domingo, 26 de septiembre de 2010

Etimológicamente hablando


Nueva York es el gran circo del mundo, unas veces con más gracia que otras. Cada día, una fauna bizarra se tira a sus calles y las decora como si fuera un zoológico, en jornadas de 24 horas. Pero no me refiero a eso. Esta semana, por ejemplo, todos los medios de comunicación del mundo están pendientes del extraordinario edificio de las Naciones Unidas que se levanta, como una gran carpa de circo, en la ribera del East River, que separa Manhattan de Queens.
Con un goteo incesante de jerifaltes, toda la ciudad se ha llenado de jefes de estado que han venido a discutir los Objetivos del Milenio a Nueva York. En sus ratos libres, los que la Asamblea General de las Naciones Unidas les permite, aprovechan para ofrecer sonrisas y argumentos a la gente que se les acerca como si fueran estrellas de Holywood o futbolistas del Barça.
De paso, completan la postal zoológica de la ciudad. Su vida cultural se estimula cuando el primer ministro británico ofrece una charla en mi universidad. Cuando Zapatero es ovacionado en la biblioteca de la universidad de Columbia o Evo Morales imparte divaga sobre el derecho de acceso al agua para la población, en la representación permanente de Palestina ante la ONU.
Todo esto, sin embargo, tiene poco que ver con los asuntos que se supone que han venido a discutir – no sé cómo lo harán, si la mitad de ellos no se dirigen la palabra por razones de institucionalizadas de rencor nacional, pero eso es harina de otro costal- los Objetivos del Milenio.
Los Objetivos del Milenio es un noble plan de actuación en ocho campos distintos, básicos para la humanidad, acordado en Nueva York en el año 2000 por todos los estados reconocidos por las NN.UU., que prevé resultados concretos para el año 2015. Incluyen la universalización de la enseñanza primaria (ja), la consecución de la autonomía de la mujer y la salud materna (ja, ja), la lucha contra el sida y el paludismo (ja, ja, ja), el sustento del medioambiente (ja, ja, ja, ja) y la reducción de la mortalidad infantil y la erradicación de la pobreza extrema y el hambre (perdón, me quedé sin risas).
Y, aunque yo no tenga, dan risa. Payasos. No sé qué pensarán contarse estos señores, ni qué se apuntarán como logro para justificar los millones gastados, pero yo he visto con mis ojos el milenario fracaso de los Objetivos. Creo que estarían de acuerdo conmigo, pero probablemente ninguna de las mujeres centroamericanas cuya situación se deteriora cada día podrá venir a este teatro del mundo a contar su trocito de milenio. Ni podrá ninguno de los pocos supervivientes de la epidemia de Cólera provocada por el hambre, la miseria y la hiperinflación económica en Zimbabue en 2008. Los refugiados, los desplazados, todos los viejos pobres de China y los nuevos de Pakistán tampoco podrán. Todos están muy lejos de las Naciones Unidas. Tan lejos como el millón de pobres que hay en Nueva York, pero no tanto como para que nadie los vea.
Muchos de los políticos que se mezclan con la gente estos días los han visto. En las conferencias, se dejan preguntar por el absurdo del milenio, de los objetivos y de la ONU. Quizá porque no les queda más remedio, se agarran a su estrado, o se retuercen en la silla, responden como pueden y de mala gana se pintan una sonrisa dolorida para salir del paso.
Pero saben lo que hay. Saben que, vista de cerca, una cumbre de alta política internacional no se distingue de un congreso de podólogos en Cuenca. Muchas mesas redondas con galletitas danesas, conferenciantes que se han preparado la presentación en los ratos libres del trayecto de casa al trabajo en autobús, carpetas de publicidad de medicamentos, gente con resaca entre el auditorio y una absoluta sensación de intrascendencia.
No pretendo hacer pornografía sentimental barata, un ejercicio de progresía, cómoda, estúpida e irreflexiva. Y perdón si esa es la impresión. Sólo digo que hay que ser muy ciego, muy imbécil o muy caradura, para no darse cuenta de que el tinglado no funciona y que algún día nos lo tendremos que decir a la cara. Ése será probablemente el momento más doloroso. Quizá entonces la situación no tenga vuelta atrás y la sonrisa que traemos maquillada se deshaga, churretosa, en una mancha de sangre en la mejilla. Nos lamentaremos por el tiempo perdido y, por qué no decirlo, por todos los muertos.
Pero eso no será esta semana, en Nueva York, aunque a muchos de los que ocupen asientos no les falten ganas. No será en este congreso de circo. Muchos querrán llorar, pero tendrán que actuar como artistas que hacen de tripas corazón y de miseria sonrisa. Volverán a resultar graciosos, con sus trajes, ademanes y dichos y gestos apropiados.
Es curioso. Ésa es, según el diccionario de la Real Academia, es la definición de payasos. Graciosos, con trajes, ademanes y gestos apropiados. Payasos, en las Naciones Unidas, aunque sólo sea etimológicamente.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Doscientas cartas de amor y una de perdón





Hoy te podría escribir doscientas cartas de amor y una de disculpa.
La carta primera tendría el rostro enjuto de Frida. Sería una carta doliente y atropellada. Con las venas tumultuosas, recorridas por una sangre oscura y espesa, punzante y llena de alfileres. No sería un tratado de estética, ni un refinado piropo, no crearía una escuela, ni le darían un premio. Ni mucho menos. Serían simplemente colores, el perfume del cacao y el café en los Altos y del mango en sus infinitos prados. Una carta que diera de beber a los bueyes que aran la tierra y cobijo a los campesinos que tienen el rostro agrietado por la sed padecida en las eternas jornadas en la milpa. Sería, por fin, un vestido de domingo en el andador, un lazo amarillo en el cabello y dos largas trenzas.
La segunda carta vendría con la música de un son jarocho improvisado. Cantaría un charro de bigote canoso, en cuya presencia nadie hablara injustamente de las damas. De damas como Chavela, claro.
Por sus letras se sabría la historia del Potrillo, aquel buen gallo borracho, pendenciero y jugador; de esos que a su paso dejan campos en los que no queda ni una flor. De esos que mueren acribillados a balazos en la puerta de una cantina. El cuento del Potrillo lo repetiría cada noche una banda de mariachis ahogados en tequila, llevando serenata por las ventanas que sirven de púlpito a los enamorados y agarre a los borrachos.
Sin duda, una de las cartas sería una mujer de ojos eternos. Sencilla y desnuda. Hermosa y mexicana. Cálida y fría, Iztaccíhuatl.
Alguna de las cartas tendría que ser un tratado sobre la seriedad y las buenas maneras. En un escenario modelo, especial. Al abrigo del sol, un ambiente bohemio y reposado. Y en un susurro pacífico domar la superior fuerza del león que habita en cada indio indomable. Y en una mano la cerveza y en la otra ese licor de agave.
Para ser justos, tendría que escribir una carta de amor aprovechando la servilleta de un mantel de un botanero, si en los botaneros hubiera manteles. Poseído por Pacheco, Lizalde o Sabines, agruparía en rima asonante todos los platillos del menú:
“Camarón al mojo, chile en nogada.
Un taco de tinga, tortas ahogadas,
¿Hay quesadillas? ¿hay arrachera?
Un guacamole, una enchilada,
Que el mole sea verde, o sea poblano
Estos frijoles no me gustan, ya se te apozolaron
Ya calla la boca, ¡llama al mesero!
¿Crees que haya mesa completa,
sin algo de chile habanero?”
Decenas de cartas denunciarían a los caciques que se apropiaron del alma de su pueblo. Que lo hicieron ignorante y desgraciado, simiente de un inmenso y nada fortuito abismo entre los pobres y los ricos, los tontos y los listos. Cartas de verdad desesperadas remitidas al presidente y al gober bonito, a quienes poco o nada les importa. Cartas compuestas de nombres propios, anónimos. Una lista con todos los muertos por el narcotráfico. Los secuestrados, los atracados, los asustados y todos los malnacidos que se enriquecen desde una oficina en gobernación. Otra con quienes lamentan no poder tener una vida decente, lejos de las balaceras, de la prostitución endémica y la humillación. Cartas tan inútiles como necesarias.
Una carta le escribiría a mi familia, de güeros y quintanas. Limones y gonzález. A mi familia de AlSol. Al Joaquín y mi Mara. Se la entregaría a mi hermano, que me encontré en Bruselas y nunca me abandonó. Mejor, la escribiría con él, ahogados en pulque, frente a la maderería del guaje. O, mejor, no la escribiríamos. La viviríamos entre todos y que alguien nos contara lo sucedido al día siguiente, en la terraza del Tío Abel.
Para la última carta, por fin, sólo pediría perdón. Ignoro si alguien ya lo hizo. Por aquellos que llegaron a trataros como esclavos. Robaron a manos llenas durante trescientos años. Perdón por quemar vuestros códices, dudar de vuestra inteligencia y masacraros. Perdón por no haber aprendido a mirar al cosmos con vuestros ojos. Perdón por abandonaros después a vuestra suerte. Perdón por no haber regresado jamás a preguntar qué tal estabais. Por no daros las gracias tras acoger a tantos españoles que tuvieron que huir de la miseria, de la Guerra de Marruecos y la dictadura. Perdón por no respetaros. Perdón por no amaros.
Pero ya está bien. Hoy cumplís doscientos años. Doscientos desde que México es independiente. Doscientos de poetas y boxeadores, doscientos de Marcos y la Ramona. De Madero, Laura Díaz, Cárdenas, Conin y la Virgen de Guadalupe.
Cuando hoy vaya a la cama, lo haré desde muy lejos. Pero soñaré que me despierto en la Boca del Cielo, y desde allí iré a tu casa, con el rostro descubierto y las manos limpias. Humilde, espero que puedas perdonarme. Echaremos trago por ahí, México lindo y querido -hoy que es tu cumple-, que digan que estoy dormido…
Y que me traigan a ti.

lunes, 13 de septiembre de 2010

It was pertinent and true answer which was made to Alexander the Great by a pirate whom he had seized. When the king asked him what he meant by infesting the sea, the pirate defiantly replied: "the same as you do when you infest the whole world; because I do it with a little ship I am called a robber, and because you do it with a big fleet, you are an emperor".
Agustine of Hippo, "The City of God"

viernes, 10 de septiembre de 2010

En otoño, castañas


Siempre he pensado que el otoño huele a plastilina. Huele como la librería Galindo cuando está llena hasta la bandera de madres que preguntan por el libro de sociales de quinto resignadas a que alguien se haya llevado el último esta misma mañana. Septiembre huele a los libros nuevos y los libros heredados; y al rollo de plástico pegajoso que se usa para forrarlos. Ese forro que, al ponerse, siempre deja sobre la superficie del libro unas horribles burbujas de aire. A lo largo de todo el año siguiente, intentas una y otra vez eliminarlas, pasando a diario el dedo por encima, pero reaparecen constantemente. Un día, decides arañarlas con el lápiz y fastidias los dos, libro y forro, para siempre.
Precisamente por sus olores, el otoño siempre ha sido mi estación preferida. Porque la primavera huele igual en todas partes. A flores y a polen. Es perfumada, alegre y agradable, pero común. Contrariamente, el olor del verano siempre es extraño. Lo es porque trae el aroma de las ciudades que visitamos en vacaciones y que seguramente no volvamos a pisar en mucho tiempo, o incluso jamás. El Gran Bazar de Estambul, lleno de especias y turistas; el Covent Garden de Londres, lleno de hojas de té y otras infusiones – y de turistas- o la montaña de Montmartre de París llena de pequeños bistrós –que están llenos, a su vez, de turistas-. Incluso para aquellos que en verano siempre visitan el pueblo de sus abuelos en Asturias, todo es demasiado ajeno.
¿Y el invierno? El invierno no huele. Sólo se nos enfría la naricilla y buscamos cobijarla en el cuello del abrigo, intentando regresar lo antes posible a casa, sin reparar en olores. Una vez allí, el ambiente recalentado de la calefacción sólo nos deja pensar en la primavera de perfumes y el verano de excursiones.
El otoño no tiene nada que ver con todo eso, de ahí que sea especial. Sus olores no son tan sofisticados. Sólo son los del regreso a casa, tras las vacaciones, en esos pocos días antes de que la rutina vuelva a asfixiarnos. El olor y el tacto de nuestra almohada, que tanto habíamos echado de menos y el del guiso de la abuela, que nos espera después del primer día de clase.
Puede que, por lo doméstico y humilde, el olor del otoño no se pueda compartir. Claro que yo puedo explicaros que el olor de Ronda es de castañas asadas porque nuestra serranía está repleta de unos castaños que se vuelven locos perdíos por estas fechas, llenándolo todo de sus frutos e inundando el monte con su color anaranjado. Pero lo cierto es que cada uno puede explicar su propio otoño a modo de réplica, idénticamente genuino, y a la vez todos diferentes, personales. Hogareños.
De alguna manera, gracias a que hacemos del otoño ese ritual de regreso al abrigo de todo lo que suene a nuevo; gracias a que lo hacemos cada año exactamente igual, somos capaces de dar el paso definitivo hacia un curso completamente nuevo, hacia los nuevos desafíos, los viejos miedos y los peligros de siempre.
Sé que, con los años, nuestro tiempo ya no se mide en trimestres, ni podemos estrenar unas ceras Plastidecor y un paquete de 36 rotuladores Carioca para pintarles hojas de colores a todos los árboles que van perdiendo su fuerza y quedándose calvos. También sé que el trayecto volverá a estar lleno de miserias, pero, pese a ello, siempre tendemos un nuevo otoño que nos cargará de vida, con sus olores, que no compartiremos con nadie. Y que, de nuevo, miraremos a la vida con un guiño cómplice y susurraremos: “toma castañas”.