martes, 27 de octubre de 2009

Hace dos años, un filósofo francés se suicidó junto a su mujer. Los dos tenían ochentaytantos. Ella estaba muy enferma y ya no era consciente de lo que le pasaba, aún así, esto fue lo penúltimo que le escribió Gorz a su esposa (lo último fue una nota pidiendo que llamaran a la policía, que ellos ya no iban a poder)...

"Acabas de tener 82 años, has perdido 6 centímetros y no pesas más que 45 kilos, pero sigues teniendo la misma belleza, y yo te quiero más que nunca. El insoportable vacío de no ser una sola cosa contigo, sólo lo calma el calor de tu cuerpo contra el mío... Por lo que si contra toda evidencia existiera otra vida, querríamos también vivirla juntos"

jueves, 22 de octubre de 2009

se giró y sonreía...
eso lo vi yo.
qué pasó luego,
una vida, un romance, un guiño, sus mejillas enrojecieron
encendidas por la pasión, un beso, una caricia, un tiento nervioso,
te esperé tanto, asida a la solapa de mi americana recostó tranquila
su cabeza sobre mis hombros
y allí permaneció, posada sin pertenecer, como una mariposa,
que parece que nunca se fuera a mover hasta que se va.

No. Bajó la cabeza y siguó escribiendo, a modo de adiós.

Sábado por la tarde en el Retiro

Iba camino del Parque del Retiro a hacer un poco de ejercicio cuando me detuve en un paso de peatones. Para mi desgracia, detrás mía, un señor daba gritos con la inestimable ayuda de un megáfono que llevaba en una mano. En la otra mano, una decena de niños le seguían obedientemente.
Yo había escogido la tarde del sábado porque no suele haber nadie en el Parque del Retiro, que se queda medio desierto, después de una noche de viernes agitada, necesitaba algo de deporte para despejarme. porque. Algunas parejas que se besan en el césped, gente con chiquillos pequeños por los paseos centrales y ninguna señal de los pesadísimos domingueros que, paquete de pipas en mano, hacen intransitable el parque los días de fiesta.
El tío del megáfono, dando gritos y lanzando consignas, me fastidió considerablemente, pero eso no era nada comparado con lo que estaba por venir. De repente me vi engullido por miles - digo bien, miles- de familias con tres, cuatro, cinco hijos, muchos chavales de 15 ó 20 años (todos con una estética muy similar), muchas religiosas y numerosos ancianos.
Estaba participando, sin querer, en la manifestación contra el aborto que se celebró en la Puerta de Alcalá el pasado sábado. Fue tanta la impresión que me causó que ya no podía escribir sobre otra cosa, aún cuando en la semana por venir se iban a presentar los Presupuestos Generales del Estado en 2010.
Antes de la manifestación, me gustaría hablar del hecho que la motivó, la aprobación de una ley de de Salud Sexual y Reproductiva. Ley el proyecto hace tiempo y no estoy de acuerdo con su contenido. Para empezar, porque primero miente en su exposición de motivos, tergiversando acuerdos internacionales para que digan lo que no dicen y tratando el aborto como si fuera un ejercicio de higiene. Segundo, porque afirma que la ley debe secundar la evolución de la sociedad y que la sociedad española ha exige con fervor un cambio de legislación abortiva. Sobre estas dos hipótesis falaces construye su articulado, que está viciado desde su origen. Sólo por esto, creo que ese proyecto se debe retirar.
Que yo opine esto no significa que estuviera cómodo ni de acuerdo con la manifestación. Lo que os cuento, como dijo un soldado español en sus memorias sobre la batalla de Rocroi es "lo que vi y cómo lo vi. No digo que sea la verdad". Hubo dos hechos que me indignaron: el uso de los niños a quienes dicen defender estas familias y la apropiación de la bandera de España.
En toda la Calle de Alcalá había una mayoría considerable de niños pequeños. Todos con ropa de los domingos. Animosos y convencidos los más chiquitines gritaban proclamas contra el aborto -¡ese asesinato!- animados por sus padres. Me parece mal y triste. Y lo digo. Un adulto puede manifestarse por lo que quiera, pero meter ahí a un niño es otra cosa. ¿Qué tipo de respeto a la infancia, con el que tanto se les llena la boca, es ése? ¿Qué libertad de conciencia puede tener un niño a quien se mete en una manifestación de este tipo? ¿qué padres son los que moldean la mente de su hijo metiéndolo en un sitio así?
Y luego la bandera de España. Por todas partes. ¿Qué pinta una bandera de España en esta manifestación? ¿qué tiene que ver con la patria bien entendida con la interrupción del embarazo?
De allí sólo se oían proclamas para la prohibición del aborto, "hasta que no se practicara ni uno", gritaban. Obviaban que el Código Penal establece tres supuestos que nadie con dignidad puede chistar: la vida de la embarazada, su salud y la del feto y que el embarazo tuviera su origen en una violación.
Pero me daba la impresión de en esa manifestación no conocían el Código Penal, ni el texto de la ley nueva, no les importaba y, sin embargo, estaban allí gritando. Con sus niños pequeños y sus banderas de España. Uno en cada mano, en la puerta del Retiro, un sábado cualquiera.

viernes, 16 de octubre de 2009

unicornios e impotentes

El único privilegio de tener una abuela fanática del Diario Sur no es el ajedrez malagueño con peones cenacheros y las torres como fieles reproducciones del castillo de Gibralfaro. También, hace doce años, el periódico repartió por entregas una colección de obras capitales de la literatura andaluza reciente, que mi abuela coleccionó para mí. Perezoso de empezar La Pasión Turca, cayó en mis manos En Busca del Unicornio, un libro del que me atraían el título, el anonimato de su autor y el Premio Planeta otorgado siete u ocho años antes.
Apasionante, esta historia sobre unos ballesteros españoles enviados por un rey (¿qué rey?) de Castilla aquejado de impotencia a África para que encontraran y le llevaran el cuerno de un unicornio, único remedio a la época para su regia, que no rígida, virilidad. Obviamente, aquellos españoles pasaron las de Caín por el continente africano buscando un bicho que no existe -nada de rafting entre negritos y escenarios con baobabs de cartón piedra, como se hace ahora-. Para colmo, a su regreso, el país que ellos esperaban encontrar es radicalmente distinto al que esperaban, eran unos extraños que habían perdido todo en un viaje hecho por cuenta de otro.
Esta búsqueda errática, dirigida y obligada que se narra en el libro me ha acompañado desde entonces. Unas veces más y otras menos.
El otro día fue más, por ejemplo. Después de currar, quedé con dos amigos del Johnny para cenar en el parking de Plaza de España, lo más parecido a un bucólico Chinatown madrileño hasta la invasión de los mayoristas mandarines en Antón Martín.
Estos amigos no son cualquier cosa. Hace años los enviaron - o se enviaron- a una escuela de ingenieros de telecomunicaciones, una jungla como salida de corazón de las tinieblas de Conrad, con unas asignaturas, profesores y compañeros parecidos a una tribu masai adoradores del dios Linux. Alguien les prometió quizás un trabajo digno si regresaban con el fruto del cuerno del unicornio tras cinco años de sufrimiento universitario. Pero en este caso, tampoco existe el bicho. Como en el libro.
En el camino, ellos han empleado sus vidas, ampliado estudios en Alemania, Rusia, Francia, Taiwán (sí, todo esto es cierto) pero, al regresar al reino, como en el libro, se han dado de bruces contra una realidad que dista mucho de la que ellos esperaban.
Un país en el que unos ingenieros trilingües repasan meticulosamente las ofertas de la bolsa de trabajo de sus facultades en busca de una oportunidad para ser becarios por la que, con suerte, les paguen seiscientos euros. Una realidad en la que el mito del mileurista ha pasado a convertirse poco menos que en un quimérico tótem imposible de alcanzar.
Pero no sólo no hay trabajo. Movidos por el prurito de no quedarse cruzados de brazos ni un minuto, alumbran decenas de proyectos empresariales cada día. Ideas que, sin ser el logaritmo de Google que les haga millonarios, sí les podrían suponer sólidos puntos de partida para construirse un futuro que, en este chocho país a la deriva, nadie les ayudará a conseguir.
Precisamente esas ideas que los bancos españoles dicen apoyar sin ambages, fisuras, ni avales en los anuncios de la tele. Pero los bancos también les cierran la puerta de la sucursal en las narices, sin préstamo, final feliz, ni empresa que valga.
Y ante esa realidad, mientras apuramos los dumplins en el restaurante chino, se sienten impotentes. Cuando en realidad, como en mi libro, los impotentes no son ellos sino, como en el libro, los monarcas, encarnados en este caso en nuestro miserable presidente del gobierno y la usura de los banqueros.
Así que ahí los tienes, a ellos, que consiguieron el cuerno del unicornio. Ahora lo tienen en sus manos y a ver qué cuernos van a hacer con él.

jueves, 8 de octubre de 2009

Influyentes y discretos

La primera vez que estuve en Canary Wharf aluciné. Estaba por empezar en mi nuevo trabajo en un despacho de abogados y me enviaron a las oficinas centrales en Londres, en Canary Wharf. Este centro de negocios está a las afueras de la ciudad, pese a que Londres parezca no tener fin. Para llegar hasta allí, lo más cómodo es hospedarse al otro lado del Támesis, en Greenwich, donde el observatorio del meridiano cero que todos aprendemos en el colegio. Desde ahí se toma una lanzadera en un bucólico embarcadero junto al amarre del viejo Cutty Sark, rumbo a la otra orilla del río. En las paradas siguientes, cada vez más zombies suben al barco pegados a su blackberry.
El barquito da un giro y, de repente, atraca en un mundo futurista de edificios. En aquel entonces, aún nadie imaginaba la crisis que llegaría años después y las torres bulliciosas se llenaban de sofisticados ejecutivos con tirantes. Al pie del río, miré al cielo en la dirección que me indicaba mi compañera alemana de despacho (que estaba mucho más enterada que yo de a dónde teníamos que ir) y vi que se trataba de la torre más alta de Londres. Algo debe ir mal en el mundo para que el edificio más alto de Londres sea un despacho de abogados. No imaginaba que pudieran permitirse un lujo así; que fueran tan importantes y discretos.
Esta sensación se repitió casi un año después. Esa vez, la ley española de competencia desleal tenía que adaptarse a las exigencias europeas. Mi jefe me pidió que realizara una búsqueda sobre un punto determinado de la ley para una reunión. Tanto me metí en el tema, que me dejaron asistir a aquella reunión en un hotel cerca del Congreso de los Diputados. Una vez allí, cuatro o cinco abogados dictaban a unos políticos (me permitís que me ahorre el partido) todos los cambios que debían introducir en el proyecto de ley. Cuando digo que les dictaban, me refiero al dictado que Faustino Peralta me hacía en sexto de EGB, palabra por palabra.
No me sorprendió mucho que se pasaran por el forro el mandato representativo democrático, algo hasta normal en una sociedad tan marcada por la especialización, pero me llamó la atención el poder que el lobby ejercía sobre los representantes políticos y que se hiciera en un hotel de lujo, con el sigilo de quien comete una tropelía. Que nadie lo supiera, ni fuera un acto oficial. Desde aquel día, creí sin reserva eso de que la política fiscal de este país se diseña en los despachos que comandaba Antonio Garrigues.
Esta semana, la imagen de 5000 abogados de todo el mundo en una recepción, agasajados por el Rey y rodeados de los políticos teóricamente más poderosos, embajadores, diplomáticos..., conspirando al unísono, me recordó que esa discreta mano sigue meciendo la cuna. Esa recepción pertenecía a la conferencia anual de la Asociación Internacional de Abogados, la IBA, que se celebra en Madrid. Entre centenares (no es broma) de actos que incluyen cenas para 1.800 invitados en el césped y los vestuarios del Bernabéu, representaciones de Sara Baras en el Teatro Real, fiestas en el Círculo de Bellas Artes, en el Museo Thyseen, se mueven los hilos de muchos intereses privados y, sobre todo, públicos. Al buscar en los periódicos, de nuevo son esquivos, parecen no existir y así se aseguran el cobijo del anonimato, de la ignorancia, y las prebendas de la información privilegiada.
Cuentan que cuando Henry Ford estuvo en Valencia a inaugurar una fábrica en 1941, le presentaron a Antonio Garrigues Walker. Sorprendido, le dijo "¿ Garrigues? Había oído hablar constantemente de Garrigues en Estados Unidos. Pero pensaba que era usted un impuesto".
A estas alturas, dudo que le faltara razón al Sr. Ford. Y lo peor (o lo mejor) es que no vamos a enterarnos.

lunes, 5 de octubre de 2009

Temí el día en que el gazpacho me interesara más que el sexo.
Yo y sobre todo lo temían mis vecinos.
A las cuatro de la mañana, la batidora hace mucho más ruido que la invitada más fogosa