viernes, 24 de abril de 2009

Estos inventos modernos

Conocer a una persona de otro país es como jugar a dar vueltas hasta marearse, siempre terminas un poco aturdido. Te habla de sus costumbres y resulta que comen a las doce de la mañana y cenan a las cinco de la tarde, cuando a nosotros a esa hora somos perfectamente capaces de estar aún pidiendo los segundos.
Claro que todo depende del cristal con que se mire, porque nosotros tenemos todas las papeletas para aparecer ante sus ojos como auténticos perros verdes. No creo que se me olvide el momento en el que una buena amiga francesa de Languedoc hacía fotos sin parar a la vitrina de una cafetería cualquiera del Paseo del Prado. Estaba absolutamente atónita de ver a un señor con la poca vergüenza de desayunarse un cruasán relleno de jamón serrano y tomate natural. Y eso porque a la buena francesa no le dio por meter la nariz en el carajillo que señor usaba como bajante del cruasán.
Esto no deja de ser normal, aunque resulte curioso lo diferentes que podemos llegar a ser de nuestros vecinos más cercanos, que compran las mismas camisetas del Zara, con la misma moneda común.
Otras veces, la cosa no es sólo cuestión de distancias. Suele pasar que los españoles viajamos por ahí con la constante sensación de ser trogloditas que, garrota en mano, descubrimos un mundo futurista y perfecto. En Austria, el único impedimento para colarse en el metro es una línea pintada en el suelo que no puedes pasar sin adquirir el preceptivo billete. Yo tengo mi propia teoría de que el gobierno español subvenciona el transporte público a todos los españoles que viajan por ahí. La única mesa de un restaurante en Suiza en la que los comensales carcajean y gritan como si se fueran a matar… míralos, españoles. Que alguien se acuerda de la madre de los de las bicicletitas y el dichoso timbre, sin darse cuenta de que está caminando por el carril bici -y ya ves tú lo que le importa-. Español.
Sobre bicicletas y Madrid hablaba hace algunos días con una amiga holandesa que vive por aquí desde hace años, cansada de la sociedad de los tulipanes impecables en la que el camión de la basura pasa una vez cada 15 días, en las que te obligan a estar prácticamente en silencio en los restaurantes, mientras el de la mesa de al lado tiene a su perro con el hocico encima de la mesa. Ahora bien, el perro está calladito.
Porque estas son las contradicciones de los europeos modernos. En Holanda, un país a la cabeza del feminismo de cuarta ola - también llamado ciberfeminismo- se ha generalizado en las empresas la celebración de cursos de larga duración (superior a un año). Cuando me enteré que en la oficina neerlandesa de mi despacho ya están proyectados estos cursos quise apuntarme sin dudarlo. Esta sociedad no puede continuar ni un minuto más padeciendo la miopía de prescindir de la mitad de la inteligencia de este mundo. Estos cursos tienen que ayudar al hombre a vencer la inseguridad que le lleva en muchos casos a pensar que el Ser y la Nada son menos desde que existe el Segundo Sexo. Aprendamos a ser dirigidos por mujeres y que nadie les induzca el miedo a dirigir.
Pero no, para mi desilusión, este curso es sólo para mujeres. Y no se enseña al mundo que la mujer que dirige como tal no es sino una fuente de nuevas ideas, de nuevas formas y regeneración, sino que hacen a ésta que mande como un hombre. Eso es, como auténticos hombres. Creer en la necesidad de una mujer ejerciendo su dirección en género masculino, no es más que afirmar la inferioridad de lo femenino.
Si Beauvoir hubiera conocido esta tipología, seguro que habría incluido a la mujer-directivo en el libro que sirvió para ridiculizar la idea de inferioridad de la mujer. Pero hace 60 años de eso.
Pues mira, aprovechando el 60 aniversario del nacimiento de El Segundo Sexo, alguien tendría que erradicar esos cursos, en honor a la mujer, precisamente.

No hay comentarios: