viernes, 27 de febrero de 2009

El tren de ida y vuelta

Es imposible no admitir que el DeLorean- 12 es un coche con el que cualquiera podría viajar en el tiempo. Esta monada es el coche que usaron Marty McFly (Michael J Fox) y el doctor Emmet Brown (conocido como Doc) para viajar de regreso al futuro en una máquina del tiempo. Con las puertas estilo ala de gaviota abiertas en medio de la plaza del pueblo, enchufaban el coche a un reloj y aprovechaban un rayo para desdoblar el tiempo y pasar igual al año 2015 donde los patinetes funcionan a través de campos magnéticos, que al auténtico Lejano Oeste, en 1885.
Sin embargo, a mí me resultaría mucho más entrañable, e incluso mucho más creíble, que la máquina del tiempo sea un tren. No digo un tren de Renfe, que son un horror, siempre impuntuales y más caros que el plutonio usado como combustible en Regreso al Futuro. Me refiero a un tren cualquiera, sin marca.
Puede ser uno de esos trenes modernos que huelen a nuevo, esas anguilas eléctricas de blanco nuclear, con el frontal de un pato, apertura de puerta sicodélica (aunque en este punto el DeLorean es insuperable), y azafatas con gorrito futurista y guantes de cuero. Fácilmente también podrá ser un tren antiguo, de los que pesan miles de toneladas y de hierro dulce, escupen humo como tosiendo flemas de vapor, camarotes incómodos y paradas en Cazalla con viajeros que se bajan al andén a echar una copita del anís del mismo nombre.
Un viaje en el tiempo era el Tren Estrella, un casino setentero que cruzaba del estrecho a la capital atravesando de noche la frontera que separa África de Andalucía, de La Mancha y todas éstas de Madrid. El tren se para en las estaciones con las paredes encaladas y tejados de eso, de tejas. Desde luego, aquel expreso del Magreb que ya no se pasea por toda España se habría sentido muy incómodo soltando y recogiendo gente en una estación chic como la nueva de Antequera, con un chorro de tubos de aluminio sosteniendo techos mucho más altos de lo necesario.
Esos trenes que te dejaban en Atocha, la selvática estación sur de Madrid. Un lugar en que, desde el principio, te anuncia la entrada a una dimensión diferente, al tiempo raro, más bien antiguo, de cuando los hombres sólo luchaban por sobrevivir y no habían suscrito ningún contrato social.
Viajes en el tiempo al descender del tren, que pueden tener lugar incluso en el propio vagón. Esto es lo que pasa en El Chopin, un tren con nombre de músico, donde lo moderno está proscrito hasta el punto de resultar frustrante no poder cambiar los auriculares por un chaqué, un sombrero y una novia con corsé. Este tren sale de Milán, capital moderna donde la moda es un mandamiento y, como en un viaje en el tiempo, te arroja a una Praga demasiado austera a veces, con una antigüedad, propia de una ciudad de primavera y terciopelo.
Viajaba esta semana en un tren con vagón cafetería, de regreso de un juicio en Tudela. En medio de las Bárdenas Reales, un agreste desierto mitad maño mitad navarro, mi tren pasó sin detenerse por Grisén, un pequeño pueblo. Era carnaval y una cohorte de madres llevaban a sus niños disfrazados, probablemente, a la fiesta del colegio. Caminaban por el centro de la carretera, los niños corrían y a nadie le preocupaba. Desde mi vagón, viajé hasta los tiempos del carnaval y los molletes del día de Andalucía en el Juan de la Rosa. Mi maletín se volvió mochila y, mis documentos, bocadillos. Ahora estaba en el tren de las 7:30, con el bueno de Donfran. Nos íbamos como tantas veces a Jimera y, por las mismas calles solitarias, anchas y sin coches, corríamos hacia Las Buitreras.
Ya de noche volvíamos a Ronda -a casa-. Cansado, de noche y a casa. Una sensación que aún se repite, cada vez que vuelvo con muchos más años, en un tren (o una máquina del tiempo) que me devuelve al origen.

martes, 10 de febrero de 2009

De ilusión, enanos y romanos

Cada mañana del frío invierno de Madrid de la II República, Manolito iba a buscar a Antonia a la puerta de la casa familiar. Bajaba del tranvía y, con la timidez que tenía la gente de antes y ya no hay, hacía sonar el timbre de la puerta para avisar a la muchacha que le gustaba. Antoñita, que así se llama, jamás salía, como mucho se asomaba al balcón, pero Manolito volvía cada día durante todo un frío invierno. El muy puñetero, mantuvo la ilusión pese a los continuos desplantes. De repente, Manolito dejó de aparecer. Parecía que alguien hubiera tirado de él y, como un muñeco de hilo, se hubiera deshecho de repente. En cierto modo, Antoñita ya tenía el gusanillo por aquél muchacho flaco dentro del cuerpo, y mantuvo la ilusión por el chico que "le hablaba". A las pocas semanas, más delgado aún, Manolito regresó. Había enfermado por el frío de los paseos hasta la puerta de Antoñita y llevaba días encamado. Desde entonces ya no se separaron. Pasaron la guerra juntos y fueron felices.
Hace años que Manuel murió. Hoy Antoñita, viuda, regenta una librería, llamada Manolito, como su difunto. Una forma de seguir con él y conservar la ilusión por la vida. Sentados a una mesa en su librería, que está justo debajo de mi casa, aún me cuenta las historias de la pulmonía que agarró, y que casi se lo lleva antes de tiempo, su príncipe azul del cuento.
Salido de otro cuento tengo yo un amigo apresado por un millón de liliputienses, enanos mentales, que lo han atado al suelo en un momento de descuido. Cual Gulliver, lo atan un millón de pequeños hilos que no le dejan reaccionar. Hilos de hipoteca, hilos de la letra del coche, del trabajo gris, hilos. Algunos días te dirige una mirada con la que parece exigirte una explicación de por qué aquellas ataduras, que son tan nimias, le impiden ser él mismo. Porque su personaje, también de cuento es, verdaderamente, un druida. La delgadez le señala unos pómulos prominentes que anuncian que no van a dejar de marcarse hasta la vejez, tiene la barba rala y la nariz grande, como inquisitiva, unos centímetros por delante de lo cotidiano. El cuerpo lo tiene flaco, pero con garbo. Se diría que podría pasar por sacerdote. Pensad en Panoramix, el druida de Asterix. Porque esto es, en realidad, mi amigo. Un tipo que coge pedazos de la realidad y la deconstruye. Hace nacer comentarios inverosímiles de objetos inertes que, por arte de prosopopeya, se agitan con la misma vida que las escobas de Fantasía, aquella película en que Mickey Morse se vuelve mago Merlín.
Tiene la capacidad de verter porciones de cosas normales en su marmita que no existe y de ahí destila una pócima mágica que siempre sabe bien pero que es distinta cada vez. Es la pócima que nos regala a sus amigos (si el es el gruida nosotros, por coherencia, los galos). Todos la guardamos en el bolsillo, en forma de carcajada, y sólo la usamos si nos viene un romano a jodernos el día (ya sabéis que los dichosos romanos, en estos tiempos truculentos que corren, se nos presentan con cualquier apariencia, y tu jefe mismo, sin sandalias ni espada, puede ser el más temible centurión).
Definitivamente, mi amigo es un personaje salido de una viñeta de Goscigny, de una estantería de la librería Manolito, que se encuentra en problemas y cree haber perdido la ilusión. Algo que nos puede ocurrir a cualquiera y, de hecho, nos pasa a todos.
Pero no es cierto. La ilusión puede hacerse pequeñita, parecer insignificante, pero nunca se va del todo. La chispita que queda siempre puede reinventarse y romper todos los hilos con que los enanos mentales nos amarran al suelo.
Hay que agarrarse a esa chispa. A nuestros amigos, que no son druidas, pero casi hacen magia. A una anciana amiga que regenta una librería. A lo que se nos ocurra pero, ¡Por Tutatis, que no nos venzan los romanos!

sábado, 7 de febrero de 2009

La gran vía

Para mi no es habitual escribir el artículo en domingo. Normalmente doy tantas vueltas a los temas sobre los que querría escribir que se me acaba echando encima el jueves por la noche con un folio en blanco sobre la mesa, ansioso por que alguien lo rellene. La semana que se cierra sin embargo ha sido demasiado normal, tan rutinaria, que no podía pasar inadvertida. Paradójico, como cuando un silencio sepulcral te despierta de la siesta. La rutina, como el aburrimiento, tienen mucho peligro. Sobre todo porque hacen que tomemos por normales cosas que no lo son.
Como tantas veces, organizamos una cena en un japonés. Abogados, asesores financieros, gerentes de riesgo de banca, los de siempre. Nuestra biografía semanal calcada nos consuela de todo lo que nos ha faltado, pero sobre todo, nos consuela de lo que nos sobra: conformismo. Trabajamos duramente de lunes a domingo y salimos de fiesta, quizás demasiado de lo uno y de lo otro, y no solemos dar mucho más. Pero es lo que hacemos todos (por lo visto esto es labrarse un futuro) y, sa se sabe, mal de muchos, consuelo. Y punto.
En el japonés, además del teri maki había algo más de nuevo. Carlos e Isa, una pareja de amigos de la infancia nos visitan desde Ronda. Con los palillos en la mano y muchas horas después, nos reimos y el frío horroroso de Madrid no nos importa. Volvemos en el metro a casa, bien entrada la mañana. Aprovechamos para desayunar algo y nos echamos a dormir un rato, que por la mañana toca ruta turística por Madrid.
En una ruta por tu ciudad -esto es algo que siempre me pasa en Ronda con los amigos de fuera-, yo creo que quienes más disfrutan del paseo son los anfitriones, los que muestran sus rincones, mucho más que los turistas despistados que siguen al guía con sus cámaras de fotos en las manos. Ofreces a los amigos partes del Madrid (bueno, o de la ciudad que sea) que significan algo para tí y, mientras tanto, tú los recuperas y vuelves a vivir, como si fueran nuevos, cada uno de los momentos por los que una plaza, una calle o un bar son especiales. Les hablas del origen de la Gran Vía madrileña, cómo fue el proyecto de unos pocos enamorados de París, que querían hacer en Madrid una calle llena de escaparates, a la imagen de la Rue de la Paix de París o de los Campos Elíseos. O que le pusieron calle de la CNT en los meses anteriores a la Guerra Civil. Hablas como lo hacía Cortázar de la Calle del Sena y del Bulevar de Saint Michel.
Los amigos miran con interés y sonríen complacidos. La vida para ambos ha cambiado mucho desde que jugábamos juntos al fútbol quince años atrás.
Hacen preguntas también de cómo nos desenvolvemos por aquí, el metro, los atascos, el ruido y parecen atónitos. Curiosamente, les fascina la vida coñazo que ellos encuentran emocionante y divertida. Creo que eso hace a nuestra vía todavía más ridícula, porque ves que en el fondo es pura apariencia, bisutería que brilla la tarde en que la compras y poco más.
Luego los amigos se vuelven en el coche a casa. Los de la "vida divertida" volvemos a estar recluidos en casa, con resaca y trabajo acumulado. Evidentemente las camisas no se planchan solas y los periódicos que has dejado de leer siguen esperando en el buzón. Nos llamamos los unos a los otros, medio de cachondeo. No hay ganas de trabajar, ya habrá tiempo. Ni siquiera esto hace que la semana que va a comenzar sea cuesta arriba, sino una calma, peligrosa y llana rutina. Estresada, eso sí, pero rutina a fin de cuentas.
El fantasma de si seremos capaces de dar un cambio radical de vida nunca deja de planear sobre nuestras cabezas, pero parece hacerlo más de cerca cuando viene un amigo de Ronda a poner de manifiesto lo absurdo de lo que sólo es apariencia.
Tarde del domingo. A cada uno nos da por una cosa. Juan quiere ser profesor de instituto en Albacete, Enrique irse de Madrid y Javier sólo se enfada, se enfada todo el tiempo y se va a casa a ver una peli. Yo me pongo a escribir este artículo. Cada loco con su tema.