jefe de una logia secreta anarquista que en realidad es el policía infiltrado para desbaratarla, etcétera. Yo trabajaba en una oficina pero en mi otra vida era un novelista, aunque nadie lo sabía. Publiqué una novela y la escisión, en vez de remediarse, se hizo todavía más profunda. Tomaba un tren o un avión para ir a Madrid a algún encuentro literario y me sentía tan raro entre mis hipotéticos colegas como un funcionario municipal que se ha equivocado de reunión. Pero volvía a Granada y a mi oficina y entre los demás funcionarios me sentía más raro aún. Y en ambos lugares me veía rodeado de gente que parecía tener una idea mucho más sólida de su posición en el mundo. Habían publicado una sola novela en una editorial pequeña y ya hablaban con la suficiencia, con el vocabulario y el aplomo que uno imaginaba propios de los novelistas profesionales. Llevaban menos tiempo que yo trabajando como empleados municipales pero ya se les veía asentados en la seguridad, en el sosiego de las costumbres regulares y los trienios futuros.
Yo pensaba que sería una cuestión de tiempo, de madurez. Pero el sentimiento de incertidumbre y provisionalidad me ha seguido acompañando en cada sitio donde he estado, en cada cosa que he hecho. Cobra otras dimensiones con el paso de los años. De joven tenía una idea más heroica de la vocación literaria, que convertía cada libro nuevo en una especie de fatalidad, el fruto de un arrebato cuya misma vehemencia era su justificación y de algún modo excluía la posibilidad del error. Ahora sé que ni el esfuerzo de los cinco sentidos ni la disciplina ni la convicción ni la experiencia bastan muchas veces para salvarlo a uno de la equivocación, y que se puede fracasar y tener éxito al mismo tiempo, y que el significado de cada una de esas dos palabras puede ser tan tramposo, tan equívoco, que más vale no usarlas.
Una mañana de septiembre me encuentro de vuelta en la Morgan Library de Nueva York y otra vez noto la discordia entre dos mundos, la imposibilidad de instalarme tranquilamente en uno solo. En las vitrinas, en las paredes, está el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco, no mucho más de diez años, parecía que fuera a durar para siempre: una carta mecanografiada de T. S. Eliot a un amigo suyo, con fecha de 1928; un cuaderno de bocetos de Edgar Degas; la primera carta, a lápiz, con membrete de un hotel, que le escribió Oscar Wilde a lord Alfred Douglas; un pequeño cuaderno en el que William Blake copió esmeradamente sus Songs of Innocence; unas cuartillas de líneas a lápiz muy separadas entre sí que contienen el borrador de un cuento de Ernest Hemingway, así como una lista garabateada de tareas domésticas; la carta en la que Van Gogh invitaba a Gauguin a unirse a él en Provenza y le dibujaba el boceto del cuadro que acababa de pintar, que era el de su habitación; el manuscrito de letra apretada y muy pequeña de un poema de Dylan Thomas; una carta en la que Henry James defiende con vigor la inocencia del capitán Dreyfuss y declara su admiración por la valentía de Zola; el telegrama en el que Puccini anuncia al editor Ricordi el éxito de un estreno.
Palabras escritas con tinta o lápiz sobre papel, hojas en las que perduran los dobleces con que fueron guardadas en sobres, confiadas al correo, recibidas con expectación o sorpresa, trayendo consigo no sólo su contenido literal sino también el roce de las manos de alguien, el rastro de su saliva en el pegamento del sobre: la sugestión de presencia de una caligrafía, tan reconocible y singular como una voz. Muchos de nosotros hemos vivido en ese mundo, que terminó hace nada, que para los más jóvenes es tan antiguo como las locomotoras de vapor: ahora estamos en éste, y nos hemos habituado razonablemente a él, y ya no sabemos vivir sin la instantaneidad del correo electrónico. Pero qué bien nos acordamos de la parte de aventura y de tarea material que había en escribir cartas, de la impaciencia de la espera, del instante en que reconocíamos una escritura deseada en un sobre. Nos da vergüenza la tentación de la nostalgia. Yo me conmuevo leyendo la nota apresurada de Oscar Wilde al hombre joven que no sabe que le traerá la ruina, pero un momento después he notado la vibración del Blackberry y ya estoy sacándolo subrepticiamente del bolsillo para saber quién me ha escrito, para leer la carta intangible que ha tardado unos segundos en llegar a mí, cruzando medio mundo.
Salgo luego a la calle, y como es temprano para la cita del almuerzo me siento en un banco de un pequeño parque a tomar el sol suave de septiembre leyendo el último libro de Alice Munro. El título resuena inesperadamente en mi estado de ánimo: Too Much Happiness. A veces es posible sentir demasiada felicidad. En el banco, a la una de la tarde, entre indigentes adormecidos y madres jóvenes que hablan por el móvil, leyendo al sol a Alice Munro -papel y tinta olorosa, encuadernación firme entre las manos-, me encuentro del todo en mi lugar.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Tres tristes tigres

La culpa de este artículo la tiene Geoffrey Silvestre, desertor de la selección cubana de baloncesto. Y los tres bailarines cubanos que visitaron Ronda aquel año a las Galas de los Coros y no volvieron a su país. Y culpa de Guillermo Cabrera Infante, que poco antes de morir escribió como una náusea el testamento vital de Fidel a los cubanos.
Así que no es culpa mía. Es de todos los cubanos que han padecido la mentira impronunciable (al menos en Cuba) de la Revolusión Cubana. Como los tres tristes tigres.
El primer triste. Las ciencias, como la Medicina. La Sanidad. Gratuita, excelente, solidaria con los enfermos de otros países de América Latina y África. Mentira triste y cochina. En los hospitales cubanos, la anestesia es gratuita, el problema es que "por culpa del bloqueo gringo", no hay existencias de anestésicos. Salvo que puedas pagarlos, que sí los hay. Las operaciones de vista gratuitas a los enfermos venezolanos que al presidente Chávez, deja a los cubanos en la calle. Eso no es ciencia, es propaganda barata. Los cirujanos del Hospital Hermanos Ameijeiras tienen que piratear películas en DVD para poder comer, complementando los 30 euros que ganan al mes. Me contaba la doctora Serrato que los cubanos estaban en la vanguardia de la atención primaria. Y nada queda de eso. Sólo profesores corrompidos y sobornables y facultades a las que sólo acuden los pocos adictos al régimen, o los hipócritas que pagan el tributo de doblar la cerviz. Pura tristeza también de la Educación.
Una educación famosa por su seriedad, su calidad y la valía de hombres y mujeres allí formados. Los profesores infantiles son incluso más baratos. Más que un bocadillo. 5 pesos, 90 puntos. 20 pesos, 100 puntos. Sobre 100. Hojear el libro de historia cubana es tanto como mirar los enormes y continuos carteles propagandísticos que pueblan la calle. Abajo el imperio gringo, culpable de todos los males de Cuba. triste.
Tercera parada. La alimentación. Desnutrición, miseria, falta de higiene, vómito incontenible. Los niños sólo tienen derecho a leche hasta los siete años. ¿A partir de entonces? Se supone que ya han crecido. Quizás por eso las niñas de 15 años se comportan como rameras de cuarenta.
El segundo triste. La cultura. La de los escritores malditos y exiliados, bailarines que no tienen qué comer, deportistas en la miseria. Que salen para no volver. Jorge Esquivel se perdió en Italia, incapaz de seguir bailando la danza de los discursos maratonianos de Castro Ruz. El sufrimiento de Lydia Cabrera, Cabrera Infante o Reinaldo Arenas, su soledad y su tristeza.
El tercer triste. La Sociedad. Maldita. El hambre que les cala los huesos les agudiza el ingenio. Los vuelve cínicos y traicioneros. La falta absoluta de principios éticos es un lastre que dejaron en el camino para poder comer. El cubano odia al cubano, la sociedad no existe, sólo individuos contaminados tristes, aunque sonrían. Las jineteras, o la pena más allá de la tristeza. Chavales de 20 años que venden a su novia de 19 por 20 dólares. Ni siquiera al mejor postor. Españoles, canadienses, franceses, como locos por follar tranquilos mientras la policía les protege, liberándoles del peso del templo virgen que profanan. Sin tristeza. Farlopa pa' la tropa.
La imagen de los tres tigres tristes, el infierno. Lo que le espera a un país cuyos habitantes han perdido la esperanza de un mundo mejor, no respetan al estado, ni a su vecino, ellos mismos, ni sus hijos. Si hoy mismo cayera la Revolusión, la total falta de principios éticos de unos habitantes con el caracter ajado por el hambre lo devoraría todo.
La Revolución (que no nació comunista) tuvo su razón de ser. Hoy, todo se ha acabado todo. A los cubanos les queda una caja sonriente de enormes dientes. Con cuatro colmillos afilados, venenosos y tristes.
No queda nada más, sólo ir, como cerró Cabrera a contar "al mundo, con la vergüenza de los que lo han apoyado hasta el amargo final, el horror de su régimen".

viernes, 14 de agosto de 2009

Esta historia tiene que ocurrir necesariamente en 1990, un plazo más que suficiente para que transcurra el plazo de prescripción de la conducta llevada a cabo por mi madre. Recuerdo que era muy pequeño, un día cualquiera apareció con dos libros fotocopiados para mi. Ninguno de los dos me cambió la vida, pero ahí estaban. Con dibujos infantiles y simpáticos pero con pocas tonterías y sin rodeos: de dónde venimos y qué me está pasaando. Para disimular su conducta, me los entrega coloreados por ella misma, como pidiendo disculpas por no haber traído el original.
No necesito explicación para ninguna de las aventuras que me descubre este manual de sexualidad para niños, pero nunca me faltan las respuestas si las respuestas son otras.
Muchos años después, ya en Madrid, pocos días antes del corte de las clases por Navidad - quizás muy pocos- llamo a casa por teléfono con la esperanza de que alguien por ahí me hubiera comprado un billete de tren de vuelta a casa. Las plazas están todas ocupadas y a mi me preocupaba mucho más hacer siete despedidas consecutivas con los amigos que cruzar la calle y entrar en la agencia de viajes de Raimundo Fernández Villaverde. Obviamente, por fortuna, nadie ha comprado el billete por mi. Casi todos los niños vuelven felices a casa y yo, que no afino sufiente el tiro, tengo que hacer una escala técnica, donde me espera mi abuelo - una vez más- refunfuñando. Él paga los platos rotos pero, afortunadamente, nadie hizo por mi algo que era mi responsabilidad.
La cuestión es, ¿todo el mundo aprende las lecciones? Lo bueno del mes de agosto es que da para mucho terraceo . En Madrid apenas queda gente. Todo el mundo está de vacaciones y, los que quedamos, casi contagiados por el espíritu vacacional que nos llega a través del telediario de Antena 3, damos poco de sí, hasta el punto de que todos los días son viernes. las cervezas, con menos gente y, por tanto, más intimidad que otras veces, permiten percibir a los demás con menos interferencias. El mensaje llega casi nítido y nos desprendemos de las capas de sulfóxido que nos protegen del exterior.
A poco que se observe con detenimiento, todos somos una biografía de nuestro origen. No necesariamente para bien, ni tampoco para mal. Da la casualidad de que no queda más remedio que bajar al bar con el típico insoportable repeinado, que se ha marchado de casa a un piso que le han comprado, pero aún disfruta del planchado, cocinado y fregado de la chacha de la casa paterna. O te toca al lado la insoportable seudojipi, pasada de moderna y enrollada que agarra la cerveza como si fuera un camionero, como cualquier otro tío, pero cuyo nervio de acero se desvanece hasta volverse princesita en el trance de la dolorosa.
La primera reacción es de rechazo. Cara de asco, prejuicio y a casa, con la certeza de que mi elección de modelo de vida buena y mi comportamiento que de ahí sale son los mejores que existen. Y el infierno son los otros.
Hay un estudio sociológico realizado sobre 100 niños alemanes que afirmaron que ser alemán era lo que más molaba.
La otra, menos golosa, preguntar. A lo mejor el chaval enfundado en Patrico nunca ha tenido ocasión de que le obligaran a valerse por sí mismo. A lo mejor ha estado siempre coaccionado por una familia que no valoraba su valía y que le creía incapaz incluso de elegir a sus propios amigos. Puede ser.
Y a lo mejor resulta que la otra chica es en realidad así. Llana y dulce, porque tenía (yo qué sé) siete hermanos varones.
Un gran amigo dice que cada día analiza más y juzga menos. Y tiene gran razón. Un análisis que debe empezar en los demás y terminar en uno mismo. Durkheim siempre dijo que el hombre es una tabla rasa, donde le escriben quién va a ser antes de que sepa defenderse. A veces nos grabaran un poema o nos pintarán un bodegón. Otras, un borrón. Y todo ello nos queda grabado a fuego. Esa no es nuestra culpa, pero no es responsabilidad de otros que nos preguntemos el por qué de todo. Si hemos sabido aprender lo que nos enseñaban, e incluso si aquello era bueno.
Tomás Moro sacó a los abogados esos picapleitos de profesión, de su utopía... qué razón tenía y qué poco aplico yo este artículo a mí mismo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Lo que sé del viajante

Hoy lunes por la noche. En el techo de mi casa hay un ventilador antiguo que menea el aire caliente. Parece que va a desplomarse y rebanarme el pescuezo. En la Sexta termina una comedia americana de amor. Los típicos malentendidos entre un dentista y su vecino, un asesino a sueldo interpretado por Bruce Willis, y ambos acaban encontrando el amor en dos rubias americanas de dientes blancos que encarnan a la perfección el sueño americano. Todos alcanzan sus metas y los planes salen bien. Los galanes manejan millones de dólares ganados en el juego, a través de la mafia o como prestigiosos abogados - qué más da-. Y los emplean en ganar el amor de una rubia de ojos verdes, que se acaba entregando en un embarcadero de Chicago bajo la bandera de las bandas y las estrellas. Enternecedor.
Domingo por la noche, ayer. En el Teatro Español, ningún ventilador menea un aire igualmente caliente. Es la última representación de la tragedia de Arthur Miller "Muerte de un Viajante" y no cabe un alfiler. El protagonista, Willy Loman, es un viajante sesentón que ya no cae bien. La empresa para la que trabaja le retira el sueldo fijo y acaba por despedirlo. Las deudas impagadas se acumulan. Entre las facturas, el último pago de la hipoteca, tras 25 años de sufridas mensualidades. Charlie, el hermano de Willy le ofrece un trabajo en su humilde pero saneada empresa, pero no lo acepta. Es demasiado orgulloso para admitir que él, un reputado viajante, esté solo, despedido y hundido al final de su carrera. Tampoco sabría cómo explicar el fracaso a su mujer, a quien adora tanto como infiel le fue durante años.
Willy tampoco se lleva bien con su hijo mayor, un cleptómano de 34 años que ha vagado por todo tipo de tareas sin encontrar sosiego en ninguna. Pero eso Willy no lo ve, ni quiere verlo. Vive obsesionado con las enormes cualidades que su hijo mostró en el equipo de fútbol del instituto. Todas las universidades suspiraban por el crío. Allí, en la universidad, habría tenido a todas las rubias de ojos profundos. Pero fracasó. Suspendió matemáticas, sorprendió a su padre con la amante, robó unos balones del gimnasio del colegio y, desde entonces, nada ha ido bien. No hubo ojos profundos, sonrisas cómplice bajo la bandera americana, ni contratos millonarios para ser quaterback de los Broncos de Denver.
El completo antihéroe, cuya distancia del sueño americano sólo es comparable al tamaño de la mentira en la que vive. El miedo a no cumplir con lo esperado, mucho más cruel que el fracaso mismo. Una tragedia de trágico final para un personaje impecable que acepta su carga sin chistar. Como la mayoría de nosotros, creo.
El sábado, en el bar, aceptamos que, al acercarnos a la rubia de ojos marrón miel, el desenlace va a ser un solitario plato de espaguetis precocinados en el sofá de casa. En la vida real - que no la escribe Homero- Helena no sigue a Paris a Troya, se queda tranquila en Esparta con Menelao sin Ilíada ni caballos de madera.
De este modo, las tragedias permiten al ser humano evaluarse a sí mismo, en su justa medida, con lucha pero sin sueños ni modelos idílicos que no son reales.
Arthur Miller, hijo de un empresario textil arruinado en la Gran Depresión, lo sabía. Lo sabía tan bien que estuvo casado con Marilyn Monroe, la rubia imagen de ese sueño que no se consigue. Él mismo decía que donde gobierna lo patético y, finalmente, resulta lo patético, la posibilidad de victoria siempre debe existir. Al menos para un personaje que disputa una batalla que no puede ganar de ninguna de las maneras. A él, Marilyn le abandonó por un cantante francés.
Ésa es, precisamente, la victoria. La lucha incluso obstinada de las batallas perdidas que lleva de lo angustioso a lo sublime.
Por eso ayer salí contento del teatro, buscando el libro para mi hermana adolescente. y hoy me acuesto simplemente jodido. Por eso quizás es bueno que la gente normal no tengamos una Helena que desate guerras en Troya. Y nuestra Odisea única sea un peregrinar a casa, a por el plato de espaguetis. Patético, real y sincero.

martes, 21 de julio de 2009

Dolce far niente

Dolce, como dulce, viene del latín dulcis, que quería decir veneración a los sentidos. El poeta Horacio se refería a lo dulce como aquello que no estamos obligados a hacer y donde encontramos recompensa en sí mismo. Far niente, que suena a italiano y tal es, es tan simple como no hacer nada.
En conclusión, no hacer nada es estupendo, por no usar una expresión más gráfica. Tocarse la seta, por ejemplo.
Incluso más que estupendo, podría decirse que es necesario. En muchas ocasiones -al día, no en la vida- es preciso no pensar en absolutamente nada, ni hacer nada, para pensar algo o ser algo, el resto de los momentos.
Siendo tan agradable y necesario, ¿por qué es tan difícil? Cada vez que nos sumimos, más por necesidad que por voluntad, en el opaco trance de no hacer absolutamente, nos ataca una legión de super-yo que nos empuja a hacer cualquier otra cosa distinta de no hacer nada, como si hacer nada no fuera suficientemente difícil.
No me refiero en esta ocasión al adicto al trabajo que en cada momento no puede alejarse de su mesa, de su azada o de su ordenador. También están compelidos a no hacer nada los bon vivant que dedican el verano a conocer, una a una, todas las fiestas veraniegas que recorren de norte a sur la península, los que dedican sus vacaciones a un peregrinar de conferencias por los cursos de verano de las universidades, de comilona en comilona siempre de gratis y con buen vino. También afecta a los que organizan meticulosamente cada fin de semana para que se convierta en una experiencia inolvidable.
La falta del dolce far niente nos convierte en esclavos de nuestro currículo, ya sea para llenarlo de programa de festejos, ya para cursos de pedagogía o la dirección de una cofradía en pascua, una novena, una chirigota o una peña de feria.
No sé quién habrá dicho que Freud estaba superado, pero no lo pensó suficiente. Es apasionante el misterio que encierra el miedo a reivindicar la intrascendencia durante unos instantes cada día. ¿Por qué la pulsión para ser importantes, aunque sea en lo que cada uno elija (si es que acaso tal elección existe de alguna manera)?
Este fin de semana, había acumulado tanto tiempo de amaro far qualcosa (si se me permite esta expresión recién pertrechada) que he buscado la forma de ser la nada más exagerada, de no hacer nada, ni pensar nada, ni ser nada.
Todo el mundo sabe que la manera más eficaz de sentirse insignificante está en la multitud. Si puede ser, una multitud enardecida, sucia, sin personalidad. Incluso, que todos vistan igual: Un millón de personas vestidas completamente idénticas.
Sólo había un sitio en el mundo con tal posibilidad: Por obra y gracia de Valderrama, pañuelo rojo y ropa blanca, ¡vamos a San Fermín!
De repente, me encontraba en medio de una banda de cornetas y tambores, rumbo a una plaza de toros donde lo que menos importa son los toros, donde los que no me conocían eran mis amigos, los que apenas me conocían, me regalaron su casa, me sentaron a su mesa y me volvieron a llevar a los toros (gracias Jabi, Imanol,Mikel, Dani) y, claro, los que me conocían eran más que nunca, mis hermanos.
La fiesta empieza cada día con el encierro y termina en el encierro del día siguiente, si eres capaz. Si no, estás obligado a dormir en una esquina para recuperar.
Qué lugar. Están locos estos navarricos.
No fue dolce far niente, pero tampoco yo era un extraño, ni mucho menos insignificante. No descansé, ni falta que me hizo. La veneración a los sentidos no tiene por que ser dulce. Y aunque te obliguen, puede serlo mucho.
Viva San Fermín.

La jaula de las locas

La gente es la leche. Cuántas veces al día no te cruzas con una legión de bastardos, resentidos, enteraos, flojos o sinvergüenzas en general. Al cabo del día me enfado con el ser humano del orden de unas diez veces, la gran mayoría por mi propia culpa. Me enfada descubrir cómo el paso del tiempo me hace cada vez más huraño, cínico y desconfiado. Me enfado cuando Javier llega a tarde a cualquiera que sea la cosa que vayamos a hacer juntos, me enfada la gente que llega tarde al trabajo y pasa sin saludar. Y eso, limitándome a lo cotidiano, porque también me irrita tener un presidente del gobierno retrasado, me molesta que al presidente de una comunidad autónoma se le persiga por ser tan imbécil de dejarse comprar tres trajes, mientras la presidenta de otra comunidad se ha hecho multimillonaria (de Euros) asegurándose de que se ciertas estaciones del AVE en Castilla eran construidas en las fincas de su marido. No aguanto que haya ministras en el gobierno de mi país cuya única experiencia laboral sea haber pasado tres meses de becaria en Unicaja y tres en Cajasur, porque tiendo a pensar que sus méritos están en otra parte.
Vaya, se diría que no hay nada que yo soporte.
En cierto modo, es algo que nos pasa a todos, que cada vez estamos dispuestos a aguantar menos estupideces hasta el punto de que varias veces al día sufriríamos grandes subidas de tensión, si no fuera por algunos detalles menos importantes que nos permiten seguir viviendo. Y que incluso merezca la pena.
Hoy (refiriéndome a ayer), por ejemplo, he cenado con una jauría de locas capaces de desquiciar a cualquiera. Cosas que pasan, hace algunos meses me encontré en medio de un road trip de fin de semana en Lisboa. Precisamente con los conocidos en este viaje me sentaba a cenar. La alineación de asistentes, para que nos hagamos una idea, constaba de al menos tres gays. Uno de ellos, políglota, viajero y cosmopolita; risueño y encantador, pero insoportablemente perfeccionista, abstemio e introvertido. Un chaval capaz de perder un avión porque en una presentación Power Point no consigue hacer que el tamaño de las flechas le coincidan a la perfección en una de las transparencias. Otro es el mejor amigo del primero. El menor de una buena familia de muchos hermanos. Educado, ingeniero, listo, listo guapo y delgado. Un hombre extraordinario y el yerno que toda madre - incluida la mía- desearía tener. Pese a todo ello, vive en una mentira. Nadie en su numerosísima familia sabe de su naturaleza homosexual, algo que, por lo demás, es evidente para todos los demás habitantes de su pueblo. Tiene su novio, tercer asistente a la cena. Bastante mayor que él, un inglés que llegó a España como examinador del título de Cambrigde y se quedó por amor. Desde entonces se pelean como chiquillos y se quieren y respetan como las personas mayores. Con la piel color blanco nuclear, hay un 100% de posibilidades de que se emborrache en cualquier reunión de más de 2 personas. Se pone rojo y profiere comentarios sarcásticos de los que sólo un inglés es capaz, en un estupendo español con un acento lamentable que nunca se conseguirá quitar.
Con ellos, una maestra de escuela casi cincuentona, escuálida, soltera, medio hippie y bruja de vocación. Adicta al tarot, a la cábala y capaz de ver (no estoy de coña) ángeles. Por último, un conserje de la Junta de Vallecas. En la mano derecha le faltan tres dedos por su pasado ebanista. Robusto, con botas de cuero negro, casi calvo pero con patillas. Un tipo duro de cigarritos Bisonte, chupa de cuero 365 días al año, afición al boxeo y , desde hoy, en luto permanente por la muerte de Farrah Fawcett, su único amor, algo que para él es muchísimo más grave que lo que le pase a Michael Jackson.
Unos raros, sí. Pero su conversación es interesante, sincera y cómoda. Las risas son constantes y honestas, ya se hable de las cartas del tarot, la fisonomía de los ángeles, el extraordinario festival gay que se esconde tras San Fermín (y que hace esta fiesta atractiva a australianos y americanos, más allá de correr los encierros a las 9 de la mañana). Destierran los intereses ocultos, la descalificación, la mofa y el insulto. Y, por ello, merecen la pena y hacen que el resto de la vida también la merezca. Raros, sí, como lo es todo el mundo cuando se les mira de cerca.

Un punto

Desde mi ventana se ve el edificio del Corte Inglés. Cada cierto tiempo me encuentro, de buena mañana y en tamaño más que real, vestida vaporosa y de flores en primavera o con un cardigan de cachemir en la temporada de otoño, una modelo que cuelga de su fachada. Luego me la dejan ahí, unas pocas semanas hasta que se vuelve medio familiar y uno le va cogiendo cierto cariño.
Una de esas mañanas me asomé a saludar a Patricia, musa de las rebajas de enero, a agradecerle que no hubiera dejado de sonreír desde que me endulzara la vuelta de las Navidades casi dos meses atrás. Llevaba una decena de bolsas de las rebajas, por lo que no podía haber ido muy lejos, pero lo cierto es que no quedaba ni rastro de la dulce Patricia.
Me la habían llevado y, por primera vez en tres años, no la habían sustituido por ninguna otra como ella. No estaba Paula Vázquez ni había rastro de Meg Ryan que pudieran persuadirme del equinoccio comercial. ¿Tan profunda era la crisis?
En su lugar, una enorme sábana blanca llenaba de vacío un hueco de 50 metros de lado que parecía inabarcable. Y atrayente.
Al rato - pongamos que eran las 9 de la mañana- asomó, sujeto de dos cables desde la parte superior del edificio, un pequeño andamio colgante con uno - o varios- señores en su interior. En una esquina del blanco tapiz, donde apenas escapaba de la enorme ausencia de Patricia, dejó un pequeño lunar color albero. Un punto sólo en aquello tan grandísimo. Después, una raya y un cuadrado de quizás dos metros. Yo lo seguía con interés desde mi ventana y, conmigo, muchos de los transeúntes que pasaban por delante de lo que quiera que fuera aquello. Se giraban y señalaban, de pura extrañeza, por aquel resplandor que perturbaba, tan raro en el Corte Inglés. Otros, los más, ni lo notaban. Sólo iban mecidos por la marea estigia del ruido y la contaminación de lo cotidiano.
Al rato, el pequeño cuadro era una línea perfectamente tirada de arriba a abajo de la lona. Se trataba probablemente de una tarea rutinaria de mantenimiento. La raya amarillenta tenía el mismo color que la espuma aislante que con la que se cubren los tejados antes de poner las tejas de arcilla. Con las dos nevadas que han caído este invierno en Madrid, el muro habría cogido humedades y no es lo suyo que al Corte Inglés le pasen estas cosas. Si ese muchacho quería pintar él solo todo el muro, iba apañado. Mejor buscara a tres o cuatro operarios más.
Pasó todo el día sin que nadie echara cuentas a aquel jornalero ni a su brocha impregnada de aislante. Cayó la tarde y el obrero no se bajaba del balancín. Poco a poco, la capa de recubrimiento se había transformado en un cielo de atardecer anaranjado, mordido por las puntas de unos edificios futuristas imposibles y compuestos de mil colores.
Como de repente, casi todo el mundo volvió a mirar. Nadie, ni yo mismo, echó de menos a la musa de las rebajas ni la actriz de Hollywood preludio de la primavera. Sólo había un artista que había cubierto un abismo, colmando una empresa que parecía imposible, para crear el mayor grafiti jamás pintado en España.
La obra de arte duró un día, antes de deshacerse en gotas de pintura sobre una moqueta en la acera. En ese día tuvo tiempo de aparecer en un lugar y momento equivocados, entre la rubia de las rebajas y la rubia de la primavera. Captó la atención de muchos, pero sólo durante minutos. Obtuvo el desprecio de muchos más, a quienes no les interesaba qué hueco hubiera en la pared, ni quién ni cómo lo fuera a llenar.
Y su autor. Antes que artista reconocido y fotografiado fue ignorado, un Donnadie operario de revestimientos urbanos. Una voz de arte donde nadie lo esperaba.
Como aquel grafiti, este periódico apareció en el peor de los escenarios. En una época en que nadie tiene un duro, ni parece que lo vaya a haber. Una ciudad de realidad tediosa, sólo comparable a su tumultuosa política. Con un hueco que llenar probablemente no tan blanco, inmenso y mudo. Y Javier, su autor, probablemente tampoco sea un artista, ni un obrero. Es un tío que, cual Sísifo, colma de palabras un mural que cada lunes amanece completamente en blanco. Y que llena con todos los colores. Como un grafitero que, inesperado, pone una voz en Ronda, donde nadie lo esperaba.

viernes, 5 de junio de 2009

El calcetín acrílico

¿Dónde se meten los calcetines iguales? A pesar de lavarlos un número parecido de veces, de tenderlos casi siempre en el mismo sitio y de guardarlos - no tantas veces- en el mismo cajón, dejan de ser iguales. Esto es científicamente inapreciable cuando te los pones temprano por la mañana - demasiado temprano como para percatarte del color del calcetín, demasiado tarde como para preocuparte en buscar calcetines iguales-. El curioso fenómeno sólo se manifiesta cuando, a media mañana, sólo uno de los pies te está sudando. En ese momento, gritas para tus adentros ¡acrílico! Casi sin querer verlo, tiras ligeramente del pantalón hacia arriba y distingues claramente - ahora sí- un calcetín azul, de invierno algodonero y otro negro de fino acrílico primaveral.
Y es que he de confesar que soy, y seré siempre, un procrastinador, es decir, una persona con tendencia a evitar o aplazar aquello que percibo como incómodo o desagradable.
En el instituto estudiaba responsablemente. Al terminar de comer, le echaba una lectura al As que puntualmente mi abuela me tenía preparado y sin muchos rodeos me ponía con la tarea. Al final de la tarde, llamaba a mis amigos a ver qué tal andaban y los sorprendía en pleno agobio, por cenar y sin estudiar. Sin embargo, afirmo que haber estudiado unas horas antes no me hacía más feliz ni vivía por ello más relajado.
Desde entonces, podría decirse que he vivido, queriendo o sin querer, más o menos en el desastre, como todo buen hijo de vecino.
Por ejemplo, aún a día de hoy, ignoro la utilidad del aparato que, pegado a la pared junto al retrete, tiene siempre el cartoncito que hay en el interior de los rollos de papel higiénico. Ni siquiera sé cómo se llama ¿porta rollos? ¿quién lo sabe? Se me agota la espuma de afeitar, el desodorante, las cuchillas... Pierdo el cargador del móvil, renuncio a encontrarlo y soy capaz de dar con él cuando ya he cambiado de teléfono.
Como todo el mundo, en las comidas de amigos afirmo que “trabajo mucho mejor bajo presión” para ocultar que no muevo un dedo hasta que no es absolutamente necesario. Ese momento suele llegar cuando el tiempo imprescindible para hacer la tarea medio bien es, grosso modo, la mitad del tiempo del que dispongo.
Este comportamiento cómodo y cobarde me genera cierta ansiedad, me hace sentir mal y perjudica mis intereses. Innegable.
En mis relaciones personales pospongo cualquier decisión traumática o desagradable, abandono cuidadosamente el problema en una esquina, esperando que se resuelva solo, o bien, que se enquiste de una manera tal que ya no tenga solución y, entonces, pueda afirmar que no es mi responsabilidad (o mi culpa) que las cosas se hayan puesto tan feas.
Sin embargo, como adicto a procrastinar he podido ahorrarme innumerables gastos, pues retraso la compra de una camiseta o un pantalón que me gusta hasta que no hay de mi talla o ya no me gusta tanto. Como procrastinador, he tomado decisiones correctas, las mejores de mi vida, porque he esperado tanto que las opciones se han descartado solas hasta que sólo una de ellas era posible. Y se ha convertido, por tanto, en la mejor de las opciones posibles.
Ahora hay un profesor de la Universidad Carlos III que ha identificado el peligroso síndrome del procrastinador. Y a mí me parece una cutrez. Todo el mundo evita hacer frente a las tareas pesadas o desagradables, lo que es completamente normal. Porque resulta que la gente normal evita el sacrificio y el sufrimiento. El ser humano, precisamente para serlo, debe ser imperfecto.
Quizá esto no sea el colmo del virtuosismo, pero es sin duda una muestra entrañable de la imperfección del ser humano. La imperfección que da lugar a la solidaridad de quien te ayuda a salir del problema que has buscado solo y se queda contigo en el despacho hasta la madrugada, o llora contigo las penas de un desamor que nace de tropezar cien veces en la misma piedra.
De la imperfección nace la amistad. Y yo, de puro procrastinar, soy imperfecto, y me alegro de ello.

martes, 12 de mayo de 2009

Cruzar la puerta

El Ángel Exterminador es una película inquietante. En una reunión de la alta sociedad mejicana, en una habitación y alrededor de una mesa, unos burgueses charlan animadamente. El personal de servicio va abandonando la casa hasta que, entrada la noche, no quedan más que los propietarios de la mansión y sus invitados. Por algún motivo, de repente, ninguno de los presentes puede salir de la habitación. Algo -o alguien- les impide cruzar el umbral de la puerta. Las provisiones se agotan, las necesidades de higiene son cada vez mayores. Los presentes olvidan su condición social, desconfían los unos de los otros, se atacan, se muerden. Nadie sabe por qué.
No queda rastro de amistad, civilización o respeto. Nada más que impotencia.
Curiosamente, algo así me ocurrió -entendámoslo en sentido figurado- hace días desayunando con un amigo. No se trata de un amigo común. De él me separa una vida y un mundo. Una vida, de los treinta años que nos separan. Un mundo, porque él, que nació en Nueva York, vivió en Alemania, dirigió un gran despacho de abogados cuando a mi me estaban trayendo al mundo y presidía la comisión que regula los mercados financieros en España cuando mi máxima preocupación era el viaje a Canarias de fin de curso con el Juan de la Rosa.
Desayunábamos en su despacho, apoltronados en dos sillones. Él, que mira la vida desde lo alto de un camino cuyo ascenso es complejo. Yo, que no he hecho más que echar a andar, lo miro a él a lo lejos.
Mientras ejercita su mano derecha para recuperar el codo de una lesión probablemente tenística, charlamos sobre la Justicia en España. Insatisfacción de los particulares, malestar de los profesionales y gastos para las empresas. Los pleitos, que duran diez años.
Le comento que necesitamos saber cuánto nos cuesta a la gente normal que la Administración de Justicia no funcione. Cuánto nos cuesta de nuestros impuestos y cuánto nos cuesta meternos en un procedimiento. En el momento que sepamos esto, podremos ponernos con un proceso de cambio. Una verdadera mejora. Juan se me enfada y parece que fuera a tirarme el chisme con el que ejercita su codo en un arrebato de obcecación, ante lo que él llama mi buenísimo, mi ingenuidad. En su opinión, la Justicia, como el sistema electoral o la educación universitaria, es una materia enferma en España. Son miembros cangrenados, asfixiados por la política, que la controla y utiliza con fines partidistas. Tan mal está la cosa, que ni siquiera los propios políticos pueden hacer nada para cambiar el sistema. Estamos encerrados, en una habitación con vistas, presos del Ángel Exterminador de Buñuel. Como si una sola persona quisiera cambiar el curso del río Tajo y estrellarlo en el Mediterráneo.
Su consejo es claro. Mientras antes me quite de la cabeza la idea de que una persona pueda provocar un cambio, mejor para mí, que me ahorraré mis ingenuos planteamientos.
Para Juan, estas grandes empresas sólo pueden quedar a cargo de generaciones completas. Su generación consolidó la democracia. La mía, si se puede, tiene que tunearla.
Apuramos el café entre bromas antes de despedirnos con un fuerte apretón de manos, para nada condicionado por su lesión teística y me marcho contento. Juan es un hombre sabio a quien admiro y sin embargo, se equivoca.
Nos equivocamos todos, si creemos que hace falta el abrigo de un grupo, de una generación o de cualquier otro elemento colectivo para poder atravesar las barreras, reales o no, que encontraremos a nuestro paso. Con más o menos renombre, toda generación no es más que un número de individuos ingenuos, que luchan obstinadamente para cambiar la realidad. Pero su lucha es individual. Aunque años después alguien decida agrupar a todos aquellos majaderos bajo un solo término o generación. Generación del 27, Beat o Perdida. Eso da igual, la puerta la abrieron y cruzaron de uno en uno.
De poco que importa, hasta me olvido de que alguien anda diciendo que la mía es la Generación Cero, por el número de oportunidades laborales, por la negra expectativa.
Sin mentiras. Si la ley electoral necesita un meneo, alguien levantará el dedo pidiéndola cada día, incansable, obstinado y con vehemencia que le den la palabra. Aunque día tras día le den por saco. Si hay que cambiar la Justicia, hay que levantar su dedo índice. Que respondan a nuestro índice con un corazón es algo que no debe - no puede- importarnos.
Tenemos que actuar cada día como si el mundo estuviera en nuestras manos. El hombre nace libre, responsable y sin excusas, decía Sartre. Con los ojos y la boca abiertos. Como el Ángel de la Historia, con sus alas hinchadas por el viento del progreso y mirando hacia atrás y adelante a la vez.
Sin miedo a cruzar la el umbral, nada más. De uno en uno

martes, 5 de mayo de 2009

los garbanzos

La etimología es una ciencia curiosa. Permite conocer el origen de muchas de las palabras y expresiones que usamos a menudo, dando a la realidad una especie de lógica que nos hace comprender todo un poco mejor. Es como un augurio para conocer el presente cuando el pasado parece demasiado difuso. Augurar, por ejemplo, es una expresión que procede de la predicción que realizaban los monjes augures sobre cualquier acontecimiento. Es más, la raíz augur significa mirar las aves, porque mirar los pájaros era en el pasado lo más parecido a la predecir en la actualidad los movimientos de la bolsa.
A veces, las etimologías fallan. Por ejemplo, el día del trabajo que celebramos. La fecha del 1 de mayo se adoptó en la II Internacional, cuando los delegados socialistas de medio mundo se reunieron en París. El primero de mayo de unos años antes había tenido lugar una revuelta en Chicago que se saldó con la condena a muerte de sus instigadores. Esto que, sin duda, representaba un acontecimiento trágico digno de recuerdo, no era ni mucho menos de la gravedad de muchos de los incidentes que recorrían Europa. Allí lo que pasó es que los condenados por aquella huelga eran sindicalistas anarquistas, minoritarios en los sindicatos americanos. A través de esta conmemoración, la Internacional intentaba políticamente acercarse a un terreno más o menos ignoto pero de gran potencial de crecimiento como eran los Estados Unidos. Un acto de propaganda, vamos.
En España, aunque la celebración se oficilalizó hace unos 30 años, la historia no es menos curiosa. En 1977, con unos sindicatos ilegales ansiosos por poner sobre la mesa sus reivindicaciones, se planteó la posibilidad de organizar una manifestación. Evidentemente, a los grises de turno en sus últimos coletazos no les haría ninguna gracia tener la avenida del Generalísimo llena de sindicalistas, así que éstos se vieron avocados a realizar su manifestación en el barrio obrero de Vallecas, lo que no deja de ser un comienzo entrañable.
Es indudable que a los orígenes de la lucha obrera les debemos todos muchos platos de garbanzos que nos hemos llevado a la boca.
Sin embargo, quizá lo que un día justificó la conmemoración de un día de la lucha obrera no sea ya el motivo por el que debemos manifestarnos. Ahora no pone en peligro el plato de garbanzos de una familia el trabajar 18 horas al día, sino el no trabajar ninguna. Por eso debemos hacer una nueva reflexión sobre el significado de la fiesta, más allá de levantarnos tarde y no ir a la oficina.
Porque la etimología se equivoca y puede no decir nada, es necesario volver a pensar en qué es aquello por lo que luchamos.
Por eso, quizá, la palabra garbanzo es de etimología desconocida. No procede de ninguna parte. Solo hay algunos indicios de que su sufijo es de origen preindoeuropeo, algo así como de unos pueblos que -por lo visto- hablaban corinto o laberinto.
Quizá sea un augurio, de que los garbanzos nunca se sabe de dónde vienen del todo y debemos buscarlos constantemente, para poder sobrevivir.

viernes, 24 de abril de 2009

Estos inventos modernos

Conocer a una persona de otro país es como jugar a dar vueltas hasta marearse, siempre terminas un poco aturdido. Te habla de sus costumbres y resulta que comen a las doce de la mañana y cenan a las cinco de la tarde, cuando a nosotros a esa hora somos perfectamente capaces de estar aún pidiendo los segundos.
Claro que todo depende del cristal con que se mire, porque nosotros tenemos todas las papeletas para aparecer ante sus ojos como auténticos perros verdes. No creo que se me olvide el momento en el que una buena amiga francesa de Languedoc hacía fotos sin parar a la vitrina de una cafetería cualquiera del Paseo del Prado. Estaba absolutamente atónita de ver a un señor con la poca vergüenza de desayunarse un cruasán relleno de jamón serrano y tomate natural. Y eso porque a la buena francesa no le dio por meter la nariz en el carajillo que señor usaba como bajante del cruasán.
Esto no deja de ser normal, aunque resulte curioso lo diferentes que podemos llegar a ser de nuestros vecinos más cercanos, que compran las mismas camisetas del Zara, con la misma moneda común.
Otras veces, la cosa no es sólo cuestión de distancias. Suele pasar que los españoles viajamos por ahí con la constante sensación de ser trogloditas que, garrota en mano, descubrimos un mundo futurista y perfecto. En Austria, el único impedimento para colarse en el metro es una línea pintada en el suelo que no puedes pasar sin adquirir el preceptivo billete. Yo tengo mi propia teoría de que el gobierno español subvenciona el transporte público a todos los españoles que viajan por ahí. La única mesa de un restaurante en Suiza en la que los comensales carcajean y gritan como si se fueran a matar… míralos, españoles. Que alguien se acuerda de la madre de los de las bicicletitas y el dichoso timbre, sin darse cuenta de que está caminando por el carril bici -y ya ves tú lo que le importa-. Español.
Sobre bicicletas y Madrid hablaba hace algunos días con una amiga holandesa que vive por aquí desde hace años, cansada de la sociedad de los tulipanes impecables en la que el camión de la basura pasa una vez cada 15 días, en las que te obligan a estar prácticamente en silencio en los restaurantes, mientras el de la mesa de al lado tiene a su perro con el hocico encima de la mesa. Ahora bien, el perro está calladito.
Porque estas son las contradicciones de los europeos modernos. En Holanda, un país a la cabeza del feminismo de cuarta ola - también llamado ciberfeminismo- se ha generalizado en las empresas la celebración de cursos de larga duración (superior a un año). Cuando me enteré que en la oficina neerlandesa de mi despacho ya están proyectados estos cursos quise apuntarme sin dudarlo. Esta sociedad no puede continuar ni un minuto más padeciendo la miopía de prescindir de la mitad de la inteligencia de este mundo. Estos cursos tienen que ayudar al hombre a vencer la inseguridad que le lleva en muchos casos a pensar que el Ser y la Nada son menos desde que existe el Segundo Sexo. Aprendamos a ser dirigidos por mujeres y que nadie les induzca el miedo a dirigir.
Pero no, para mi desilusión, este curso es sólo para mujeres. Y no se enseña al mundo que la mujer que dirige como tal no es sino una fuente de nuevas ideas, de nuevas formas y regeneración, sino que hacen a ésta que mande como un hombre. Eso es, como auténticos hombres. Creer en la necesidad de una mujer ejerciendo su dirección en género masculino, no es más que afirmar la inferioridad de lo femenino.
Si Beauvoir hubiera conocido esta tipología, seguro que habría incluido a la mujer-directivo en el libro que sirvió para ridiculizar la idea de inferioridad de la mujer. Pero hace 60 años de eso.
Pues mira, aprovechando el 60 aniversario del nacimiento de El Segundo Sexo, alguien tendría que erradicar esos cursos, en honor a la mujer, precisamente.

martes, 14 de abril de 2009

Surge la escena en un salón…

Niñas en promoción, momias poniendo precio, ambigüedad.
La escena tiene lugar en las tres pequeñas repúblicas bálticas, donde la prostitución se reproduce por esporas entre las niñas de 17 años.
Es curioso que la tierra de estos países ex soviéticos tenga un fértil color ceniza que se oculta bajo ejércitos de altas coníferas que se elevan al cielo hasta que se pierden de vista.
Los lagos, gran parte del año congelados, se multiplican por todas partes. Reflejan el mismo gris plateado del cielo siempre nublado para que todo resulte estar hecho de plata. Países de plata.
El tono monocromático de tierras, lagos, cielo y árboles parece hecho adrede. Como si quien llenara estas tierras argentinas se hubiera propuesto así ocultar a la mujer báltica de un ojo depredador. Debe ser así, porque allí la mujer es hermosa y fría, alta cual conífera y con unos ojos de color azul grisáceo tan claro que hacen pensar que el cielo sea sólo una imitación de su iris, o un efecto camaleónico de pigmentación.
No es de extrañar que hayan querido esconderlas de las legiones de europeos del sur, muchísimos españoles en piaras de seis u ocho. Franceses, Israelíes, vomitando hormonas que se adentran en sus numerosísimas discotecas. Hasta allí se van, olisqueando el terreno en busca de una hembra. Si no pueden tenerla por sí mismos, la compran. No les resulta demasiado difícil. Muchas de ellas, ahogadas en su propia miseria y con apenas quince o diecisiete años van dejándose babear a cambio de una copa de coñac o de whisky que pague el erecto turista y por el que ellas reciben una pequeña comisión. Es la utilidad marginal que obtienen de su belleza. Cada vez más borrachas y embriagadas ejercen un efecto hipnótico sobre unos orcos que las tocan constantemente con repulsiva lascivia.
Pasan las horas, sube el alcohol -y otras cosas- y también el tono de las relaciones. Imágenes grotescas de tres bastardos que se abalanzan sobre una niña difícilmente mayor de edad. Ella se les ofrece con una pericia que parece de décadas y eriza la piel.
No se esconden en antros ni lupanares, están ahí, en los bares habituales. A veces es muy difícil percatarse, ni siquiera te das cuenta, bailas con una chica, ríes y a los cinco minutos le estás pagando una copa de coñac a su amiga.
En el final del asco profundo que despiertan los embrutecidos machos en sus envites de cintura contra el muslo de la niña, hay también algo de comprensión y compasión. En ese momento se creen que controlan la inseguridad que les ha jodido a lo largo de toda su vida por el módico precio de, pongamos que, cien euros.
No puedo decir que sintiera vergüenza ajena, porque mis pulsiones eran demasiado parecidas a las de ellos como para tirar la primera piedra.
No sé en otros casos cómo será. En el mío, intenté indagar, hacerla reír, saber quién era. Pero sólo encontré un muro infranqueable, alguien aparentemente cómoda en su meretriz posición. Hasta el punto de que llegué a dudar de si verdaderamente quedaba algo detrás de ese muro.
Ahora que lo pienso, no creo que un imbécil que llegue a las cuatro de la mañana de buen samaritano fuera a enternecerle demasiado el corazón, cuando la única puerta que le abre poseer una belleza sublime es la de un hostal cada noche. De los que estábamos allí, sólo unos pocos pasábamos los 22 ó 23 años. El resto de la escena grotesca estaba compuesto, ellos y ellas, de chavales jóvenes, normalmente guapos y universitarios, cuyos valores morales no les suponen el menor inconveniente para negociar. Un sueño de ambición en una mano, un sueño de libertad en la otra, mientras van asumiendo, rebuscando y renegando de su tiempo.

viernes, 27 de febrero de 2009

El tren de ida y vuelta

Es imposible no admitir que el DeLorean- 12 es un coche con el que cualquiera podría viajar en el tiempo. Esta monada es el coche que usaron Marty McFly (Michael J Fox) y el doctor Emmet Brown (conocido como Doc) para viajar de regreso al futuro en una máquina del tiempo. Con las puertas estilo ala de gaviota abiertas en medio de la plaza del pueblo, enchufaban el coche a un reloj y aprovechaban un rayo para desdoblar el tiempo y pasar igual al año 2015 donde los patinetes funcionan a través de campos magnéticos, que al auténtico Lejano Oeste, en 1885.
Sin embargo, a mí me resultaría mucho más entrañable, e incluso mucho más creíble, que la máquina del tiempo sea un tren. No digo un tren de Renfe, que son un horror, siempre impuntuales y más caros que el plutonio usado como combustible en Regreso al Futuro. Me refiero a un tren cualquiera, sin marca.
Puede ser uno de esos trenes modernos que huelen a nuevo, esas anguilas eléctricas de blanco nuclear, con el frontal de un pato, apertura de puerta sicodélica (aunque en este punto el DeLorean es insuperable), y azafatas con gorrito futurista y guantes de cuero. Fácilmente también podrá ser un tren antiguo, de los que pesan miles de toneladas y de hierro dulce, escupen humo como tosiendo flemas de vapor, camarotes incómodos y paradas en Cazalla con viajeros que se bajan al andén a echar una copita del anís del mismo nombre.
Un viaje en el tiempo era el Tren Estrella, un casino setentero que cruzaba del estrecho a la capital atravesando de noche la frontera que separa África de Andalucía, de La Mancha y todas éstas de Madrid. El tren se para en las estaciones con las paredes encaladas y tejados de eso, de tejas. Desde luego, aquel expreso del Magreb que ya no se pasea por toda España se habría sentido muy incómodo soltando y recogiendo gente en una estación chic como la nueva de Antequera, con un chorro de tubos de aluminio sosteniendo techos mucho más altos de lo necesario.
Esos trenes que te dejaban en Atocha, la selvática estación sur de Madrid. Un lugar en que, desde el principio, te anuncia la entrada a una dimensión diferente, al tiempo raro, más bien antiguo, de cuando los hombres sólo luchaban por sobrevivir y no habían suscrito ningún contrato social.
Viajes en el tiempo al descender del tren, que pueden tener lugar incluso en el propio vagón. Esto es lo que pasa en El Chopin, un tren con nombre de músico, donde lo moderno está proscrito hasta el punto de resultar frustrante no poder cambiar los auriculares por un chaqué, un sombrero y una novia con corsé. Este tren sale de Milán, capital moderna donde la moda es un mandamiento y, como en un viaje en el tiempo, te arroja a una Praga demasiado austera a veces, con una antigüedad, propia de una ciudad de primavera y terciopelo.
Viajaba esta semana en un tren con vagón cafetería, de regreso de un juicio en Tudela. En medio de las Bárdenas Reales, un agreste desierto mitad maño mitad navarro, mi tren pasó sin detenerse por Grisén, un pequeño pueblo. Era carnaval y una cohorte de madres llevaban a sus niños disfrazados, probablemente, a la fiesta del colegio. Caminaban por el centro de la carretera, los niños corrían y a nadie le preocupaba. Desde mi vagón, viajé hasta los tiempos del carnaval y los molletes del día de Andalucía en el Juan de la Rosa. Mi maletín se volvió mochila y, mis documentos, bocadillos. Ahora estaba en el tren de las 7:30, con el bueno de Donfran. Nos íbamos como tantas veces a Jimera y, por las mismas calles solitarias, anchas y sin coches, corríamos hacia Las Buitreras.
Ya de noche volvíamos a Ronda -a casa-. Cansado, de noche y a casa. Una sensación que aún se repite, cada vez que vuelvo con muchos más años, en un tren (o una máquina del tiempo) que me devuelve al origen.

martes, 10 de febrero de 2009

De ilusión, enanos y romanos

Cada mañana del frío invierno de Madrid de la II República, Manolito iba a buscar a Antonia a la puerta de la casa familiar. Bajaba del tranvía y, con la timidez que tenía la gente de antes y ya no hay, hacía sonar el timbre de la puerta para avisar a la muchacha que le gustaba. Antoñita, que así se llama, jamás salía, como mucho se asomaba al balcón, pero Manolito volvía cada día durante todo un frío invierno. El muy puñetero, mantuvo la ilusión pese a los continuos desplantes. De repente, Manolito dejó de aparecer. Parecía que alguien hubiera tirado de él y, como un muñeco de hilo, se hubiera deshecho de repente. En cierto modo, Antoñita ya tenía el gusanillo por aquél muchacho flaco dentro del cuerpo, y mantuvo la ilusión por el chico que "le hablaba". A las pocas semanas, más delgado aún, Manolito regresó. Había enfermado por el frío de los paseos hasta la puerta de Antoñita y llevaba días encamado. Desde entonces ya no se separaron. Pasaron la guerra juntos y fueron felices.
Hace años que Manuel murió. Hoy Antoñita, viuda, regenta una librería, llamada Manolito, como su difunto. Una forma de seguir con él y conservar la ilusión por la vida. Sentados a una mesa en su librería, que está justo debajo de mi casa, aún me cuenta las historias de la pulmonía que agarró, y que casi se lo lleva antes de tiempo, su príncipe azul del cuento.
Salido de otro cuento tengo yo un amigo apresado por un millón de liliputienses, enanos mentales, que lo han atado al suelo en un momento de descuido. Cual Gulliver, lo atan un millón de pequeños hilos que no le dejan reaccionar. Hilos de hipoteca, hilos de la letra del coche, del trabajo gris, hilos. Algunos días te dirige una mirada con la que parece exigirte una explicación de por qué aquellas ataduras, que son tan nimias, le impiden ser él mismo. Porque su personaje, también de cuento es, verdaderamente, un druida. La delgadez le señala unos pómulos prominentes que anuncian que no van a dejar de marcarse hasta la vejez, tiene la barba rala y la nariz grande, como inquisitiva, unos centímetros por delante de lo cotidiano. El cuerpo lo tiene flaco, pero con garbo. Se diría que podría pasar por sacerdote. Pensad en Panoramix, el druida de Asterix. Porque esto es, en realidad, mi amigo. Un tipo que coge pedazos de la realidad y la deconstruye. Hace nacer comentarios inverosímiles de objetos inertes que, por arte de prosopopeya, se agitan con la misma vida que las escobas de Fantasía, aquella película en que Mickey Morse se vuelve mago Merlín.
Tiene la capacidad de verter porciones de cosas normales en su marmita que no existe y de ahí destila una pócima mágica que siempre sabe bien pero que es distinta cada vez. Es la pócima que nos regala a sus amigos (si el es el gruida nosotros, por coherencia, los galos). Todos la guardamos en el bolsillo, en forma de carcajada, y sólo la usamos si nos viene un romano a jodernos el día (ya sabéis que los dichosos romanos, en estos tiempos truculentos que corren, se nos presentan con cualquier apariencia, y tu jefe mismo, sin sandalias ni espada, puede ser el más temible centurión).
Definitivamente, mi amigo es un personaje salido de una viñeta de Goscigny, de una estantería de la librería Manolito, que se encuentra en problemas y cree haber perdido la ilusión. Algo que nos puede ocurrir a cualquiera y, de hecho, nos pasa a todos.
Pero no es cierto. La ilusión puede hacerse pequeñita, parecer insignificante, pero nunca se va del todo. La chispita que queda siempre puede reinventarse y romper todos los hilos con que los enanos mentales nos amarran al suelo.
Hay que agarrarse a esa chispa. A nuestros amigos, que no son druidas, pero casi hacen magia. A una anciana amiga que regenta una librería. A lo que se nos ocurra pero, ¡Por Tutatis, que no nos venzan los romanos!

sábado, 7 de febrero de 2009

La gran vía

Para mi no es habitual escribir el artículo en domingo. Normalmente doy tantas vueltas a los temas sobre los que querría escribir que se me acaba echando encima el jueves por la noche con un folio en blanco sobre la mesa, ansioso por que alguien lo rellene. La semana que se cierra sin embargo ha sido demasiado normal, tan rutinaria, que no podía pasar inadvertida. Paradójico, como cuando un silencio sepulcral te despierta de la siesta. La rutina, como el aburrimiento, tienen mucho peligro. Sobre todo porque hacen que tomemos por normales cosas que no lo son.
Como tantas veces, organizamos una cena en un japonés. Abogados, asesores financieros, gerentes de riesgo de banca, los de siempre. Nuestra biografía semanal calcada nos consuela de todo lo que nos ha faltado, pero sobre todo, nos consuela de lo que nos sobra: conformismo. Trabajamos duramente de lunes a domingo y salimos de fiesta, quizás demasiado de lo uno y de lo otro, y no solemos dar mucho más. Pero es lo que hacemos todos (por lo visto esto es labrarse un futuro) y, sa se sabe, mal de muchos, consuelo. Y punto.
En el japonés, además del teri maki había algo más de nuevo. Carlos e Isa, una pareja de amigos de la infancia nos visitan desde Ronda. Con los palillos en la mano y muchas horas después, nos reimos y el frío horroroso de Madrid no nos importa. Volvemos en el metro a casa, bien entrada la mañana. Aprovechamos para desayunar algo y nos echamos a dormir un rato, que por la mañana toca ruta turística por Madrid.
En una ruta por tu ciudad -esto es algo que siempre me pasa en Ronda con los amigos de fuera-, yo creo que quienes más disfrutan del paseo son los anfitriones, los que muestran sus rincones, mucho más que los turistas despistados que siguen al guía con sus cámaras de fotos en las manos. Ofreces a los amigos partes del Madrid (bueno, o de la ciudad que sea) que significan algo para tí y, mientras tanto, tú los recuperas y vuelves a vivir, como si fueran nuevos, cada uno de los momentos por los que una plaza, una calle o un bar son especiales. Les hablas del origen de la Gran Vía madrileña, cómo fue el proyecto de unos pocos enamorados de París, que querían hacer en Madrid una calle llena de escaparates, a la imagen de la Rue de la Paix de París o de los Campos Elíseos. O que le pusieron calle de la CNT en los meses anteriores a la Guerra Civil. Hablas como lo hacía Cortázar de la Calle del Sena y del Bulevar de Saint Michel.
Los amigos miran con interés y sonríen complacidos. La vida para ambos ha cambiado mucho desde que jugábamos juntos al fútbol quince años atrás.
Hacen preguntas también de cómo nos desenvolvemos por aquí, el metro, los atascos, el ruido y parecen atónitos. Curiosamente, les fascina la vida coñazo que ellos encuentran emocionante y divertida. Creo que eso hace a nuestra vía todavía más ridícula, porque ves que en el fondo es pura apariencia, bisutería que brilla la tarde en que la compras y poco más.
Luego los amigos se vuelven en el coche a casa. Los de la "vida divertida" volvemos a estar recluidos en casa, con resaca y trabajo acumulado. Evidentemente las camisas no se planchan solas y los periódicos que has dejado de leer siguen esperando en el buzón. Nos llamamos los unos a los otros, medio de cachondeo. No hay ganas de trabajar, ya habrá tiempo. Ni siquiera esto hace que la semana que va a comenzar sea cuesta arriba, sino una calma, peligrosa y llana rutina. Estresada, eso sí, pero rutina a fin de cuentas.
El fantasma de si seremos capaces de dar un cambio radical de vida nunca deja de planear sobre nuestras cabezas, pero parece hacerlo más de cerca cuando viene un amigo de Ronda a poner de manifiesto lo absurdo de lo que sólo es apariencia.
Tarde del domingo. A cada uno nos da por una cosa. Juan quiere ser profesor de instituto en Albacete, Enrique irse de Madrid y Javier sólo se enfada, se enfada todo el tiempo y se va a casa a ver una peli. Yo me pongo a escribir este artículo. Cada loco con su tema.

martes, 6 de enero de 2009

Rosquilla de reyes

En Navidad tiene lugar un tipo de intervención terapéutica que me resulta particularmente simpática. Normalmente - por no decir siempre- una operación sigue a un diagnóstico y, el hecho de que en esta ocasión sea justamente al contrario, le otorga una cierta apariencia de caos que la hace divertida.
Esta operación es la extirpación de un miembro político de la familia. El sistema mediante el que se lleva a cabo es sencillo, pero no despreciable. Cuando un miembro -normalmente político- de una familia deja de formar parte de ésta, se hacen desaparecer todas las señas que pudieran sugerir su pertenencia al mundo de los vivos. La primera víctima, las fotos. Las de boda (si la hubo) del recibidor, las primeras. Desaparece el cuadro que le regaló a la abuela, el jersey que le trajo al niño y -sobre todo- desaparece de las anécdotas de las bromas y queda en el más inhóspito de los olvidos. En los grupos de amigos pasa igual. Tomando una caña, cuando uno osa proferir el nombre prohibido de la novia desleal, todos los amigos lanzan una mirada severa contra el imprudente mientras dan una cariñosa caricia al novio despechado. Como penitencia, normalmente, durante las dos cañas siguientes todos los comentarios del patoso son recibidos con crueldad.
Digo en Navidad porque es la época en que, por los motivos que sea, nuestras sensibilidades están más a flor de piel. Y digo que esta operación diagnostica la fabulosa capacidad de supervivencia del ser humano. De desterrar las experiencias negativas o traumátivas y volver un minuto más de felicidad, siempre.
La tarde del día 5, mientras preparaban la cabalgata de los Reyes Magos justo delante de la ventana de mi trabajo, me comentaba un compañero recién divorciado -recién abandonado-, que el divorcio era un privilegio. En años anteriores, había estado obligado a cargar, Paseo de la Castellana arriba, con dos escaleras de aluminio de cinco peldaños cada una para que sus hijos pudieran asomarse a ver a los Reyes pasar, mientras el tenía que pelear con un centenar de padres alienados por los caramelos y regalos que quedaban esparcidos por el suelo, a la vez que sostenía la escalera para que los niños no cayeran al suelo. Ahora, todo ese sufrimiento es para el novio de mi mujer. Yo leo un rato al llegar a casa y mañana, a mediodía, recogo a los niños para darles sus regalos.
Y a esos y otros sufrimientos la Navidad es muy aficionada. Hablaba con mis amigos, los sevillanos, que después de diez días de risas y excesos en la Bolera (bis), es muy difícil y hasta turbador dejar Ronda e irse a cualquier otro lugar, donde no está la familia y apenas los amigos. Uno se pierde, mecido por un sentimiento de melancolía mientras, ajena a todo ello, una muchedumbre incontrolada es despedida a borbotones por los autobuses públicos y se precipitan al Corte Inglés, que estos días abre hasta medianoche. Y se sobrevive, a pesar de todo. Y bien. Haces media hora de cola, hipnotizado por los olores que desprenden los roscones de reyes de una pastelería artesana. Cuando llega tu turno pides una porción individual, que será tu única compañera (salvo mejor oferta) en la noche de reyes. El pastelero, harto de la gente, casi te escupe que el tamaño mínimo de roscón es para una familia de "unos cuatro miembros". Y tú le pides que entonces te dé una rosquilla de reyes. Él se enfada, pero para entonces te has marchado sonriente a casa. Supervivencia, en toda regla.
Porque, en el fondo, uno tiene la necesidad y, por fortuna, la facultad de adaptarse a la situación que le toca vivir, aprendiendo a siempre hay de las aristas puntiagudas de la realidad que te hace cosquillas, sin que ello implique renunciar a cambiarla. Y hasta se diría que, para hacer las cosas bien, hace falta una parte de tristeza. Ya lo dijo Vinicius de Moraes, el poeta brasileño, padre del Bossa Nova "es mejor ser alegre que ser triste / alegría, la mejor cosa que existe / como una luz en el corazón / Pero para hacer samba con belleza / es preciso tener tristeza / o no es samba lo que expresa".