viernes, 14 de agosto de 2009

Esta historia tiene que ocurrir necesariamente en 1990, un plazo más que suficiente para que transcurra el plazo de prescripción de la conducta llevada a cabo por mi madre. Recuerdo que era muy pequeño, un día cualquiera apareció con dos libros fotocopiados para mi. Ninguno de los dos me cambió la vida, pero ahí estaban. Con dibujos infantiles y simpáticos pero con pocas tonterías y sin rodeos: de dónde venimos y qué me está pasaando. Para disimular su conducta, me los entrega coloreados por ella misma, como pidiendo disculpas por no haber traído el original.
No necesito explicación para ninguna de las aventuras que me descubre este manual de sexualidad para niños, pero nunca me faltan las respuestas si las respuestas son otras.
Muchos años después, ya en Madrid, pocos días antes del corte de las clases por Navidad - quizás muy pocos- llamo a casa por teléfono con la esperanza de que alguien por ahí me hubiera comprado un billete de tren de vuelta a casa. Las plazas están todas ocupadas y a mi me preocupaba mucho más hacer siete despedidas consecutivas con los amigos que cruzar la calle y entrar en la agencia de viajes de Raimundo Fernández Villaverde. Obviamente, por fortuna, nadie ha comprado el billete por mi. Casi todos los niños vuelven felices a casa y yo, que no afino sufiente el tiro, tengo que hacer una escala técnica, donde me espera mi abuelo - una vez más- refunfuñando. Él paga los platos rotos pero, afortunadamente, nadie hizo por mi algo que era mi responsabilidad.
La cuestión es, ¿todo el mundo aprende las lecciones? Lo bueno del mes de agosto es que da para mucho terraceo . En Madrid apenas queda gente. Todo el mundo está de vacaciones y, los que quedamos, casi contagiados por el espíritu vacacional que nos llega a través del telediario de Antena 3, damos poco de sí, hasta el punto de que todos los días son viernes. las cervezas, con menos gente y, por tanto, más intimidad que otras veces, permiten percibir a los demás con menos interferencias. El mensaje llega casi nítido y nos desprendemos de las capas de sulfóxido que nos protegen del exterior.
A poco que se observe con detenimiento, todos somos una biografía de nuestro origen. No necesariamente para bien, ni tampoco para mal. Da la casualidad de que no queda más remedio que bajar al bar con el típico insoportable repeinado, que se ha marchado de casa a un piso que le han comprado, pero aún disfruta del planchado, cocinado y fregado de la chacha de la casa paterna. O te toca al lado la insoportable seudojipi, pasada de moderna y enrollada que agarra la cerveza como si fuera un camionero, como cualquier otro tío, pero cuyo nervio de acero se desvanece hasta volverse princesita en el trance de la dolorosa.
La primera reacción es de rechazo. Cara de asco, prejuicio y a casa, con la certeza de que mi elección de modelo de vida buena y mi comportamiento que de ahí sale son los mejores que existen. Y el infierno son los otros.
Hay un estudio sociológico realizado sobre 100 niños alemanes que afirmaron que ser alemán era lo que más molaba.
La otra, menos golosa, preguntar. A lo mejor el chaval enfundado en Patrico nunca ha tenido ocasión de que le obligaran a valerse por sí mismo. A lo mejor ha estado siempre coaccionado por una familia que no valoraba su valía y que le creía incapaz incluso de elegir a sus propios amigos. Puede ser.
Y a lo mejor resulta que la otra chica es en realidad así. Llana y dulce, porque tenía (yo qué sé) siete hermanos varones.
Un gran amigo dice que cada día analiza más y juzga menos. Y tiene gran razón. Un análisis que debe empezar en los demás y terminar en uno mismo. Durkheim siempre dijo que el hombre es una tabla rasa, donde le escriben quién va a ser antes de que sepa defenderse. A veces nos grabaran un poema o nos pintarán un bodegón. Otras, un borrón. Y todo ello nos queda grabado a fuego. Esa no es nuestra culpa, pero no es responsabilidad de otros que nos preguntemos el por qué de todo. Si hemos sabido aprender lo que nos enseñaban, e incluso si aquello era bueno.
Tomás Moro sacó a los abogados esos picapleitos de profesión, de su utopía... qué razón tenía y qué poco aplico yo este artículo a mí mismo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Lo que sé del viajante

Hoy lunes por la noche. En el techo de mi casa hay un ventilador antiguo que menea el aire caliente. Parece que va a desplomarse y rebanarme el pescuezo. En la Sexta termina una comedia americana de amor. Los típicos malentendidos entre un dentista y su vecino, un asesino a sueldo interpretado por Bruce Willis, y ambos acaban encontrando el amor en dos rubias americanas de dientes blancos que encarnan a la perfección el sueño americano. Todos alcanzan sus metas y los planes salen bien. Los galanes manejan millones de dólares ganados en el juego, a través de la mafia o como prestigiosos abogados - qué más da-. Y los emplean en ganar el amor de una rubia de ojos verdes, que se acaba entregando en un embarcadero de Chicago bajo la bandera de las bandas y las estrellas. Enternecedor.
Domingo por la noche, ayer. En el Teatro Español, ningún ventilador menea un aire igualmente caliente. Es la última representación de la tragedia de Arthur Miller "Muerte de un Viajante" y no cabe un alfiler. El protagonista, Willy Loman, es un viajante sesentón que ya no cae bien. La empresa para la que trabaja le retira el sueldo fijo y acaba por despedirlo. Las deudas impagadas se acumulan. Entre las facturas, el último pago de la hipoteca, tras 25 años de sufridas mensualidades. Charlie, el hermano de Willy le ofrece un trabajo en su humilde pero saneada empresa, pero no lo acepta. Es demasiado orgulloso para admitir que él, un reputado viajante, esté solo, despedido y hundido al final de su carrera. Tampoco sabría cómo explicar el fracaso a su mujer, a quien adora tanto como infiel le fue durante años.
Willy tampoco se lleva bien con su hijo mayor, un cleptómano de 34 años que ha vagado por todo tipo de tareas sin encontrar sosiego en ninguna. Pero eso Willy no lo ve, ni quiere verlo. Vive obsesionado con las enormes cualidades que su hijo mostró en el equipo de fútbol del instituto. Todas las universidades suspiraban por el crío. Allí, en la universidad, habría tenido a todas las rubias de ojos profundos. Pero fracasó. Suspendió matemáticas, sorprendió a su padre con la amante, robó unos balones del gimnasio del colegio y, desde entonces, nada ha ido bien. No hubo ojos profundos, sonrisas cómplice bajo la bandera americana, ni contratos millonarios para ser quaterback de los Broncos de Denver.
El completo antihéroe, cuya distancia del sueño americano sólo es comparable al tamaño de la mentira en la que vive. El miedo a no cumplir con lo esperado, mucho más cruel que el fracaso mismo. Una tragedia de trágico final para un personaje impecable que acepta su carga sin chistar. Como la mayoría de nosotros, creo.
El sábado, en el bar, aceptamos que, al acercarnos a la rubia de ojos marrón miel, el desenlace va a ser un solitario plato de espaguetis precocinados en el sofá de casa. En la vida real - que no la escribe Homero- Helena no sigue a Paris a Troya, se queda tranquila en Esparta con Menelao sin Ilíada ni caballos de madera.
De este modo, las tragedias permiten al ser humano evaluarse a sí mismo, en su justa medida, con lucha pero sin sueños ni modelos idílicos que no son reales.
Arthur Miller, hijo de un empresario textil arruinado en la Gran Depresión, lo sabía. Lo sabía tan bien que estuvo casado con Marilyn Monroe, la rubia imagen de ese sueño que no se consigue. Él mismo decía que donde gobierna lo patético y, finalmente, resulta lo patético, la posibilidad de victoria siempre debe existir. Al menos para un personaje que disputa una batalla que no puede ganar de ninguna de las maneras. A él, Marilyn le abandonó por un cantante francés.
Ésa es, precisamente, la victoria. La lucha incluso obstinada de las batallas perdidas que lleva de lo angustioso a lo sublime.
Por eso ayer salí contento del teatro, buscando el libro para mi hermana adolescente. y hoy me acuesto simplemente jodido. Por eso quizás es bueno que la gente normal no tengamos una Helena que desate guerras en Troya. Y nuestra Odisea única sea un peregrinar a casa, a por el plato de espaguetis. Patético, real y sincero.