viernes, 26 de febrero de 2010

Que viva Zapata

En cualquier lugar de Chiapas puede emerger, de repente, un muro en el que se lea "la Tierra, para el que la trabaja". Lo dijo Zapata y lo repiten con angustia los zapatistas.
Emiliano Zapata, el general revolucionario de los Ejércitos del Sur, que firmó hace 100 años en Ayala el manifiesto de la Revolución Mexicana y que luchó de la mano de Pancho Villa para que "los mejicanos, que no eran dueños ni del terreno que pisaban, obtuvieran fundos legales de sembradura o labor".
Lo asesinaron, como a tantos otros, para eliminar un espíritu contagioso. Que fuera Venustiano Carranza, presidente mejicano, quien ordenó su muerte, no es tan importante. Carranza era un agente secundario, fungible, intrascendente para un ideal demasiado alto que no podía destruir.
Raul Castro es otro de esos personajes patéticos. Mínimo, vil, repatingado tres peldaños por encima de lo que merece en la vida, cuando no más. Los ojos pequeños, escondidos tras unas gafas de gran aumento, apenas permiten distingur sus dilatadas pupilas. Se le ve caminar con movimientos pesados hacia un atril y agarrar un micrófono. Es tan pequeño que no se le ve, le queda demasiado alto. Un atril concebido seguramente para el tamaño de su hermano Fidel.
Busca ocupar un lugar en la historia que le supera. Como Carranza, y por segunda vez, Raul ha querido eliminar a Zapata, volver a mutilar cualquier anhelo de justicia, llámala como quieras. Igual que Carranza, igual de inútil.
Esta vez es otro Zapata, Orlando Zapata, quien ha sido muerto en una emboscada urdida por el politburó cubano. O quizá Zapata no sea tan otro. A lo mejor son el mismo, o casi. Ninguno de los dos era más que albañil, campesino de familia famélica, cansado de vivir en la miseria.
Orlando Zapata sólo equivocó el lugar y el momento. Lo apresaron en 2003, cuando 75 intelectuales fueron también detenidos, acusados de conspirar contra la revolución cubana y condenados a penas de hasta 28 años de cárcel, tras juicios sumarios y sin defensa. Había ingenieros, profesores, periodistas... pero Zapata, no.
Zapata no era más que un albañil desubicado. Le cayeron unos pocos años, básicamente para que aprendiera qué compañías no debía frecuentar. La cárcel lo devolvería al redil. Como no fue así, su condena se multiplicó. El gobierno cubano se encargó de que jamás recobrara la libertad.
Hasta que un día cualquiera Zapata ya no comió, por si alguien escuchaba su voz de protesta. Ochenta días después, lo llevaron a un hospital para reclusos en Camagüey, a sabiendas de que ya era demasiado tarde. Los mediocres, prescindibles, dictadores cubanos lo condenaron a muerte. Verdugos mediocres, pero verdugos.
Todo esto lo sabe Raul mientras escala al atril. Aún así, es capaz de levantar el dedo y acusar al gobierno de Estados Unidos de la muerte de Zapata. Para él es fácil, todavía recuerda cómo ordenó a su piloto personal que, en un avión Sea Fury hecho en Inglaterra, asesinara a Camilo Cienfuegos, el 23 de octubre de 1959. Frente a aquello, esto no es nada. La coincidencia le hace sonreir, las dos muertes tuvieron lugar en Camagüey.
Raul habla. Cuando termina su alocución, plagada de referencias manidas al bloqueo de Estados Unidos, se gira buscando la aprobación del Luiz Inacio Lula, el camaleónico presidente brasileño, de visita en la isla. Al General Raul le brilla el bigotillo fascista. Cree que ha cumplido su misión de cercenar un anhelo de libertad.
En el fondo, es cierto que la cumple, pero su misión es otra: si el estómago de 85 días de hambre de Zapata no fue caja de resonancia suficiente para atraer la atención del mundo, el triste Raul hará que, en el vacío del ataúd, retumben las ondas de su protesta, se extiendan a todo el mundo y no callen jamás.
Raul murió a Zapata de rodillas y, ahora, el Albañil vivirá de pie, como un General. Ya, para siempre, el corrido del General Zapata, el mejicano, será también el de Zapata, el cubano: "De la alta aristocracia fue bandido / yo ignoro su criminalidad / Lúcido, a su panteón un ángel ha venido / y lee un libro, entusiasta / Tierra para todos, y Libertad".

domingo, 21 de febrero de 2010

"Mecer" es un peruanismo que quiere decir mantener largo tiempo a una persona en la indefinición y en el engaño, pero no de una manera cruda o burda, sino amable y hasta afectuosa, adormeciéndola, sumiéndola en una vaga confusión, dorándole la píldora, contándole el cuento, mareándola y aturdiéndola de tal manera que se crea que sí, aunque sea no, de manera que por cansancio termine por abandonar y desistir de lo que reclama o pretende conseguir. La víctima, si ha sido mecida con talento, pese a darse cuenta de que le han metido el dedo a la boca, no se enoja, termina por resignarse a su derrota y queda hasta contenta, reconociendo y admirando incluso el buen trabajo que han hecho con ella.
Detrás del meceo hay informalidad y una tabla de valores trastocada. Pero, también, una filosofía frívola, que considera la vida como una representación en la que la verdad y la mentira son relativas y canjeables, en función, no de la correspondencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre las palabras y las cosas, sino de la capacidad de persuasión del que mece frente a quien es "mecido".. Pero ésa es una consideración mezquinamente pragmática del arte de mecer. La generosa y artística es que, gracias al meceo, la vida es pura diversión, farsa, astracanada, juego, mojiganga.

Extracto de "El Arte de Mecer", Mario Vargas-Llosa, El País, Domingo 21 de febrero de 2010

jueves, 18 de febrero de 2010

Los indígenas, los buenos, los malos


Que todo depende del cristal con que se mira, es una obviedad. Lo que no es habitual, en encontrarse de frente con una situación tan confusa que, por mucho cristal que se use, no hay manera de ver qué hay detrás. Eso nos ocurre a la conciencia de muchos de los cooperantes que, aquí en Méjico, hemos dejado atrás parte de nuestra vida para trabajar por el respeto de los derechos humanos sobre el papel de los indígenas en esta sociedad.
He oido hablar mucho, casi siempre a gente de posición algo distante, sobre la actitud altanera de los indígenas. Después de un pasado de opresión, tras el levantamiento zapatista les acusan de haber cobrado un complejo de superioridad que excede con mucho la conciencia de clase. Lejos de reivindicar el respeto de sus comunidades, les acusan de haber formado organizaciones seudo mafiosas que chantajean igual a gobierno, vecinos y turistas.
Parece una generalización interesada y simplista. Identifican zapatismo e indigenismo y, al final, no se sabe quiénes son buenos, quienes malos, ni regulares. Omiten que, entre los indígenas, no todos son zapatistas. Hay otros grupos activamente implicados, como los campesinos Priistas (afines al partido PRI),que instigan a los zapatistas y observadores internacionales, quizá amparados en el respeto conseguido por los zapatistas en su lucha durante los últimos 15 años. O quizás no.
El caso es que esta pasada semana, tuve que trasponerme dos días hasta Ocosingo, una de las ciudades en la periferia de la Sierra Norte de Chiapas y en el corazón de la lucha indígena. Allí se libró la batalla más importante en el levantamiento zapatista en 1994.
La carretera hasta Ocosingo serpentea por las laderas boscosas de la montaña, entre curvas vertiginosas, que ríete tú de la Carretera de San Pedro. Son más de dos horas de trayecto en unas camionetitas que prácticamente sobrevuelan el firme (llamar a aquello firme es una licencia poética), repletas de gente, a cada cual con un equipaje más aparatoso, en las que el cinturón de seguridad suena a nombre de galaxia lejana. Llena de indígenas y en un entorno propicio para una emboscada. O para un asalto.
En el viaje de vuelta, nuestro camión fue detenido al paso por el pueblo de Oxchuc. Nos precedían varios entenares de coches atascados detrás de un retén que yo no alcanzaba a ver. Las horas pasaban sin movimiento. Salí de mi camioneta, pero algunos miembros del piquete me cortaban el paso hasta el meollo. Después de un rato, la delegación oficial se acercó hasta nosotros. Quise hacer varias preguntas, pero todas se las trasladaban a un hombre muy mayor, que permanecía en segundo plano. Tenía mucho pelo blanco, los ojos copados por espesas cataratas y un lujoso bastón de mando. Lo tenían agarrado entre varios, que pareciera caerse si uno lo soltara. No hablaba español, o no quería hablarlo. No me contestó. Sólo al cabo de un buen rato, nos tocó atravesar el retén, a través de los clásicos neumáticos en llamas. Nos hicieron pagar 50 pesos, como colaboración, a cambio de un detallado pasquín, en el que se criticaba con dureza al alcalde del municipio, un tal Jaime Santiz, al que acusan de dejar morir a su gente de "hambre, de pestilencia y de atención".
A la mañana siguiente, oí duras críticas en la radio contra los indígenas, instigadores del piquete. Unos pocos caciques locales, cuyo único interés está en las jugosas bolsas que obtienen de los resignados conductores. Una revolución quincenal de rateros cuyo peaje gastan en alcohol.
Es cierto que no es la primera crítica encendida y abierta que oigo contra los indígenas. Tan cierto como que jamás he oído hacer un distingo entre ellos. Y pagan justos por pecadores.
Pero ¿quiénes son los justos, y quiénes los pecadores? porque no sé con quién ir.
Como cuando, en la Guerra Civil española, con Madrid a punto de sucumbir al bando franquista, hubo un levantamiento anticomunista dentro de los mismos republicanos, "los Casadistas". Allí nadie sabía ya qué responder en los retenes militares, al punto de que, desconcertados, todos contestaban "¿yo? ¡con los leales!". Ya se vería leales a quién.
Si me hubieran preguntado por la cuestión indígena, después del retén de Oxchuc, "¡Yo, con los leales!", habría dicho, contemplando la realidad detrás de una catarata tan espesa como la del anciano del bastón de mando del retén.

jueves, 11 de febrero de 2010

Mi amigo el Quetzalcoatl


Luis es mi amigo Quetzalcoatl. Un enfermero de abolengo Tzotzil, una de las lenguas mayas del sur de México. En esta lengua heredada de sus abuelos imparte cursos para las mujeres de las comunidades indígenas. Les enseña cuáles son los rasgos más comunes de ciertas enfermedades que en España nos parecen leves, pero que causan muchas muertes en esta zona. Malnutrición, diarrea, vómitos, enfermedades de la piel, bacterias o infecciones.
Quetzalcoatl, según la leyenda, era hijo humano del dios-rey Mixcoatl (el cielo) y de Chimalma (Diosa de la tierra), aunque nadie supo en realidad de dónde venía cuando se estableció en la ciudad de Tula, la gran Tenochtitlán. Se cuenta que su físico era fuerte. Que era alto, rubio y con una gran barba blanca y que, durante su gobierno, enseñó a sus súbditos grandes conocimientos científicos, orfebrería y astrología. Un día, sin embargo, fue engañado por un chamán, que le entregó un cuenco de arcilla que contenía un neutle, una bebida de gusano de maguey fermentado (hoy se conoce como pulque), a través de la cual Quetzalcoatl supuestamente curaría el malestar que sufría.
Quetzalcoatl se lo bebió (una y otra vez), pero no curó mal ninguno. Lo único que consiguió fue una borrachera tremenda, perder el control, y cometer todo tipo de excesos contra el pueblo que tanto lo respetaba. Cuando volvió en sí, abochornado por su actitud y, habiendo traicionado el amor que sentía por su pueblo, partió hacia el Mar de las Turquesas, en el Golfo de México, y se suicidó. De ahí, resurgió convertido en una serpiente emplumada que se alejó en el cielo hasta convertirse en la estrella Venus.
Luis no se parece mucho -físicamente- al este rey. Es pequeñín, no es robusto ni delgado. No tiene el pelo rubio ni una larga barba blanca. Sin embargo, cuando llega a la comunidades indígenas, armado con sus rotuladores, sus pizarras y sus medicamentos traidos de la ciudad para sanar molestas infecciones, la gente reacciona como si tuvieran ante sí a la misma serpiente emplumada.
El otro día, hartos de cerveza - esta vez no era neutle- Luis me confesó que días atrás había sido incapaz de ayudar a una familia que conoció por causalidad en San Juan Chamula, un pueblo Tzotzil cercano. Los dos hijos de la familia sufren de la misma dolencia y no se curarán, sólo porque están en un lugar sucio, con el agua sucia, sin higiene, sin médico para acudir, ni dinero para comprar los medicamentos que éste recetara. Me confesó que los vio y sintió un terrible sentimiento de rechazo, en parte porque él no podía hacer nada para ayudarles. Ante una dolencia trivial, él había fallado a su pueblo, como Quetzalcoatl, y sentía traicionado el trabajo de años en una ONG cómoda, saludable y bien pagada.
El sentimiento de desgarro que esta situación le produce le empuja a dejarlo todo. A marcharse de la ONG en la que trabaja, incapaces de sanar, ni él ni la organización, las miserias de su pueblo. Aunque su decepción actual es comprensible, Luis no reflexiona sobre si realmente hace lo que debe.
Quetzalcoatl, bajo el peso de su conciencia, quiso ahogarse en el Mar de las Turquesas, pero pronto comprendió que su obligación era quedarse junto a su pueblo. Debía emplear sus capacidades divinas de gobierno, pero no podía olvidar que, como humano, también él tenía sus limitaciones, sus propias miserias. Sólo cuando uno acepta que no es infalible puede ayudar a los demás. Lo contrario es la locura.
Por esto, para los mayas, la serpiente emplumada Cuculcan representa la unión de lo divino y lo humano. Un abrigo de majestuosa pluma para volar hasta Venus y un cuerpo de serpiente para arrastrarse por el suelo.
Luis aprenderá que en él también hay un pequeño Quetzalcoatl. Y que, aunque las intenciones sean divinas, muchas veces, no llegamos ni a la altura del suelo.
Pero hay que estar ahí. Dándolo todo, por jodido que suene.

lunes, 8 de febrero de 2010

"Mao era uno de esos viejos terribles que alientan un fanatismo de destrucción que para ellos es una revancha contra su mortalidad"
Larga Vida al Presidente Mao, Muñoz Molina, Babelia

jueves, 4 de febrero de 2010

La increible historia de Antonio y su reloj japonés

Los cafetales están lejos de su comunidad y el camino es bien trabajoso. La distancia se recorre en coche en unos cuarenta minutos. A través de la selva chiapaneca rara vez hay ocasión de poner la segunda marcha. Las curvas son terribles y las pendientes pronunciadas. Cuando Antonio no encuentra quien lo lleve, arquea las cejas y, con la arrugada frente, mira el camino y echa a andar.
Como es uno de los mejores cafetaleros de la zona, todo el mundo le quiere y le respeta. Además, Antonio nunca ha tenido problemas con el alcohol, lo que le distingue de otros hombres de las comunidades cercanas y le confiere cierta autoridad añadida
Quizá porque el hombre está tan a gusto, y porque le sería casi imposible, sólo una vez en su vida ha salido del entorno de su comunidad. Precisamente de esa única vez que salió me hablaba, en su español forzado, aprendido vendiendo grano en el mercado, cuando lo recogimos al pie de los cafetales para llevarlo a su casa en el carro de nuestra Fundación.
Hace algunos años, me contaba, alguien del gobierno le llamó para preguntarle si empleaba algún producto químico para cultivar su café. Él, que no sabía muy bien qué era el gobierno mexicano y no tenía ni idea de qué fuera un producto químico, dijo que no. Esta pregunta no era inocente, en la Secretaría de la Reforma Agraria tenían que enviar a un representante para el congreso de Productores de Café Biológico que se iba a celebrar en Tokio, y a alguien en el departamento le pareció sugerente la idea de mandar a un indígena chiapaneco acompañando a empresarios y productores de café. Por suerte para mí aquella mañana, Antonio fue su hombre.
Lo subieron a un autobús que lo llevó al enorme aeropuerto de la Ciudad de México y se embarcó, con escala en Dallas, rumbo a la ciudad más poblada y alocada del mundo. La capital de los luminosos, los Karaokes, el Manga y los rascacielos. Y, desde aquel momento, la primera ciudad que Antonio pisaba en su vida.
Yo le preguntaba impaciente. Según me dijo, lo llevaron a dormir a uno de esos pequeños hoteles-colmena que parecen tan habituales en aquellos países. Una pequeña cama, similar a un nicho, sin puertas ni ventanas, con una televisión y Play Station en su interior.
El Congreso del Café Gourmet de Tokio se celebró en un imponente recinto.
Pero ni el claustrofóbico hotel, ni el majestuoso y alocado entorno del Congreso, ni las luces, las azafatas japonesas, los coches, el ruido, ni la contaminación causaron la mínima impresión en Antonio.
Sólo una cosa le turbaba y no alcanzaba a comprender: El trascurso del tiempo. Cómo después de 19 horas dentro de la cabina de un avión pudo viajar en el tiempo y aterrizar cuando aún era de día, sin que hubiera pasado el tiempo. ¿Dónde se habían metido las horas?¿Qué había pasado dentro de aquella especie de camioneta que se elevó en el cielo para que él hubiera regresado al pasado?
Este viaje le abrió miles de puertas que nadie conseguía volverle a cerrar. Si el tiempo se podía controlar, él podría regresar a platicar con su madre, abrazar a sus hermanos, que se fueron a Acapulco a servir de meseros y de los que jamás volvió a saber.
Un cansancio tremendo le entumecía todo el cuerpo - el jet lag-, pero para Antonio ése no era un dolor presente, sino un dolor futuro que el padecía en su visita inesperada al pasado. Yo le intenté explicar la historia de los husos horarios, pero ni el cambio de hora ni la redondez de la tierra hicieron mella en su argumento. Por cómo me miraba, deduje que yo no era el primero en contarle aquella tontería de la tierra redonda.
Por lo visto, Antonio quiso capturar por sí mismo esa inconsistencia del sistema temporal y corrió a comprar un enorme reloj blanco de pared marca Casio, que marcaba adecuadamente la hora en la que él se había metido y que dejaba a su Chiapas natal en el pasado.
Yo insistía e insistía en todo lo que se me ocurría -le hablé hasta del porno japonés-, pero no conseguí saber de nada más que le hubiera impresionado. Sólo una cosa más: los granos de café. Disfrutó los días del encuentro examinando a conciencia -reloj Casio bajo el brazo- todas las increíbles formas, texturas, sabores y cualidades de los granos de café, traídos de todas las partes del mundo y, según él, de otros tiempos, pasados y futuros. Todos eran imposibles de obtener con el clima de los Altos de Chiapas, el único clima que él conocía.
Hasta su regreso, siguió obnubilado por su control sobre el tiempo, que tan inexcrutable parecía. Siguió examinando las pequeñas semillas de café en sus manos, fascinado de sus propiedades. Y mientras, caminaba indiferente por calles pobladas de rascacielos intrascendentes y postes de neón sin significado, hombres y mujeres de una raza y una cultura extrañas, hacia un hotel formado de nichos donde lo encasillaban como a una abeja en un panal.
El salón de su casa sigue hoy coronado por su reloj Casio de pared, que marca la hora de Japón. En cierto modo, sigue luchando porque sabe que nadie, ni el todo poderoso tiempo, es invencible y que el universo cabe, en unos granos de café.