martes, 21 de julio de 2009

Dolce far niente

Dolce, como dulce, viene del latín dulcis, que quería decir veneración a los sentidos. El poeta Horacio se refería a lo dulce como aquello que no estamos obligados a hacer y donde encontramos recompensa en sí mismo. Far niente, que suena a italiano y tal es, es tan simple como no hacer nada.
En conclusión, no hacer nada es estupendo, por no usar una expresión más gráfica. Tocarse la seta, por ejemplo.
Incluso más que estupendo, podría decirse que es necesario. En muchas ocasiones -al día, no en la vida- es preciso no pensar en absolutamente nada, ni hacer nada, para pensar algo o ser algo, el resto de los momentos.
Siendo tan agradable y necesario, ¿por qué es tan difícil? Cada vez que nos sumimos, más por necesidad que por voluntad, en el opaco trance de no hacer absolutamente, nos ataca una legión de super-yo que nos empuja a hacer cualquier otra cosa distinta de no hacer nada, como si hacer nada no fuera suficientemente difícil.
No me refiero en esta ocasión al adicto al trabajo que en cada momento no puede alejarse de su mesa, de su azada o de su ordenador. También están compelidos a no hacer nada los bon vivant que dedican el verano a conocer, una a una, todas las fiestas veraniegas que recorren de norte a sur la península, los que dedican sus vacaciones a un peregrinar de conferencias por los cursos de verano de las universidades, de comilona en comilona siempre de gratis y con buen vino. También afecta a los que organizan meticulosamente cada fin de semana para que se convierta en una experiencia inolvidable.
La falta del dolce far niente nos convierte en esclavos de nuestro currículo, ya sea para llenarlo de programa de festejos, ya para cursos de pedagogía o la dirección de una cofradía en pascua, una novena, una chirigota o una peña de feria.
No sé quién habrá dicho que Freud estaba superado, pero no lo pensó suficiente. Es apasionante el misterio que encierra el miedo a reivindicar la intrascendencia durante unos instantes cada día. ¿Por qué la pulsión para ser importantes, aunque sea en lo que cada uno elija (si es que acaso tal elección existe de alguna manera)?
Este fin de semana, había acumulado tanto tiempo de amaro far qualcosa (si se me permite esta expresión recién pertrechada) que he buscado la forma de ser la nada más exagerada, de no hacer nada, ni pensar nada, ni ser nada.
Todo el mundo sabe que la manera más eficaz de sentirse insignificante está en la multitud. Si puede ser, una multitud enardecida, sucia, sin personalidad. Incluso, que todos vistan igual: Un millón de personas vestidas completamente idénticas.
Sólo había un sitio en el mundo con tal posibilidad: Por obra y gracia de Valderrama, pañuelo rojo y ropa blanca, ¡vamos a San Fermín!
De repente, me encontraba en medio de una banda de cornetas y tambores, rumbo a una plaza de toros donde lo que menos importa son los toros, donde los que no me conocían eran mis amigos, los que apenas me conocían, me regalaron su casa, me sentaron a su mesa y me volvieron a llevar a los toros (gracias Jabi, Imanol,Mikel, Dani) y, claro, los que me conocían eran más que nunca, mis hermanos.
La fiesta empieza cada día con el encierro y termina en el encierro del día siguiente, si eres capaz. Si no, estás obligado a dormir en una esquina para recuperar.
Qué lugar. Están locos estos navarricos.
No fue dolce far niente, pero tampoco yo era un extraño, ni mucho menos insignificante. No descansé, ni falta que me hizo. La veneración a los sentidos no tiene por que ser dulce. Y aunque te obliguen, puede serlo mucho.
Viva San Fermín.

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