martes, 10 de febrero de 2009

De ilusión, enanos y romanos

Cada mañana del frío invierno de Madrid de la II República, Manolito iba a buscar a Antonia a la puerta de la casa familiar. Bajaba del tranvía y, con la timidez que tenía la gente de antes y ya no hay, hacía sonar el timbre de la puerta para avisar a la muchacha que le gustaba. Antoñita, que así se llama, jamás salía, como mucho se asomaba al balcón, pero Manolito volvía cada día durante todo un frío invierno. El muy puñetero, mantuvo la ilusión pese a los continuos desplantes. De repente, Manolito dejó de aparecer. Parecía que alguien hubiera tirado de él y, como un muñeco de hilo, se hubiera deshecho de repente. En cierto modo, Antoñita ya tenía el gusanillo por aquél muchacho flaco dentro del cuerpo, y mantuvo la ilusión por el chico que "le hablaba". A las pocas semanas, más delgado aún, Manolito regresó. Había enfermado por el frío de los paseos hasta la puerta de Antoñita y llevaba días encamado. Desde entonces ya no se separaron. Pasaron la guerra juntos y fueron felices.
Hace años que Manuel murió. Hoy Antoñita, viuda, regenta una librería, llamada Manolito, como su difunto. Una forma de seguir con él y conservar la ilusión por la vida. Sentados a una mesa en su librería, que está justo debajo de mi casa, aún me cuenta las historias de la pulmonía que agarró, y que casi se lo lleva antes de tiempo, su príncipe azul del cuento.
Salido de otro cuento tengo yo un amigo apresado por un millón de liliputienses, enanos mentales, que lo han atado al suelo en un momento de descuido. Cual Gulliver, lo atan un millón de pequeños hilos que no le dejan reaccionar. Hilos de hipoteca, hilos de la letra del coche, del trabajo gris, hilos. Algunos días te dirige una mirada con la que parece exigirte una explicación de por qué aquellas ataduras, que son tan nimias, le impiden ser él mismo. Porque su personaje, también de cuento es, verdaderamente, un druida. La delgadez le señala unos pómulos prominentes que anuncian que no van a dejar de marcarse hasta la vejez, tiene la barba rala y la nariz grande, como inquisitiva, unos centímetros por delante de lo cotidiano. El cuerpo lo tiene flaco, pero con garbo. Se diría que podría pasar por sacerdote. Pensad en Panoramix, el druida de Asterix. Porque esto es, en realidad, mi amigo. Un tipo que coge pedazos de la realidad y la deconstruye. Hace nacer comentarios inverosímiles de objetos inertes que, por arte de prosopopeya, se agitan con la misma vida que las escobas de Fantasía, aquella película en que Mickey Morse se vuelve mago Merlín.
Tiene la capacidad de verter porciones de cosas normales en su marmita que no existe y de ahí destila una pócima mágica que siempre sabe bien pero que es distinta cada vez. Es la pócima que nos regala a sus amigos (si el es el gruida nosotros, por coherencia, los galos). Todos la guardamos en el bolsillo, en forma de carcajada, y sólo la usamos si nos viene un romano a jodernos el día (ya sabéis que los dichosos romanos, en estos tiempos truculentos que corren, se nos presentan con cualquier apariencia, y tu jefe mismo, sin sandalias ni espada, puede ser el más temible centurión).
Definitivamente, mi amigo es un personaje salido de una viñeta de Goscigny, de una estantería de la librería Manolito, que se encuentra en problemas y cree haber perdido la ilusión. Algo que nos puede ocurrir a cualquiera y, de hecho, nos pasa a todos.
Pero no es cierto. La ilusión puede hacerse pequeñita, parecer insignificante, pero nunca se va del todo. La chispita que queda siempre puede reinventarse y romper todos los hilos con que los enanos mentales nos amarran al suelo.
Hay que agarrarse a esa chispa. A nuestros amigos, que no son druidas, pero casi hacen magia. A una anciana amiga que regenta una librería. A lo que se nos ocurra pero, ¡Por Tutatis, que no nos venzan los romanos!

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