jueves, 24 de noviembre de 2011

Se nos van las bonitas, las misteriosas, sorprendentes y divertidas intrigas para conquistar. Los capitanes de barco con el gorro de papel, los grandes personajes. Nos va quedando lo cotidiano. El qué haces. El cómo está tu madre. El si está lloviendo o el qué has comido hoy.

Lo cotidiano no es el torrente sigiloso de lo desconocido, no es abrir el sobre de estampitas de la Liga 90/91 para saber si saldrá el cromo que te falta. Pero es que eso, la sorpresa, los fuegos artificiales, el hombre orquesta y la supermodelo de revista; eso no es amar.

Amar es quita los pies de la mesa, que te lo he dicho mil veces. Es donde andas que he llegao a casa y no te he visto y me he preocupao. Es que te he comprado el jengibre porque te gusta o mira que te tengo dicho que la lila sólo se riega una vez por semana.

Para amarse, hay que caerse no del todo bien. Y gastarse un dineral en cromos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Madrid de frío, indiferencia y elecciones


Querido Jordi,
Los últimos días de noviembre son muy fríos en Nueva York. Hasta entonces, uno se atreve a cruzar el puente de Williamsburg camino de Brooklyn con la esperanza de pasar un momento agradable. Al alejarse, los edificios de Manhattan se empequeñecen y convierten en una postal de Woody Allen. Con suerte, algún barco de recogida de basuras navega bajo el puente alumbrando el río con sus luces tenues. Pero en estos días, ya casi acción de gracias, la brisilla marina se vuelve una corriente helada de pequeños cristales insolentes.
En Madrid también está haciendo mucho frío. Pero no es un frío otoñal de esos con el cielo azul que la villa se saca del bolsillo para que la gente pueda dejar el abrigo en casa al pasear por el Retiro. Éste es un frío apático, triste.
Me preguntabas por el ambiente de las elecciones en Madrid y yo no sé de qué elecciones me hablas. Me contabas que, en otros tiempos, Madrid se llenaba de proclamas políticas en los muros de los edificios obreros de los pueblos del cinturón sur cuando llegaban los comicios. Móstoles, Parla, Getafe, pueblos manchegos colonizados por trabajadores austeros, de provincias donde el frío les helaba los huesos y el calor les derretía las costumbres, llegados en busca de un poco de fortuna. En Madrid, esa fortuna se travestía de fábricas, empresarios del opus dei y mucha afición por el pelotazo. Esos trabajadores llenaban los muros con los carteles electorales que a sus anhelos daban voz, eran carteles a gritos. Madrid de felipismo, de Alfonso Guerra, de Nicolás Sartorius y Marcelino Camacho.
Me hablabas en tu carta de un Paseo de la Castellana engalanado con banderas verdes, rojas y azules, enseñas más de reinos rivales y distantes que de partidos políticos, de formas diferentes de entender el futuro de un país y, sobre todo, su pasado.
En cada estación de metro había una señora con un abrigo de lana hasta los tobillos y zapatos de tacón repartiendo pasquines ideológicos. Los entregaba entre los curiosos que se le acercaban y regresaba corriendo hasta su carrito de la compra, donde tenía un arsenal de octavillas. Durante la campaña electoral, su inofensivo carrito de tela para ir al mercado se convertía en un arma política, al servicio de la esperanza de los conservadores, los progresistas, el comunismo o la anarquía.
Me dices que la corrupción se llevó todo eso y llegaron los años en los que la villa sucumbió a una marea ruidosa de timoneles genoveses. Días en los que todo el monte se sembraba de orégano con la ayuda de las grúas del boom inmobiliario. Un país que navegaba sobre armatostes de acero que poco tardaron en hundirse. En hundirse bien hondo.
Cuentas que Madrid la conquistó después un grumete cándido e inexperto que se impuso a los endiosados almirantes de la calle Génova con su ceja arqueada. Corrían vientos de guerra en Iraq cuando un llanto ahogado en lluvia fina nos empapó a todos el corazón. Algo se llevaron aquellos terroristas en los trenes de Atocha y nunca volverá del todo.
Para unos, para otros o para todos, no fueron momentos fáciles. Fanatismo disfrazado de libertad muchas veces. Represión maquillada de orden tantas otras. Pero se luchaba. Estaba claro que se luchaba, ya fuera por el cambio o la permanencia, unos y otras levantaban sus voces en la calle, comentaban en los bares, alardeaban en el fútbol o cuchicheaban en la iglesia. Discutían.

Esta vez no hay elecciones. Yo no he visto nada de eso. Las calles están secuestradas por la deuda externa, el paro y la recesión. Los mercados financieros son campos de dormidera que nos tienen a todos colocados en nuestras casas, maniatados por nuestro miedo y rindiendo genuflexiones a ese dios menor que se ha aupado al Olimpo. El presidente actual del gobierno es un cadáver, un alma en pena. Se resigna a entregar el cetro de mando a su rival de la derecha, quien a su vez teme que le llegue la patata caliente demasiado tarde. El candidato sabe que no es un Rey Arturo ni sus colaboradores son los caballeros de la mesa redonda. Como en la fábula del traje nuevo del emperador, todos saben que al sucesor le están bordando un traje que no existe y saldrá a la calle en pelotas. Aún está por ver si el niño del 15-M alzará la voz para decir al pueblo la desnudez de sus políticos y descubrir para nosotros sus vergüenzas. Pero muy pocos confían.
Aquí no hay elecciones. Hay una misa de réquiem y un otoño frío.

Como casi cada día, hoy vi al alcalde de Madrid que temprano paseaba a su perrita en la plaza de Alonso Martínez. Ella correteaba entre los arbustos con la misma actitud de indiferencia hacia las elecciones que el resto de los transeúntes. Yo miraba a mi alrededor a este Madrid, tan civilizado como indolente ante su destino, y sólo podía recordar aquel otro viejo alcalde madrileño, Enrique Tierno Galván, gritando desde el escenario de un concierto en plena movida madrileña en el cercano Palacio de los Deportes: “¡Rockeros! Quien no se haya colocao, que se coloque… y al loro”. 
Si será por el frío que nos congela, porque todos estamos colocados o porque no lo está nadie, aquí no se sabe de elecciones. Y lo peor de todo, tampoco parece que nos importe.

viernes, 4 de noviembre de 2011

El Viajero


  Sube al tren con un maletín de los que regalan en los congresos de cirujanos. Lleva bajo el brazo una chaqueta estampada que quizá un día, hace años, fuera de su talla.  Hoy ha dado de sí, o él ha encogido, y la anchura excesiva de las hombreras le crea un gran vacío debajo de sus ropas que le hace parecer aún más enclenque, como un monigote. 
Intenta aupar su maletín a los compartimentos que hay sobre los asientos, pero ni su altura ni su avanzada edad lo permiten, así que le ayudo a colocarlo. El maletín está vacío.
En el trayecto, el viajero va ocupando lugares que no le corresponden y en cada parada le hacen levantarse para abandonarlos. La situación siempre es la misma. Alguien se le acerca con un billete en la mano y le pide que compruebe si ése es efectivamente su asiento. Él no niega ni afirma. Sólo mira hacia arriba con unos ojos de pena imposibles de leer, recoge la chaqueta que lleva doblada en su regazo y se levanta. Deambula unos segundos por el vagón y ocupa otro asiento, errabundo como decrépito.  Al poco rato, de nuevo alguien le reclama, y él se desplaza, autómata, para otra parte.
De salto en salto va a parar al asiento de mi derecha. Aunque nos separa el pasillo del vagón, su olor llega hasta mí sin dificultad. Huele mal. Huele a madrugón, brocha de afeitar, espuma Old Spice y aftershave. Se levantó sabiendo que viajaría y se arregló para tener buen aspecto, pero no se había duchado. El afeitado apurado hace que se le vean con nitidez las mejillas tirantes repletas de pequeños capilares de color entre lila y turquesa que le dan un tono rollizo a su aspecto. Para asegurar la tersura de sus mejillas, alguien le debe haber estado haciendo pliegues en la piel del rostro debajo de los ojos, recogiéndola a pellizcos, formando unas grandes bolsas.
No hay forma de ver qué hay en los ojos que se esconden debajo de las grandes bolsas. Los labios los tiene finos y marciales, la nariz quebrada y el mentón prominente y tembloroso. Desde su asiento mira –yo diría con atención- una comedia de amor francesa que nos ponen en las viejas televisiones del tren, mientras su mandíbula no para de estremecerse, de tiritar en un movimiento nervioso que sus manos repiten al compás.
Parece que las manos se las moviera una fuerza extraña. Aunque las deja caer anudadas y lánguidas sobre su vientre, ellas se agitan sin parar como con un vigor del que el resto del cuerpo carece. Son mano flacas y nervudas, pese a que están arrugadas como pasas. No son callosas ni están agrietadas. No da la impresión de que alguna vez fueran el instrumento de trabajo de este señor.
Lleva un chaleco de lana y así sentado parece que ocultara una gran barriga. Es de lana gruesa, azul marino con ribetes rojos, una prenda que no ha pasado de moda porque nunca llegó a estarlo.
Con el trajín del tren, de repente, se entrevén bajo el chaleco unos gruesos tirantes de la bandera de España para tenerse los pantalones. Te cuestionas entonces si su gesto austero y casi ausente, si sus manos nervudas y el crepitar de su mandíbula no son sino los jirones de un marido déspota, un padre de gobierno marcial, un aficionado a las partidas de dominó los fines de semana en algún club social con amigotes.
¿Quién es este señor decrépito y desorientado, que parece se fuera para siempre de algún lugar y no tuviera destino?
Quizá de lo que fue ya sólo queda un buen afeitado, un maletín vacío y unos tirantes con la bandera de España. Te preguntas si no estarás ante una biografía de rectitud que los años se han convertido en una caricatura de lo que él quiso ser.
A todos nos pasará lo mismo, que nos convertiremos en pequeños estribillos de nuestras manías a fuer de repetirlas cada mañana de nuestra vida, reduciéndonos hasta llegar al personaje patético en el que nunca querríamos habernos convertido. No sé.
Llegado el tren al destino en Madrid, alcancé su maletín al anciano, y él me devolvió un gesto que bien pudiera parecer de agradecimiento. “Por fin en casa – me dijo-. Salí esta mañana desde Madrid en el tren para Algeciras. Allí tengo una casa y fui para vaciar el buzón. La gente me lo pone lleno de porquería.” Le pregunté si no hubiera podido quedarse unos días en Algeciras, ahorrarse el cansancio de hacer seis horas en tren, abrir el buzón, y hacer otras seis horas de regreso.
“¿Y qué hago solo allí?” Me espetó con los ojos escondidos tras los pellizcos de piel.
Se puso la chaqueta, acomodó su maletín lleno de publicidad de supermercados de Algeciras bajo el brazo; y se largó a su casa.


jueves, 13 de octubre de 2011

La poquita de agua


Al volcar la olla sobre el pequeño tupper desechable de papel de aluminio, notó que las lentejas le habían quedado un poco secas. “a esto habría que echarle una poquita de agua”, pensó. Se quedarían como una plasta salada, si no.


Continuó rellenando tuppers con cuidado de no quemarse las manos, emparejando cada uno de los letreritos que había escrito en el salón mientras veía el telediario. Algunos de los cartoncitos tenían pequeños garabatos, borrones. Se ve que todavía utilizaba los bolígrafos de propaganda que nadie sabe de dónde salen. Esos que de repente dejan de funcionar a mitad de la frase y te obligan a emborronar con un garabato toda la hoja para que vuelvan a pintar.


Cocido, con su tapadera. Carrillada, su tapadera. Carne en salsa, la suya. No debía ser difícil, todos estaban contados. A cada recipiente le correspondía su contenido. Y a cada contenido, su tapadera.
Apretaba cuidadosamente el borde rizado sobre el cartón, deslizando el pulgar a lo largo de toda la circunferencia para dejar el bote lo más herméticamente cerrado que pudiera. Aunque los iba a congelar, en el largo viaje en tren podía salirse algo de salsa y llenar –quien sabe- alguna ropa nueva que se hubiera comprado en Ronda. A veces, de tanto achuchar, terminaba metiendo el dedo al interior, quemándose –aunque poquita cosa- la yema del dedo índice.


Conforme los guardaba en el congelador, se imaginaba a la niña –o al niño- abriendo uno cualquiera para solventar una comida que no tuvo tiempo de preparar, o una cena tardía de cuando todos los supermercados ya cerraron. Le gustaba imaginárselos sonrientes, acercando la nariz al plato y volviéndose a sentir niños de olores, de uniforme en el cole y cuchara agarrada con el puño que casi no cabe en la boca.
Todos los platos de lentejas llevan su pedacito de morcilla. Del chorizo calculó mal el corte y no le salió para repartir. “Da igual, así cambia de vez en cuando de sabores, que en cuanto se acostumbra aborrece los platos y ya no los quiere”. Desde luego, las lentejas no son para la noche. Con lo pesada que se le hace la digestión, dormirá fatal y al día siguiente llegará cansado a la universidad. Se dice a sí misma que debía habérselo escrito sobre el tupper. Algo así como “lentejas, para comer”. Obviamente las lentejas eran para comérselas, así que tendría que ponerle otra cosa como “sólo para la cena”. Él obedecería, siempre le hacía caso.


Para cenar era mejor la carne en salsa, o las albóndigas. Hacía muchos años, ella misma le ponía unas pocas albóndigas troceadas con patatas fritas por la noche. Siempre rebañaba y rebañaba hasta dejar el plato reluciente; lo llevaba a la cocina y le decía “mirá, pa que no tengas que fregá”.

El niño llegó a buscar los tuppers el domingo a última hora. Sin ningún cuidado, los metió en una bolsa cualquiera y casi los tiró a su mochila antes de salir corriendo. En el viaje todo el vagón olía a cocido y pringá, por su falta de cuidado.


A los pocos días, sucedió que una desconocida paró por su casa quién sabe en busca de qué iba, si la llevó la curiosidad o estaba de paso. Él no tenía mucho –no tenía nada- que darle de comer, hasta que recordó el puñao de recursos que tenía en el congelador. Sacó uno al azar y leyó para sí: “lentejas, echarle una poquita de agua para calentarlas”.


Él sonrió, puso agua. Y las compartió con ella.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La memoria de la plaza


Los edificios se saben de carrerilla la historia de los pueblos que los habitan. La graban en sus rocas a fuer de frío y calores, de temporales, golpes y encalados, hasta que tienen un color y sobre todo un olor que nada más los viejos del lugar pueden entender.
Pero lo que los viejos recuerdan, lo que entienden, no es la historia del edificio, sino la suya propia y la de su pueblo.
De los doscientos años largos de piedra escarbada en las columnas de la plaza de toros, del olor de los tendidos, que huelen a mujer arreglada para la fiesta, loción de afeitado y Tío Pepe derramado, del ruidito del viento al pasearse por las balaustradas y los cuerpos quietos de los asistentes sólo interrumpido por el clarinete, de la sombra del toro sobre el albero, se lee como en un libro la historia de todos nosotros. Pero yo aún no sé leer.
Por eso, más que de toreo, ese arte entre bárbaro y poderoso, entre anacrónico y solemne, entre brutal y heroico, en la Goyesca estuve aprendiendo a tener memoria, mientras escuchaba a mi abuelo como el niño al que leen El Principito por primera vez y sólo es capaz de señalar los dibujos con el dedo.
Llegamos a la Plaza confundidos entre los paganos que desfilan con pasos cortos y expectantes a la entrada; los mismos pasos cortos y satisfechos, cansados, inspirados o indignados de la muchedumbre a la salida. Puerta 1, sol y sombra, allí nos sentaron.
Donde yo no veía más que un torero, no oía más que música y no olía más que el perfume de la esposa de un embajador suramericano que parecía salido de un gobierno de Artemio Cruz, había muchas más cosas. Para empezar, la Historia de mi pueblo, y la fuente de mi memoria, de mis maneras y mis manías.

Al primer toro, Julian López lo mece y educa vestido de Antonio Ordóñez. Gozan los entendidos, apreciamos los demás. Decía vestido de Ordóñez, y yo no lo sabía. Tampoco sabía que Oróñez era la soledad en el ruedo, la altiva lejanía de su cuadrilla. Me lo recita mi abuelo y de memoria recuerda el cartel de la primera goyesca: Cayetano, Girón y Bienvenida. Eso sí, Bienvenida padre. No tengo ni idea de quién sea el hijo, y menos el padre. Con el cambio de tercio me habla de la muerte de Antonio Ordóñez, cuando lo enterraron en chiqueros. De cómo se distinguía a aquellos que fueron a despedirle: la chaquetilla corta y el sombrero de huaso para los hijos de la fiesta, con chamarreta para el frío que baja de la Sierra los demás. Me temo que lo lea en el albero, en las bancas repletas, que se lo cuenten los abanicos que agitan las manos para la calor, y también la calor. Yo no me entero de nada.
Del segundo astado recita de memoria la vestimenta: supongamos que jabonero capirote. Manzanares hijo recibe. Tras una corta suerte con el capote, la primera figura da pases con la muleta que una columna bicentenaria no me deja ver. Rebajo con Tío Pepe y me mira de reojo. Mi abuelo, no el toro. Sonríe y comenta sobre mi gusto por el vino. Como a él – me dice – cuando su padre, mi bisabuelo, le sorprendió, aún imberbe, borracho a la puerta de su casa.
El vino, que pasen cincuenta años, une generaciones distantes por la vía de temor reverencial, mareos, aliento aguardientoso y voz cazallera del jóven insolente plantado ante sus mayores. Esos que un día hicieron lo mismo frente a los suyos. Porque a su padre, ése del que mi abuelo habla, también le gustaba beber Diamante con la tapita de salmonetes de El Cortijillo. Y de alguien se escondía, seguro.
Cuando Cayetano espera al tercer toro, la afición le recibe enardecida. Mi abuelo, cruzado de brazos, se dirige a Juan Harillo, repartiendo su tiempo por igual entre las críticas a la presidencia y los elogios a las damas goyescas. Por entre ellas, trata de buscar a su nieta mayor, fijando en el palco el objetivo de su cámara digital rudimentaria. Como se queda sin batería, me mira y hablamos de política. No de política, de Franco. O lo que él entendía que era Franco. Cuando en el setenticinco se muere el dictador, mi abuelo le preguntó a su padre qué era aquello del comunismo, esas ideas novedosas de las que se empezaba a hablar en la fárica de chacina donde trabajaban. “El comunismo -le contestó- lo que hemos tenido hasta ahora. Un réimen que a los señoritos del Casino los puso a trabajar”. Yo no sé si me creo que lo dijera, pero me gusta la historia. Como me gusta saber las historias de los aparceros, de los tratos buenos, las yeguas tordas, los buenos y malos momentos que pasó en su vida. De sus amigos -de los que fueron y los que son, los que viven y los que no-. La memoria de ver la vida apoyado en una azada, pergeñado con el cuchillo de la matanza y la chaira, a las seis de la mañana. La memoria del tiempo escuchar a la dehesa y observar a sus pobladores, salidos de una novela de Delibes, de una misa de requiem de Sender. Como en un mapa, miro las manos del matarife, sus cicatrices como flechas que indica hacia una experiencia valiosa de donde debo aprender.
Las piedras de la plaza también hablan de la historia con minúsculas. Del abuelo de cada uno. Del que fue a los escolapios o el que nunca fue a la escuela. De los que vinieron de lejos y los que tuvieron que irse. De los que tuvieron los huevos de emigrar, los mismos que hicieron falta para quedarse. De los del movimiento y los exiliados.
Al cuarto toro le dieron la vuelta al ruedo. Vino el quinto, el sexto y dos sobreros. Allí seguíamos. nosotros, hablando a ratos, contemplando esa lucha desigual perpetua entre el matador y la leyenda. Del toreo, si grandeza o indiferencia, si vergüenza u orgullo. Del torero, que se enfrenta a la piedra, doscientos años callada. Y a nosotros, espectadores, que aún no hemos aprendido a leer. Que somos herederos y testigos de la Historia y nuestra historia. Que somos hijos de caballeros, los mismos de entonces, aunque no seamos los mismos.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Emilia Carolina Diaries: Normative conclusions about transportation in Montreal


I have realized that the use of a pedal-driven, human-powered, single-track instrument having two wheels attached to a frame, one behind the other named bicycle (although in other languages it may also be known as bicicleta) gives me the sexy appearance of a civilized citizen.


I want to make clear that I do not meet however such high standards for the following reasons:

  1. I am unable to circulate. I can only compete.

  2. When I compete I can either win or loose.

  3. If I win, I put myself in serious risk because I raise my hands and make the sign of victory, forgetting about cars and traffic lights.

  4. If I loose I get annoyed, and I generally loose.

  5. If I loose against elderly, fat or ugly people, I get really mad.

  6. No matter whether I win or loose, I get exhausted and sweat.

  7. I sweat a lot.

  8. I also swear and spit on car drivers and other passers-by, using a very sophisticated French slang so that I make myself understood.

  9. All that was yesterday: today I have an awful pain in my butt. I simply cannot ride anymore.


That evil instrument should be taken out from the streams of commerce and abolished

viernes, 6 de mayo de 2011

Dysruptive Solidarity


After reading Jameson's Postmodernism, I have the feeling that, as he describes it, Postmodernism is a very destructive movement. Disbelief, skepticism in all arts, about all traces of unity in society, everything seems uncognisable. Go for Robert Merton, and you will see how somehow he discredits the work of Malinowski and other anthropologists by showing how industrialized societies have dysfunctions, unlike the primitive societies that Malinowski or Levi studied. It seems to me that postmodern world, as depicted by Jameson, is the institutionalization of the dysfunction. Sort of unity in the disintegration, that paradoxically creates a new community (kind of Durkmeim's solidarity), but a deteriorated community. Everyone is worse off.
That is something that happens in Spain. You can see the destructive tensions in the state: Basque, Catalan and Galizia's nationalist create a community against solidarity (really over discussed concept of regional solidarity of Article 2 of the 1978 Spanish Constitution). That is actually solidarity, perhaps Schmittean solidarity. Which by the way is a shit of solidarity. An instrumental amity or even sincere amity created to fight to the death to other subjects.
Probably Marx is sitting on a chair down the road waiting for us to kill each other, in solidarities each time more stringent, towards the struggle to the death.

miércoles, 20 de abril de 2011

Harlem and some chauvinistic likes



When you have two faucets in your shower, you may expect to get Hot water and Cold water. Happens to be one of the advantages of the globally warmed and financially crised chaos in which we live and one of the basic principles of the capitalistic society. My bathroom too has two faucets namely: H and C.

Some days, H means helada and C designates congelada. Dunno why my shower speaks Spanish, but of this I am positive, because other days, C means caliente whereas H means hirviendo.

So, I can consider myself to be a privileged. I have a mac, three separate bins to recycle, one starbucks mug for latte-skim, and hot and cold water in my bathroom.

Nobody said that water had to be cold and hot at once. Damn it, that would be weird. Why cold and hot at once? We have some frivolous, unnecessary and definitely bourgeois likes


miércoles, 13 de abril de 2011

Ochenta años y un día


La crisis del 29 estaba siendo muy jodida para los jornaleros. Ya casi no quedaba nadie por allí, los que no habían mandado a la guerra a Marruecos, habían emigrado a Cuba o Venezuela. En la mañana del día 11 había elecciones municipales, pero todo el mundo sabía lo que se avecinaba. Se terminaron la Restauración, Dámaso Berenguer y la Dictablanda. Fuera los alfonsinos. Había llegado la República, por fin. En Ronda, donde las cosas se hacían -ya entonces- por derecho, la gente no se preocupó ni por contar los votos. Ya habría tiempo. Todos se fueron de fiesta. En mis archivos no me consta dónde lo festejaron y, por lo que se ve, en los archivos del bueno de Paco Ruíz tampoco. Pero sí sé que, por aquél entonces, ya estaba el Bar de Eulogio en la calle Montes. Abuelo del tío Eulogio según hoy lo conocemos. Como era sábado, supondré que todos tomaban paella y champiñones con ali-oli.
Cuando el martes día 14 se proclamó oficialmente la República, los rondeños seguían de fiesta. Desde el Gobierno Civil de Málaga se envió un telegrama ordenando formar ayuntamiento republicano, pero en las oficinas no había nadie para contestar el teléfono. No fue hasta dos días después que Salvador Nuñez García, alcalde accidental, presidió la sesión constitutiva. Literalmente, la gente seguía de fiesta y los votos por contar. El día 21, una semana tarde, se nombró por fin alcalde: Juan Peinado, hacendado local, hermano de Joaquín, célebre pintor cubista rondeño de la escuela de París (como dijo Alberti "es de Ronda/ Y se llama Joaquín Peinado/ Tan fina y seriamente/ ¿quíén ha pintado?/ ¡qué alto y severo, si este pintor fuera torero).
Hace ochenta años y un día de aquella fiesta. Después vendrían tantas esperanzas, tantos odios, la crisis y la guerra.

La verdadera historia es que, ahora hace ochenta años, en Ronda festejaban la República. Esa es la fecha que la gente y el vino de mi tierra mandan celebrar.

Lo del día 14 es burocracia y proclamación. Lo nuestro es mucha guasa.

Salud

miércoles, 9 de marzo de 2011

Osú cómo está el día. Menos mal que tendí dentro, porque la niña tiene que ponerse el chandal, que hoy tiene educación física. Cuesta arriba se me hacen los martes. ¡Andrea, vete levantando! Desde luego, cada vez amanezco más temprano, qué necesidad habrá. Bueno, así me puedo ir caminando a la oficina. A ver con quién me vuelvo luego para casa, que hoy comemos con mi madre. Que hay que ver en qué plan está. Y después viene el de la lavadora. Si aparece, que ésa es otra. De todos modos, hoy no puedo ir a la pintura porque hay que llevar a los perros al veterinario. Otra obligación. Si no es por el gasto, es porque, a ver qué necesidad tengo yo de estar cargando chuchos todo el día en el maletero. Pero bueno, a la niña le viene bien tener un animal y Manolo disfruta llevándoselos al campo. Las ocho menos diez. Todavía tengo diez minutos hasta que empiece a llegar la gente, así puedo revisar las operaciones de ayer. Todo en orden, mira que bien. Si es que Jorge vale mucho. Hombre, buenos días. ¿A ver el e-mail? El jodío niño no escribe, un día me pasa algo y ni se entera. No le voy a poner ningún mail, que después dice que soy un coñazo.


Siete y cincuenta y nueve.


Suena el teléfono.

-¿Unicaja Buenos días?

viernes, 18 de febrero de 2011

El informe Juliana y Bo Derek

En sus dos primeros artículos, aunque equivocado, Juliana trazaba una idea bastante verosímil sobre la influencia de Andalucía en la configuración autonómica española. Su idea de una Andalucía interesada en acaparar, por lo menos, lo mismo que Cataluña adolece del rigor mínimo que se debe exigir a cualquiera que sepa que Andalucía de Casas Viejas a Marinaleda, de Cádiz a Olvera, es mu complicá.

En su tercer artículo – quién sabe si todavía se atreva con más- es bastante decepcionante. Sobre todo, porque pierde el rigor analítico que tenía en sus dos escritos anteriores y se dedica a especular, tirar la piedra y esconder la mano, como los niños caprichosos. Como los periodistas malos.

En su nuevo capítulo, Juliana cuenta cómo el unos delegados del PSA viajan hasta Libia con el propósito de obtener el apoyo de Gadafi para una supuesta Andalucía islamista, o islamizadora.

No aclara -porque no hay con qué- cómo hizo Gadafi para intervenir en el café para todos, ni que réditos obtuvo por ello. Quizá se intente beneficiar de la posición que el Coronel Gadafi jugaba en la política intenacional de aquellos años. Se trataba de uno de los máximos rivales de Reagan, capaz de estar tiempo después detrás del misil que derribó un avión comercial americano con más de doscientos pasajeros en Lockerville.

Nada de esto es cierto. El PSA, partido al que Juliana da tanta importancia, siempre fue minoritario. En 1979 alcanzó su máximo de cinco diputados para el Congreso, lo que le permitió tener cierta voz, pues tuvo cierta utilidad para facilitar la investidura del gobierno. Poco después fueron engullidos por la mayoría socialista y nunca se volvieron a recuperar. No digo que Rojas Marcos no se hiciera un viaje a Libia, ni que lo recibiera algún subsecretario de Turismo del gobierno y tomaran el té en un cálido palacio.

Eso es todo, la historia no da para más. Ni para Andalucía, ni para el estado autonómico.

Pero si Juliana quiere historias turbias de poder -y para todos los morbosos- le voy a contar algo que le servirá para rebautizar -por cuarta vez- el café para todos.

A principios de los 70 Felipe González no tenía el poder en el PSOE. Ya habría querido, pero la vieja guardia no aceptaba sus formas, y quizá tampoco su fondo. Sobre todo Rodolfo Llopis, ministro de la II República que encabezaba el movimiento histórico, conocido como Llopista. La lucha era tan dura y el partido en España tan embrionario, que la batalla se decidió en el ámbito internacional. La Internacional, un lugar donde los intereses oscuros estaban poco y mal disimulados. Allí, Guerra obtuvo en apoyo de Carlos Andrés Pérez, el presidente de Venezuela. El Gocho o el Saudita Venezolano -como se conocía a Carlos Andrés-, sabía que con Llopis tenía poco que hacer, era demasiado viejo. Ofreció el apoyo a Guerra y González, que se hicieron con el poder en el Partido Socialista. Algún día sabrían devolverle el favor.

Años después, Pedro Pacheco, figura disidente – ya hablamos del Partido Andalucista-, se había convertido en un elemento incómodo desde la alcaldía de Jerez, que ocupaba desde 1979. El estado de las autonomías no estaba cerrado, ni el café para todos servido. El peligro de este Pacheco estaba en los nexos que le unían con un paisano suyo, enemigo público número uno: rico, poderoso, con más de 65.000 trabajadores y miembro del Opus Dei: José María Ruíz Mateos. Él sólo podía tumbar la bandeja del café para todos y estropear el pastel autonómico socialista, que en aquellos años aún estaba calentito.

Había que actuar rápido.

En parte, el resto de la historia es bien conocida. El 23 de febrero del '83 era expropiado el holding empresarial de Ruiz Mateos: RUMASA. Afortunadamente, había motivos de sobra para hacerlo. Con esto, se extirpa la posibilidad de un frente común, económico, ideológico y de base territorial, que habría sido peligrosísimo para el felipismo.

Aún faltaba un cabo por atar: la boca cerrada del Gocho tenía un precio. Ese precio fueron 29.784 millones de pesetas, exactamente. Felipe Gonzalez vendió la cadena de almacenes Galerías Preciados a los protegidos de Carlos Andrés Pérez: la Familia Cisneros en 216 millones de pesetas. A los pocos meses, éstos revendieron la empresa por 30.000 millones.

Un apaño directo entre González y Carlos Andrés Pérez. De bien nacidos...

Como detalle. Los Cisneros siguen siendo hoy una de las familias más poderosas de Estados Unidos, con socios como Kissinger o Rockefeller.

Llopis murió a los pocos días de esto en Francia, donde había regresado tras fracasar en su último proyecto político. En Cádiz, mientras tanto, Fabio Testi se divierte con Bo Derek y Ana Obregon toreando una vaquilla en el rodaje de Bolero. Al caer la tarde, regresan al Hotel Alfonso XIII. En el bar, ordenan Jerez para todos.

martes, 1 de febrero de 2011

Los Tableros de Marfil

Primer Movimiento: Lo de fuera. El proceso autonómico andaluz y la prueba de paternidad del café para todos

Empecemos por el presupuesto más sencillo del artículo (llamemos artículo al conjunto de los dos escritos). Juliana afirma que la política del café para todos no tuvo su origen en Alfonso Guerra, sino en Clavero Arévalo, un regionalista pequeño burgués muy receloso del hegemonismo industrial de Catalunya. Como apertura, en esta afirmación hay un error y una duda.

El error está en afirmar que Clavero era -durante la Transición- temeroso del hegemonismo catalán. Si tenemos tiempo, después discutiremos la exhuberancia histórica de convertir la notable influencia que la Noticia de Cataluña tuvo en la Noticia de Andalucía en un hito histórico reseñable. Y si se puede, habaremos de si la burguesía andaluza era pro o anticatalanista. Eso será luego.

Porque el hecho de que fueran muy o poco anticatalanistas, es simplemente irrelevante en esta historia. Veamos, pues. Como Juliana afirma, el café para todos fue la consecuencia de una partida de ajedrez. Sin embargo, yerra al definir a jugadores y tablero. Juegan blancas (centralismo -más o menos agudo, con más o menos autogobierno para las comunidades históricas, Cataluña, País Vasco, Galicia-) y negras (descentralización, estado autonómico, gámbito danés de un futuro federalismo). UCD, eligió primero y jugó a blancas. El PSOE, el Guerra y González, jugó a negras.

Pero podía haber sido al revés.

En ésas, como parte del partido en el gobierno, a Clavero se le encargó asegurar el compromiso de Andalucía, la zona de mayor extensión y más poblada, con el proyecto político. Pero Andalcía no fue más que uno de los tableros de la partida. Como Fisher y Spassky se retaron en Reikiavik o Yugoslavia. Eso qué más daba.

Lo que sí era importante era saber qué se necesitaba para ganar la partida de Andalucía -que como los encuentros de Kasparov con Topalov en Holanda parecía que no tendría fin- y cómo usarlo para acabar haciéndose con el timón del país. Clavero y el Guerra conocían, como todo el mundo, el poco disimulado afán regionalista andaluz, un nacido a finales del XIX, desarrollado libremente durante años en el Ateneo de Sevilla y la Revista Bética (-¡ay Graupera, cuántas cosas de las que hablar, en qué líos me metes!) y acrecentado por el caciquismo, la emigración, la pobreza y probablemente la muerte de Caparrós el 4 de diciembre.

Guerra aprovechó este sentimiento, para ganarse Andalucía y diluir a otros contrapoderes regionales. Doble gámbito. El café para todos nació de ahí, pero no creo que ni siquiera Guerra supiera qué estaba haciendo.

Don Manuel Clavero, cátedro como sabes de Derecho Administrativo, tuvo que responder con lo que él mismo denominó la tabla de quesos mediante la que las distintas regiones o nacionalidades irían eligiendo, progresivamente y en orden, su nivel de autogobierno. Un amigo me contó cómo Jiménez Blanco, catedrático de ciencia política de Valencia, y sociología en Michigan y años después en la Complutense (Sevillano y malafollá, granaíno nacío en Sevilla, quiero decir), contaba cómo hablaba Clavero de zu tabla de quezoz con el marcado ceceo del sevillano antiguo.

Te dije que también había una duda. No sé si el referéndum del 28 de febrero para la Autonomía de Andalucía es un epílogo necesario, o si es tan irrelevante para esta historia como el catalanismo de Clavero. Déjame que te cuente que el 86% de los votos fue a favor, con una participación del 70% de la población. En Almería, el único lugar donde no se logró mayoría absoluta (y la razón por la que el Senado hubo de aprobar el Estatuto por la vía del 151), hubo un 4% de votos en contra. Allí no se permitió al explicar su posición, reducida al abstencionismo estratégico de la UCD.


Segundo Movimiento: Lo de Adentro. De los Omeyas a las élites locales

Ahora seré breve. Me resulta curioso que Juliana hable de la bandera de los Omeyas como origen de la Andaluza. Aunque brevemente, no creo que sea una frivolidad hablar de ello. Alguna vez se ha oido hablar en sectores andalucistas ensoñados que el origen de la bandera andaluza está en el siglo XII, cuando el ejercito árabe luchaba contra Alfonso VIII -apodado el Noble o el de las Navas- bajo una enseña verde con el pendón blanco del jalifa magrebí, (¿recuerdas la hermosa Casa del Jalifa de Ronda?), que llevaba sus propias tropas. Además, según se cuenta en la Historia de la Giralda, la noche antes de la batalla, Jacub-Almansur vio en sueños un ángel blanco con bandera verde. Derrotados los cristianos, la victoria de 1198 hizo ondear la bandera verde con pendón blanco, en honor a la unión de andalusíes y siervos del jalifa a uno y otro lado del estrecho.

La realidad tiene muy poco de eso, aparte de un guión para una serie de TVE1. En la génesis del andalucismo están las ideas de George (Congreso Georgista Hispano-Americano de Ronda, ¡es que estamos en todas partes!) y el Krausismo (¿Qué diría el insigne profesor de la New School, Don Fernando de los Ríos -rondeño- sobre esto?). Alguna vez, Blas Infante, padre un poco trasnochado de la patria andaluza (con este concepto no puedo ayudarte) con su amor por Marruecos y lo andalusí, insistía en el significado de la bandera verde como la esperanza, cuando se asoma a nuestros campos; blanca. como nuestra bondad, según los versos Arabes que la cantan desde el siglo XVII.

Todo nacionalismo necesita de un imaginario popular común, como bien sabes. Pueblo, cultura, instituciones. A mi me gusta más aquello del Verde es la vestidura de nuestras sierras y campiñas prendidas por los broches de las campesinas habitaciones blancas; limoneros en flor son los árboles preferidos por los andaluces y blancas son nuestras villas y antiguas ciudades de blancos caseríos con verdes rejerías orladas de jazmines. Pura y blanca, como un niño, es la Andalucía renaciente que en nuestro regazo se calienta.

Pero para gustos, colores.


Tercer Movimiento: Lo del centro. Mucha gente en Andalucía no tenía ninguna intención de quedar por detrás de Catalunya y el País Vasco

Querido Jordi, te confieso que el punto del discurso de Juliana, por lateral, sibilino y equivocado, que más me preocupa, es el de la relación de los andaluces con Cataluña.

La razón es tan sencilla como oculta -no sé si queriendo o sin querer-: omite a la segunda parte de la ecuación: la relación de los catalanes con Andalucía. Quiero volver sobre esto en el futuro, pero déjame decir unas palabras muy breves para poner de manifiesto que Juliana comete.

En su artículo, habla de la fijación de las élites andaluzas con la hegemonía industrial catalana y, de manera equívoca y equivocada, lo une con el sentimiento de los quintos de San Viator, con los que compartió camastro en la mili.

Omite, o ignora, que los catalanes hicieron mucho más que la yihad, los omeyas, Rodríguez de la Borbolla o el Guerra para que Andalucía sea hoy una nacionalidad histórica. En los primeros años del siglo XX, las visitas de Cambó al Ateneo de Sevilla fueron continuas. Allí, hizo de mentor y de catalizador de las ideas del catalanismo en Andalucia. Inoculó el germen de una dignidad de pueblo, escribió para la revista la Bética. Cambó organizó en Sevilla los juegos florales andaluces, a imagen de los catalanes, con una clara intención: generar una comunión cultural. Al menos, un patrimonio común.

Así consiguió Cambó el apoyo de los burgueses andaluces a la mancomunidad catalana. De hecho, la Veu de Catalunya, órgano que conoces bien, apoyo abierta -y económicamente- el movimiento andalucista desde 1916.

De hecho, años después el bisabuelo de Rodriguez de la Borbolla (que Juliana confunde, en el enmarañado nobiliario árbol genealógico), ministro y alcalde de Sevilla, resultó ser el mayor apoyo de los catalanistas en Andalucía, contra las tesis centralistas de Alcalá Zamora o Laviña. No te descubro nada si te recuerdo los corrillos del Congreso ¡don Niceto es enemigo personal de Prat de la Riba y Cambó, y todos esos apóstoles mancomunadores!

Que luego el Anteproyecto de Córdoba del 36 estuviera inspirado en el Estatuto de Cataluña, o que años después, los políticos andaluces -y quién sabe si los quintos almerienses- quisieran parecerse o no ser menos que sus vecinos catalanes en la Transición, tiene una explicación mucho menos morbosa y más natural, en mi opinión.


Ara Jordi, no sé si això et serveix per a alguna cosa, si t'ajuda i, molt menys, si estàs d'acord. No puc tractar de ser objectiu, perquè saps que crec que són moltes més les coses que ens uneixen que les que ens separen.

El cafè per a tots, o formatge per a tots, és part de la nostra història comuna. Ja hem parlat molt del passat, i sovint parlem del futur. Quan ens va preocupar el present?