jueves, 6 de agosto de 2009

Lo que sé del viajante

Hoy lunes por la noche. En el techo de mi casa hay un ventilador antiguo que menea el aire caliente. Parece que va a desplomarse y rebanarme el pescuezo. En la Sexta termina una comedia americana de amor. Los típicos malentendidos entre un dentista y su vecino, un asesino a sueldo interpretado por Bruce Willis, y ambos acaban encontrando el amor en dos rubias americanas de dientes blancos que encarnan a la perfección el sueño americano. Todos alcanzan sus metas y los planes salen bien. Los galanes manejan millones de dólares ganados en el juego, a través de la mafia o como prestigiosos abogados - qué más da-. Y los emplean en ganar el amor de una rubia de ojos verdes, que se acaba entregando en un embarcadero de Chicago bajo la bandera de las bandas y las estrellas. Enternecedor.
Domingo por la noche, ayer. En el Teatro Español, ningún ventilador menea un aire igualmente caliente. Es la última representación de la tragedia de Arthur Miller "Muerte de un Viajante" y no cabe un alfiler. El protagonista, Willy Loman, es un viajante sesentón que ya no cae bien. La empresa para la que trabaja le retira el sueldo fijo y acaba por despedirlo. Las deudas impagadas se acumulan. Entre las facturas, el último pago de la hipoteca, tras 25 años de sufridas mensualidades. Charlie, el hermano de Willy le ofrece un trabajo en su humilde pero saneada empresa, pero no lo acepta. Es demasiado orgulloso para admitir que él, un reputado viajante, esté solo, despedido y hundido al final de su carrera. Tampoco sabría cómo explicar el fracaso a su mujer, a quien adora tanto como infiel le fue durante años.
Willy tampoco se lleva bien con su hijo mayor, un cleptómano de 34 años que ha vagado por todo tipo de tareas sin encontrar sosiego en ninguna. Pero eso Willy no lo ve, ni quiere verlo. Vive obsesionado con las enormes cualidades que su hijo mostró en el equipo de fútbol del instituto. Todas las universidades suspiraban por el crío. Allí, en la universidad, habría tenido a todas las rubias de ojos profundos. Pero fracasó. Suspendió matemáticas, sorprendió a su padre con la amante, robó unos balones del gimnasio del colegio y, desde entonces, nada ha ido bien. No hubo ojos profundos, sonrisas cómplice bajo la bandera americana, ni contratos millonarios para ser quaterback de los Broncos de Denver.
El completo antihéroe, cuya distancia del sueño americano sólo es comparable al tamaño de la mentira en la que vive. El miedo a no cumplir con lo esperado, mucho más cruel que el fracaso mismo. Una tragedia de trágico final para un personaje impecable que acepta su carga sin chistar. Como la mayoría de nosotros, creo.
El sábado, en el bar, aceptamos que, al acercarnos a la rubia de ojos marrón miel, el desenlace va a ser un solitario plato de espaguetis precocinados en el sofá de casa. En la vida real - que no la escribe Homero- Helena no sigue a Paris a Troya, se queda tranquila en Esparta con Menelao sin Ilíada ni caballos de madera.
De este modo, las tragedias permiten al ser humano evaluarse a sí mismo, en su justa medida, con lucha pero sin sueños ni modelos idílicos que no son reales.
Arthur Miller, hijo de un empresario textil arruinado en la Gran Depresión, lo sabía. Lo sabía tan bien que estuvo casado con Marilyn Monroe, la rubia imagen de ese sueño que no se consigue. Él mismo decía que donde gobierna lo patético y, finalmente, resulta lo patético, la posibilidad de victoria siempre debe existir. Al menos para un personaje que disputa una batalla que no puede ganar de ninguna de las maneras. A él, Marilyn le abandonó por un cantante francés.
Ésa es, precisamente, la victoria. La lucha incluso obstinada de las batallas perdidas que lleva de lo angustioso a lo sublime.
Por eso ayer salí contento del teatro, buscando el libro para mi hermana adolescente. y hoy me acuesto simplemente jodido. Por eso quizás es bueno que la gente normal no tengamos una Helena que desate guerras en Troya. Y nuestra Odisea única sea un peregrinar a casa, a por el plato de espaguetis. Patético, real y sincero.

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