viernes, 30 de julio de 2010

Instrucciones y croquetas

Era, o fue, el mejor crítico que jamás escuché. Quizá no fuera el mejor, pero sí el más crítico. Lo que es innegable es que jamás lo escuché, porque Jorge Ibargüengoitia se mató en un accidente de coche en Madrid en 1983, cuando yo nací.
Con apellido muy vasco – quién sabe si hijo de emigrantes-, este nada longevo escritor, alumbró antes de matarse algunos de los mejores libros que yo he leído.
Pasó casi toda su vida de autor fuera de México, su país y, aún así, escribía como nadie sobre la forma de ser mexicana, que conocía a la perfección y criticaba con disparos certeros. Entre todos sus libros, por lo gracioso, hay uno titulado Instrucciones Para Vivir en México que es mi favorito, un recetario construido con los artículos que publicaba en el diario El Excélsior.
En el libro, enumera las costumbres –vicios- típicamente mexicanas que le irritan. Las hay absurdas – como la debilidad de los mexicanos por comprar flores para los entierros, exclusivamente cuando concurren dos supuestos: no conocer al finado y que siempre sea corona más barata-, dramáticas –como la pasión de todos los Generales por llevar a cabo levantamientos militares y después gobernar pensando en todas las traiciones sufridas, las que podría haber sufrido y las que le quedan por sufrir, e irremediables – como el complejo del mexicano por ser chaparrito, gordo y prieto o, en su caso, chaparrita, gorda y prieta-.
A mi este ejercicio de distancia siempre me llamó la atención, pero confieso que, a diferencia de Ibargüengoitia, con la distancia sólo me sale pensar en aquellas costumbres que, lejos de irritarme, me seducen. Ésas que sólo aquí existen e igualan a los naturales de Sanlúcar o Cadaqués y los distinguen de un alemán o un chino.
Quizá por tener delante la décima ración de croquetas de El Torero en la semana que llevo en Ronda, el rasgo que más me agrada, y que descubrí hace mucho, es comer por raciones. Sólo aquí se puede comer por raciones.
Para ser ración, no basta con que un plato se coloque en el centro, ni que se pueda compartir. Obviamente, ésos los hay por todas partes. La ración tiene que constar de un número considerable de unidades –de lo que sea- para que todos puedan comer. Va acompañada de pan –o piquitos- y un vaso lleno de tenedores. La ración siempre está hirviendo y el primero que come tiene prohibido confesar que sufre quemaduras en el cielo de la boca, hasta que al menos dos o tres personas más han padecido la misma abrasión. Aunque la ración es una unidad de medida (que se divide, respectivamente en media-ración y tapa), es imposible calibrar cuántas personas pueden comer a la vez. Eso, salvo que se trate de un guiri, porque todos los guiris piden una ración de boquerones en vinagre para una sola persona, que luego son incapaces de terminar.
Y es que, más allá de nuestros monumentos, la Rambla o el Sacromonte, de que prohíban los toros o los declaren de interés público, más allá de la Semana Santa, los Sanfermines, el fútbol o Raúl, el rasgo más extraordinariamente distintivo de este país y de la gente que de aquí se siente – nacidos en Estepona, Mutriku, Los Ángeles o Nueva York- es que fue concebido para estar alrededor de una mesa, sentados o preferiblemente de pie, con una caña (algo que tampoco existe en ningún otro lugar) y compartiendo mucho más que un plato de fritura, servilletas de papel o la cestita con el pan. Se trata de pagar a escote, donde todos ponen por igual, cada uno lo que tiene o un día invitas tú y la siguiente la pago yo. De convivir, por encima de vivir.
Eso, que no es la ración, sino una cosmovisión más generosa, más comunitaria o, simplemente, más arrimada de la existencia, es lo que nos hace distintos a otros lugares y otras gentes, lo que echamos de menos cuando estamos lejos y disfrutamos al regresar y, probablemente, la causa de que nos gusten tanto las croquetas.

viernes, 9 de julio de 2010

La épica, las urnas y las luces del estadio

No podría decirse que el fútbol en Méjico sea una religión. Es mucho más que eso. Acá la gente recita de memoria las alineaciones de todos, y no sólo, los equipos campeones de cualquier liga americana y, por supuesto, de toda Europa. Cada uno tiene su equipo de fútbol dentro de Méjico, pero también de la Premier inglesa, el Calcio y, La Liga. Por esto, al tradicional espacio en cada noticiero ocupado por la actualidad de la pelota doméstica (exactamente igual que en España, por otra parte), hay que añadirle un largo, aburrido y meticuloso repaso a los equipos europeos. Un domingo cualquiera, se observan por las calles de cualquier ciudad más camisetas del Real Madrid y el Barcelona de las que se verían en el Bernabeu el día de un Madrid-Barça.
En comparación con el escándalo que produce cada movimiento del Tri, como se conoce a la selección mejicana de fútbol, todo esto es ridículo. Añadamos a la demencia futbolera el exagerado nacionalismo que impera en este país, donde el himno se reproduce dos veces al día en las cadenas de radio, los caudillos de la independencia y la Revolución son venerados como estrellas del rock y hasta los cereales para el desayuno son “orgullosamente mexicanos”. Cada partido de fútbol se convierte en un plebiscito sobre la destreza y la inteligencia nacional. Las calles se paralizan. Horas antes del partido, todo el mundo se agolpa en los bares o en las puertas de las tiendas de electrodomésticos, con su cerveza en la mano. Cuando Méjico pierde, malo porque nadie está de ánimos para el trabajo o lo que estuviera haciendo. Y Cuando Méjico gana, peor, porque hasta el más intrascendente amistoso es excusa bastante para arrancar una borrachera.
El colmo de esta paranoia se alcanza en los Mundiales de Fútbol. Al fútbol y el nacionalismo sumamos otras aficiones más orgullosamente mexicanas, la megalomanía, la estadística y el gusto por la épica.
Con estos ingredientes, un Mundial de Fútbol, más que unas olimpiadas o cualquier otro tipo de competición, se convierte en un cosmos cerrado, una contienda donde los futbolistas son guerreros que representan a naciones, imperios, o son las naciones mismas. El torneo no es sino la continuación de la batalla en el punto en el que se dejó cuatro años antes y se prolongará, por la vía de la estadística y la memoria, hasta el infinito.
¿A quién se le ocurriría fijar las elecciones municipales y estatales en pleno mundial? Eso es lo que ha sucedido en Méjico este mes de julio. La respuesta más evidente es que los interesados eran una clase dirigente, que veía la oportunidad de cocinar los resultados al margen de la escena pública. A todos los empresarios, funcionarios públicos, narcos, políticos que manipulan a su antojo y sin sonrojo un país que se reparten en régimen plutocrático que ya casi nadie tiene la poca vergüenza de llamar democracia.
Con toda la plebe narcotizada con una infusión de césped, cegada por la luz de los focos del estadio, los sacos de billetes, las prebendas y las concesiones podrían entregarse a plena luz del día y sin molestias.
Sin embargo, muy al principio de la campaña electoral, México fue eliminada por Argentina (de nuevo, una continuación de la batalla entre naciones iniciada en ediciones anteriores del mismo torneo). Ahí fue cuando pensé que algo había fallado a los plutócratas y podría estallarles la patata caliente entre las manos.
Pero no, la trampa continuó. Ambiciosamente y a plena luz del día se asesinaron candidatos, se repartieron sobornos y promesas y se compraron votos. En las zonas indígenas, se apresaron adversarios políticos, se asesinaron líderes comunales y hay numerosos grupos de personas que han desaparecido, abandonado sus comunidades o, simplemente, muerto.
Nada de esto perturbó, dentro ni fuera del país, la consumación de la pantomima. La prensa apenas hace alusiones ligeras a los crímenes y pasa de puntillas por datos como que casi nadie fue a votar.
Pero no había fútbol, narcótico, ni deslumbrante. Dio igual; daba igual desde el principio. La coincide ncia de fechas sólo fue casualidad. Tan poco épico como eso, paradójicamente, tan mejicano.

jueves, 1 de julio de 2010

El hombre que defendía un derecho

(Extraído de “Crónica de una Guerra Anunciada, Reiterada y Sangrienta de América”, que se consumará antes de que se escriba):
(…)
“¡Yo soy un anticapitalista!”, vociferó con entusiasmo el abogado defensor. Como no estaba ante un juez, ni ante una solemne comisión investigadora, sino en el oscuro bar de un hotel, en la mesa más alejada, no tuvo reparos en mostrar sus alharacas.
“El problema es sencillo –prosiguió-. Los derechos de los Pueblos Indígenas han sido cercenados. Nadie les consultó sobre instalar en su Tierra aquella fábrica. Como en la colonización, repetimos la Historia. Pero éste es un colonialismo empresarial, igual de grave y descontrolado. Fue el Gobierno quien permitió la entrada a la Empresa, ¡ah, esos ladinos aceptaron sus dádivas y se broncearon en playas privadas con el dinero manchado de la sangre de los Pueblos. Celebro el sudor frío que recorrerá sus frentes al observar las cantidades que tendrán que devolver a las empresas, créditos de Bancos Mundiales y Fondos Internacionales por haber incumplido su palabra, que selló en forma de licencia de explotación. Yo lo he descubierto, yo lo investigué; me ampara la Constitución y el Convenio de la Organización Internacional de los Trabajadores y la Carta de los Derechos”.
Apuró su cerveza y pidió una más. El puño izquierdo levantado y un bol de cacahuates y pipas de calabaza sobre la mesa que agarraba con ansiedad fueron testigos de aquello. Solo, en el rincón, dio forma a su impecable estrategia procesal. Primero iría ante la Comisión, repleta de internacionales comisionados y después ante la Corte y sus jueces cortesanos.
(…)
Cada Amparo Constitucional tuvo sentido y contribuyó al éxito de su misión. La licencia fue retirada.
(…)
Al poco, regresó al mismo bar donde trazó su estrategia, esta vez con el documento que acreditaba el triunfo de su razón. Ocupó la misma mesa y bebió tequila.
(…)
Nadie podría decir quién fue la primera persona que murió después de que hubo cerrado la Empresa que ilícitamente se había instalado en la Tierra. Nadie acertaría si fue de los favorables a la Fábrica, o fue de los contrarios. Tampoco qué familia aportó el primer muerto, ni en cuál hubo más víctimas o la tragedia fue mayor, pues en cada casa y cada familia, empleados y detractores de la Empresa se repartían por igual. No había padre sin un hijo con el uniforme Corporativo, ni hijo sin un hermano que boicoteara las instalaciones con un pasamontañas.
Las madres lloraron las muertes y fueron las madres viudas de sus nietos.
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Para la instalación de la siguiente Fábrica se respetó el derecho del Pueblo a decidir y se convocó un referéndum. Nadie votó, porque nadie quedaba. Los más habían caído asesinados y, quienes no, habían huido de aquel lugar de miseria y olor a muerto, con el corazón podrido y podridas las manos por un virus de odio fraticida y asesino.
(…)
Tampoco a los ladinos políticos les fue mejor. Como hienas, habían vendido su país a postores mediocres, y como tales hienas fueron perseguidos y alcanzados por sicarios que mataban por el precio de un almuerzo en una franquicia norteamericana de costillas asadas con salsa de Jack Daniel’s. Parece que muchos de aquellos matones habían sido trabajadores atormentados por la destrucción de sus familias por la oscura historia del cierre de una Fábrica extranjera en algún lugar del país, o del continente.
(…)
De lo que sí existe la certeza es que todos los créditos millonarios solicitados para la instalación de la Fábrica se abonaron, quetzal a quetzal, sol a sol, peso a peso. Los cientos de millones que se adeudaban al Fondo Monetario y Banco Mundial estaban avalados con el patrimonio del Estado. No devolver la deuda externa nunca fue una posibilidad y religiosamente fueron cubiertos, capital y elevados intereses, empobreciendo el país para siempre.
(…)
La última mañana, el abogado defensor, la pasó en el mismo bar de siempre. Junto a una cerveza a medio empezar, dejó una hoja con unos versos de Pacheco “En la ciudad hay temor / Dejan por todas partes un reguero de muerte y mutilaciones / En cada esquina se produce un asalto. / Grupos innominados asesinan a alguien por lo que hizo o no hizo. / Arde una guerra que no encuentra nombre / Unos contra otros. Todos contra todos”.
Creo que no me extrañó que se quisiera suicidar, sino que no lo consiguiera (…).