jueves, 8 de octubre de 2009

Influyentes y discretos

La primera vez que estuve en Canary Wharf aluciné. Estaba por empezar en mi nuevo trabajo en un despacho de abogados y me enviaron a las oficinas centrales en Londres, en Canary Wharf. Este centro de negocios está a las afueras de la ciudad, pese a que Londres parezca no tener fin. Para llegar hasta allí, lo más cómodo es hospedarse al otro lado del Támesis, en Greenwich, donde el observatorio del meridiano cero que todos aprendemos en el colegio. Desde ahí se toma una lanzadera en un bucólico embarcadero junto al amarre del viejo Cutty Sark, rumbo a la otra orilla del río. En las paradas siguientes, cada vez más zombies suben al barco pegados a su blackberry.
El barquito da un giro y, de repente, atraca en un mundo futurista de edificios. En aquel entonces, aún nadie imaginaba la crisis que llegaría años después y las torres bulliciosas se llenaban de sofisticados ejecutivos con tirantes. Al pie del río, miré al cielo en la dirección que me indicaba mi compañera alemana de despacho (que estaba mucho más enterada que yo de a dónde teníamos que ir) y vi que se trataba de la torre más alta de Londres. Algo debe ir mal en el mundo para que el edificio más alto de Londres sea un despacho de abogados. No imaginaba que pudieran permitirse un lujo así; que fueran tan importantes y discretos.
Esta sensación se repitió casi un año después. Esa vez, la ley española de competencia desleal tenía que adaptarse a las exigencias europeas. Mi jefe me pidió que realizara una búsqueda sobre un punto determinado de la ley para una reunión. Tanto me metí en el tema, que me dejaron asistir a aquella reunión en un hotel cerca del Congreso de los Diputados. Una vez allí, cuatro o cinco abogados dictaban a unos políticos (me permitís que me ahorre el partido) todos los cambios que debían introducir en el proyecto de ley. Cuando digo que les dictaban, me refiero al dictado que Faustino Peralta me hacía en sexto de EGB, palabra por palabra.
No me sorprendió mucho que se pasaran por el forro el mandato representativo democrático, algo hasta normal en una sociedad tan marcada por la especialización, pero me llamó la atención el poder que el lobby ejercía sobre los representantes políticos y que se hiciera en un hotel de lujo, con el sigilo de quien comete una tropelía. Que nadie lo supiera, ni fuera un acto oficial. Desde aquel día, creí sin reserva eso de que la política fiscal de este país se diseña en los despachos que comandaba Antonio Garrigues.
Esta semana, la imagen de 5000 abogados de todo el mundo en una recepción, agasajados por el Rey y rodeados de los políticos teóricamente más poderosos, embajadores, diplomáticos..., conspirando al unísono, me recordó que esa discreta mano sigue meciendo la cuna. Esa recepción pertenecía a la conferencia anual de la Asociación Internacional de Abogados, la IBA, que se celebra en Madrid. Entre centenares (no es broma) de actos que incluyen cenas para 1.800 invitados en el césped y los vestuarios del Bernabéu, representaciones de Sara Baras en el Teatro Real, fiestas en el Círculo de Bellas Artes, en el Museo Thyseen, se mueven los hilos de muchos intereses privados y, sobre todo, públicos. Al buscar en los periódicos, de nuevo son esquivos, parecen no existir y así se aseguran el cobijo del anonimato, de la ignorancia, y las prebendas de la información privilegiada.
Cuentan que cuando Henry Ford estuvo en Valencia a inaugurar una fábrica en 1941, le presentaron a Antonio Garrigues Walker. Sorprendido, le dijo "¿ Garrigues? Había oído hablar constantemente de Garrigues en Estados Unidos. Pero pensaba que era usted un impuesto".
A estas alturas, dudo que le faltara razón al Sr. Ford. Y lo peor (o lo mejor) es que no vamos a enterarnos.

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