viernes, 3 de diciembre de 2010

Esperanza,

Esperanza la del maera (literally Esperanza of the man known as Wooden, or Hope wife of the man known as wooden), was an old woman born in Seville, in the very artistic and folkloric district of Triana (they claim to be an independent republic inside Seville). She had an awful life. She lived her entire life hidden behind a cruel man nicknamed “el maera” (the wooden) because of his tough forms. El maera was well known in the Flamenco world. It is said that Ava Gardner was in love with him. But he did not want Esperanza to show her art. She grew up her children, and never had the opportunity to become a singer.

But Esperanza (hope), never lost her hope. 13 years after she became widow, when she was 80, she created a flamenco group “Triana Pura”, with other elderly neighbours. Art was thru the veins of them all. They recorded a LP “De Triana, al Cielo”, (from triana to heaven) with a huge success, “el probe Miguel” (poor Miguel, but with an orthographic mistake very common in illiterate post-civil war andalusian people, in fact, all of them were illiterate).

Esperanza died a few months later.

Did she become an artist? No, she had always been an Artist. Did she have hope? No, she was Hope. Hope, la de Triana

This is not the song that made them famous, but one of the most beautiful songs I ever listened. Enjoy Esperanza

http://www.youtube.com/watch?v=6exNUayPilA

viernes, 26 de noviembre de 2010

Acción de Gracias


Amaneció plomizo el día de Acción de Gracias. Aunque salí a la hora de todos los días hacia la biblioteca, parecía que fueran tres o cuatro horas más temprano porque no había ni un alma en la calle. Nada se mueve en Nueva York.

En las vallas de las aceras, las bicicletas y los carros del supermercado pugnaban por encontrar un lugar donde amarrarse. Sí, carros y bicicletas.

Las bicicletas de los currelas, que hoy no van a ninguna parte y los carros de los vagamundos.

Es impresionante ver cuántos vagamundos tiene Nueva York. Sobre todo, porque aquí, hasta para vagamundo hace falta tener propiedades. Todo sintecho que se precie carga sus pertenencias, como improvisado caracol, en sillas de oficinas roídas por los años, desequilibradas y con alguna rueda de menos. O en carros robados –o comprados, no pensemos mal- en algún supermercado, precisamente. Siempre cargan un megáfono o una grabadora de voz, aunque rara vez he visto alguno funcionar. Muchos tienen la mirada perdida y hablan sin parar, señalando hacia arriba o hacia el suelo, como pidiendo cuentas a alguien. Pero, si alguna vez cruzan su mirada contigo, debajo de toda su tristeza, parece que reclaman algo de atención. Que llevaran tiempo queriendo hacerse oír, pero ya no les merezca la pena contar su historia. O simplemente para recordarnos que no siempre fueron pordioseros. Quizá por eso el megáfono averiado y la grabadora sin pilas.

Hoy, liberados de la obligación de patrullar las calles con sus carros de cachivaches, estos desamparados se refugiarán en alguno de los hospicios que les ofrecen pavo y algo de beber.

Puedo imaginarme la cena típica del trabajador neoyorquino y no sé cuál sería peor. Para los que tienen casa, o al menos familia, hoy es el día de haber ido a comprar un pavo relleno y, mientras se hace en el horno, preparar una tarta de calabaza para acompañar.

Los días en familia son extraños en este país enorme, trashumante y aislado por un cinturón de algodón, donde el cordón umbilical con los hijos se rompe a los diecisiete años la criatura se va de casa para trabajar en cualquier esquina del país o para estudiar con préstamos pagados de su propio bolsillo. Así se hace más difícil entender la familia como una obligación o una deuda, como nos pasa tanto en España.

Esta falta de obligación les ahorra casi todas las muecas lógicas de cuando uno tiene que comer sapos en familia. Casi todas, no todas.

Acción de Gracias es una de esas ocasiones ineludibles. Y la cena en familia da, para lo que da. Y una vez sentados a la mesa, no es muy diferente a Nochebuena. La mezcla de cariños más o menos desgastados por la rutina o por la distancia se confunde con una cierta resignación a arreglarse con desgana, a maquillar la cara y la memoria antes de sentarse a compartir langostinos junto a unos extraños con los que sólo compartes apellido. En pocas horas, las familias de allí y de acá se ponen al día de la vida del hermano pesado, del tío sátiro, de los insoportables sobrinos mimados o la tía solterona que cada año regala una funda de piel para el teclado del ordenador.

Quizá por la deuda moral o económica, en España nos obligamos a volvernos a juntar al día siguiente – y en Cataluña, como epílogo de la autoflagelación- también un tercer día, San Esteban, para asegurarnos de que todas las rencillas vean la luz, y no quede títere con cabeza.

Aquí, eso no pasa. La cena, bien. Pero debe terminar pronto, porque la verdadera atracción empieza en la madrugada del día siguiente. Como si de una resurrección se tratara, todas las tiendas del país, abren a las cuatro de la mañana con rebajas de verdad escandalosas. Black Friday, lo llaman.

La gente hace cola en la puerta de las tiendas desde varias horas antes y no es extraño que el pavo relleno se reparta a los comensales en Tupper-wares y cada quien se vaya a la tienda que más le guste a esperar hasta que las puertas abran y olvide el mal rato comprando compulsivamente. Y fin de la historia familiar, de las penas y de las peleas.

Todo el mundo a comprar. Y cuestión resuelta.

Eso sí le falta a los vagamundos de Nueva York. Pero mirando de nuevo esos carros de supermercado, a lo mejor no son tan distintos a las compras compulsivas del Black Friday. Tan llenos de objetos sacados de aquí y de allá, que ellos codician. Los carros alimenta la imagen de que, aunque todo nos falle; estemos sin casa, trabajo, familia, pavo, ni tarta de calabaza - o peor aún, pese a que tengamos que aguantar todo ello-, siempre podremos aparcar un carrito en la acera y llenarlo de nuestras propias latas vacías, brillantes como bisutería.Y quizá, en el frío de noviembre, contarle nuestras penas a una grabadora sin pilas o gritarlas al viento, con un megáfono averiado, para que no se molesten los vecinos, que cenan en familia.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Un membrillo en Manhattan


En la parte alta de Manhattan hay un claustro medieval donde se expone una colección de arte europeo, sobre todo de origen franco-catalán y centroeuropeo, de entre los siglos X a XIV. A diferencia de otros muchos templos y construcciones de estilo neogótico o neoclásico en Estados Unidos, muy del gusto de los aficionados al arte de por aquí, estos claustros medievales no son neorrománicos ni de inspiración románica, sino que son, tal cual, del siglo XIV.

Se podría pensar que trescientos años antes de que Colón se topara con las islas orientales, se le hubiera adelantado algún arquitecto catalán al estilo de Gustavino –un arquitecto valenciano formado en Barcelona que revolucionó la arquitectura neoyorquina del último tercio del siglo XIX y que diseñó, por ejemplo, la estación Gran Central de trenes de Manhattan-. Aunque esto sería divertido y podría servir para reivindicar esta tierra como parte de los Països Catalans, una construcción tan majestuosa necesita una historia más fantástica.

Resulta que un escultor americano, George Grey Barnard, se estableció Paris en los últimos años del siglo XIX para estudiar las formas de la obra de Rodin. En los doce años que vivió allí alcanzó gran éxito. Esto, unido a su noble origen y a su pasión por el arte medieval, le permitió adquirir un gran número de obras de arte y construcciones románicas franco-catalanas, aprovechando la ignorancia y la avaricia de sus propietarios y las turbulencias que precedieron a la Primera Guerra Mundial en Europa.

El tamaño de la colección era tal que motivó la preocupación del gobierno francés, que intentó sin éxito aprobar una ley para evitar que los monasterios comprados por el escultor americano fueran traídos piedra a piedra hasta Nueva York, en barco.

Pero el gasto prácticamente lo arruinó para siempre.

Años después, Rockefeller compró a Barnard todas las piezas y con ellas montó el claustro del que estamos hablando en un terreno frente al río Hudson. No contento con eso, depositó en él su gran colección de arte medieval –incluyendo la espectacular serie de tapices del unicornio en cautividad- y compró todos los terrenos al otro lado del río, para que nadie pudiera construir en el entorno del claustro y la vista quedara para siempre como un auténtico paisaje occitano.

Como colofón, plantó un membrillo en el centro del patio del claustro. Después de eso, donó todo el conjunto al Metropolitan Museum of Art, cuando su obra estuvo terminada.

Pero esto no es todo. Como cualquier hermosa historia, también tiene su letra pequeña. Resulta que algunos años antes de todo eso, Rockefeller había contratado a Barnard para que le esculpiera una fuente sobre la creación de Adán y Eva para su finca de Procantico Hills. Pese a que Barnard sabía del puritanismo de los Rockefeller, se empeñó en mostrar las vergüenzas de Adán y, aunque le pidieron que las tapara con un velo, hizo todo lo posible para que fuera prácticamente imposible ocultar los genitales sin mutilar –nunca mejor dicho- la obra.

La disputa de la fuente y el pene se resolvió finalmente en 1923, pero Rockefeller nunca se olvidó de la afrenta. Quizá esperó a la ruina de Barnard para obligarle a cederle su abrumador claustro. Quizá reconstruyó todas las piezas en una elegante colina, en pleno Manhattan y se vengó abusando de la virginidad que Barnard no quiso respetar en su fuente.

Dejó vírgenes las tierras del otro lado del río y, como un gran elogio de la virginidad, alojó allí los tapices del unicornio en cautividad, que son también una metáfora, pues en la Edad Media se creía que sólo una virgen podía ser empleada como reclamo para atraer a ese hermoso y esquivo animal.

Quizá el origen de todo está en aquellos dos membrillos. La osadía del escultor, o la terquedad del puritano mecenas.

O a lo mejor son imaginaciones mías. Pero me hizo gracia lo del membrillo en Nueva York. Y alguna explicación tenía que tener

viernes, 12 de noviembre de 2010

Melancolía de la mala leche


Uno se pone de mala leche por muchas cosas. Tantas cosas. Porque la mala leche es como el empacho. Y uno se empacha igual con las acelgas que con el chocolate blanco o el gazpacho.
Recibir visitas es una gran manera de ponerse de mala o muy mala leche.
Nace como un acontecimiento feliz pero puede llegar a convertirse en una poderosa fuente de estrés, y de mala leche. A la llegada del invitado compras un colchón inflable –y lo hinchas a pulmón, henchido por las fuerzas de la ilusión-. Buscas en el armario las sábanas buenas que traían el apellido bordado en los cubrealmohadas¸ que son ásperas y están amarillentas, pero hacen al huésped consciente del respeto que se le profesa. Del dormitorio sacas una de las mesillas de noche y una lamparita. También un despertador que nunca usas y no sabes poner en hora. Todo colocado con sumo cuidado, como si fueras a dejarlos ahí para siempre. Reubicas el resto de los muebles para que recuerden a una habitación de hotel. Al final, siempre acabas cediendo tu dormitorio a los invitados y te quedas tú mismo con el salón reconvertido. No sólo por hospitalidad, también son las ganas de estrenar el colchón y esa estancia que has diseñado cariñosamente durante la tarde.
Llegan los invitados y, con ellos, el atracón de amistad. Te acuestas a las tantas porque volvéis a contaros –esto pasa siempre- todas las anécdotas que sucedieron en el tiempo en el que estuvisteis más unidos. Las historias del colegio, de un campamento de verano, de las excursiones al campo, de la universidad o de cualquiera de las decenas de ferias recorridas en los veranos locos de hace diez años. No es de extrañar que suenen más divertidas de lo que en su día fueron, ni que dejen un regusto de reconfortante melancolía. Qué rica. No importa cuántas veces se repita esta liturgia, siempre habrá detalles que sólo alguno de los presentes pueda recordar y que los demás acepten, satisfechos por verse retratados en tan irresponsables hazañas.
En los primeros días, amaneces ansioso por seguir recuperando momentos. Como untado de una ungüento para des-cumplir años. El desayuno se parece a los desayunos de entonces –de cuando sea-. Y a la hora de las cañas, saben como entonces, aunque cuesten como ahora y en el espejo del fondo del bar se vea claramente que sois los más viejos del lugar. Pero eso es sólo una apariencia.
Durante tres días das largas a las crisis existenciales, a las frustraciones en el trabajo, el fracaso amoroso, a la clamorosa calva de plata que te asoma al salir de la ducha. A las canas que te nacen y las arrugas que te atenazan.
Es cierto que a los tres días nos vuelven a comer terreno nuestras miserias. Nos pesan las responsabilidades y sobre todo las resacas. No quieres hurgarte los bolsillos y la tarjeta de crédito sufre síntomas de abrasión. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Todas las toallas del baño huelen a perro mojao. No queda papel higiénico ni pasta de dientes. Y hay un ocupa en el dormitorio dejando pelo por todas partes. Ya no sabes qué haces durmiendo en el salón, en un colchón medio desinflado que da unos dolores de espalda del demonio. La alarma del despertador –que nunca supiste poner en hora- salta tres veces por la noche con un ruido insoportable y es imposible volverse a dormir.
Para colmo, cada vez que vas camino de la cocina te estrellas con la dichosa mesita de noche. Quién la pondría ahí. Y qué fea es, por cierto, y qué mala leche.
Inevitablemente, te alegras cuando se van. Te das prisa por meterles la maleta en el taxi, o de empujarlos al metro.
Les das un abrazo algo más frío de lo que debieras y regresas a casa, donde tratas de poner orden entre todo el desastre. Barrer, fregar, doblar el colchón. Tanta gloria lleven, como paz dejan.
Escribes un mensaje de texto con el móvil y lo envías en el instante en el que recibes exactamente el mismo: “Te quiero. Te echo de menos. Gracias”
Melancolía de la mala leche. No es casualidad. Es amistad.

viernes, 29 de octubre de 2010

Cuando yo era chico...

Cuando yo era chico, mi mundo era una barriada. Los viejos llevaban yersis como los de Marcelino. Cuando yo era chico, no sé por qué, en mi tierra hacía más frío. Las casas eran más feas, la ropa se tendía en los balcones que daban a la calle y las mujeres se ponían rulos. Cuando yo era chico, los cristales de las gafas eran gordos y las monturas pesadas y doradas. O pesadas y de pasta marrón. Cuando yo era chico, había una sede de cecé oó en frente de casa de mi abuela que tenía un teatro y una emisora de radio. Yo no sabía lo que podía ser eso, pero siempre tuve la sensación de que allí pasaban cosas importantes.

Cuando yo era chico y no había mercadona, mi abuela me mandaba a la galería a comprarle fruta a Fernanda. La galería estaba frente a la sede de comisiones. Más de un día, me metía en aquel teatro entonces ya desconchado, pensando que fuera a haber un programa de radio en directo, o un teatro de variedades, o una conspiración de obreros. Es que cuando yo era chico, era libre y tenía mucha imaginación.

Cuando yo era chico, mi abuelo veía Informe Semanal.

Informe Semanal, tiene gracia. Cuando Marcelino cumplió noventa años, Informe Semanal le hizo un reportaje. Ese día me reencontré con el mundo de cuando yo era chico. El mundo de Marcelino, que fue la barriada de Carabanchel y el patio de las monjas. Un quinto sin ascensor, sesenta metros cuadrados y su compañera josefina. La ropa tendida, los yersis gordos de punto, tejidos con lana de la que pica.

Se murió Marcelino, el hombre que luchó. Pobre y libre. Con el puño levantado. Sin dejar de luchar jamás, porque vivir pobre después de haber sido casi todo en nuestra democracia es no dejar de luchar.

Cuando yo era chico, Marcelino ya era muy viejo. Pero los dos éramos libres. Yo, gracias a él. Él, gracias.

Gracias, Marcelino

Marcelino Camacho ha muerto

Obtenido del blog de Santiago González (El Mundo, 29 de octubre de 2010)
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/elblogdesantiagogonzalez/2010/10/29/marcelino-camacho-ha-muerto.html

Se llamaba Marcelino Camacho Abad, tenía 92 años y era un buen tipo, un sujeto decente, un hombre honrado. La gente de mi generación creció sentimental y políticamente entre las entradas y salidas de Marcelino, el obrero de la Perkins, de la cárcel de Carabanchel y los jerseis de punto gordo y cuello alto que le tejía Josefina para que no pasara frío en el talego. Perteneció a una generación de comunistas que valoraba la libertad, quizá porque se la jugaba y la perdía casi a diario.

Condenado a veinte años en el Proceso 1001, que comenzó el mismo 20 de diciembre de 1973, en el que ETA asesinó a Carrero Blanco, salió a la calle en uno de los primeros ensayos de aministía política del presidente Suárez. Fue elegido diputado en el Congreso en las listas del PCE el 15 de junio de 1977 y el 14 de octubre del mismo año fue el portavoz del Grupo Comunista y la estrella del debate sobre la Ley de Amnistía, que se votó y aprobó al día siguiente con la abstención de Alianza Popular.


Algunos hechos de aquellos días: Una semana antes de la aprobación de la Ley, el 8 de octubre, era asesinado por ETA el presidente de la Diputación General de Vizcaya, Augusto Unceta, y los guardias civiles de su escolta. Esto debió de pesar en el ánimo de los legisladores, al establecer como fecha límite para beneficiarse de la Ley el 6 de octubre, dos días antes del asesinato. Los efectos prácticos fueron los mismos, porque un efecto colateral de la Ley de Aminstía fue que el asesinato de Unceta y sus escoltas no fue esclarecido policialmente. Sus autores no fueron detenidos; ni siquiera identificados.

Aquel mismo día, 8 de octubre, se cumplían diez años de la captura del Ché Guevara en Bolivia y de su asesinato en la escuela de La Higuera. Diez días más tarde, tres después de la aprobación de la Ley en el Congreso, el Club Siglo XXI tuvo un acto muy significativo. El presidente de Alianza Popular, Manuel Fraga Iribarne, presentó una conferencia de Santiago Carrillo Solares, secretario general del Partido Comunista. Fue un acto simbólico de gran importancia, protagonizado por dos hombres que tuvieron un papel estelar en la Transición: Fraga, al encarrilar a la derecha franquista por la vereda constitucional y Carrillo, al hacer lo propio con la izquierda.

"El conferenciante que les voy a presentar", dijo Fraga, "es un comunista de tomo y lomo". Una semana antes de la aprobación de la Ley, las dos Españas se habían amnistiado mutuamente. Fraga perdonó a Carrillo lo de Paracuellos y Carrillo a Fraga haber estado en el Consejo de Ministros en el que se firmó el enterado de la pena de muerte contra Julián Grimau.

El día 14 de octubre de 1977, Marcelino Camacho, con la corbata que la clase obrera se ponía para las grandes ocasiones, subió a la tribuna del Congreso para defender con un discurso apasionado la amnistía, una bandera que había alzado en solitario el Partido Comunista desde el mes de junio de 1956, en el que el Comité Central aprobó la Política de Reconciliación Nacional propugnada por Carrillo. Aquel año, los artistas plásticos del PCE recorrían España con una exposición colectiva sobre la amnistía. Recordarán el cuadro de Genovés de los abrazos. El día 27 de aquel mes de octubre se firmaron los pactos de La Moncloa. En fin, hechos que los comunistas de hoy han olvidado, precisamente en nombre de la Memoria.

Con el fin de honrar su memoria con mi recuerdo y de paso recordar los hechos, vuelvo a colgar la intervención parlamentaria de Marcelino Camacho, recogida del Diario de Sesiones del congreso de los Diputados:


Pleno del Congreso de los Diputados. 14 de octubre de 1977. Debate de la Ley de Amnistía. Intervención del diputado comunista Marcelino Camacho Abad*:

El señor CAMACHO ABAD: Señor Presidente, señoras y señores Diputados, me cabe el honor y el deber de explicar, en nombre de la Minoría Comunista del Partido Comunista de España y del Partido Socialista Unificado de Cataluña, en esta sesión, que debe ser histórica para nuestro país, en honor de explicar, repito, nuestro voto.

Quiero señalar que la primera propuesta presentadaenesta Cámara ha sido precisamente hecha por la Minoría Parlamentaria del Partido Comunista y del P. S.U. C. el 14 de julio y orientada precisamente a esta amnistía. Y no fue un fenómeno de la casualidad, señoras y señores Diputados, es el resultado de una política coherente yconsecuente que comienza con la política de reconciliación nacional de nuestro Partido, ya en 1956.

Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los 'unos a los otros, sinoborrábamos ese pasado de una vez para siempre?

Para nosotros, tanto como reparación de injusticias cometidas a lo largo de estos cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, ala única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y de cruzadas. Queremos abrir la vía a la paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir otra. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia adelante en esa vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso.

Hay que decir que durante largos años sólo los comunistas nos batíamos por la amnistía. Hay que decir, y yo lo recuerdo, que en las reuniones de la Junta Democrática y de la Plataforma de Convergencia, sobre todo en las primeras, se borraba la palabra "amnistía" ; se buscaba otra palabra porque aquella expresaba de alguna manera -se decía- algo que los comunistas habíamos hecho, algo que se identificaba en cierta medida con los comunistas.

Yo recuerdo que en las cárceles por las que he pasado, cuando discutíamos con algunos grupos que allí había de otros compañeros de otras tendencias -que después alguna vez la han reclamado a tiros- estaban también en contra de la palabra «amnistía».

Recuerdo también un compañero que ha pasado más de veinte años en la cárcel : Horacio Femández Inguanzo, a cuyo expediente se le llamó “e1 expediente de la reconciliación”, yque fue condenado a veinte años en 1956. Cuando monseñor Oliver, Obispo auxiliar de Madrid, nos visitaba en 1972 en Carabanchel, y le hablaba del año de reconciliación que abría la Iglesia, Horacio le decía: “Si quiere ser consecuente la Iglesia con la reconciliación, debe pedir también en este año la amnistía, ya que lo uno sin lo otro es imposible”. Y le explicaba que él había sido condenado a veinte añoscomodirigente del Partido Comunista de Asturias, precisamente por la amnistía, y que su expediente se llamó “el expediente de la reconciliación”.

Hoy podríamos citar más compañeros aquí: Simón Sánchez Montero y tantos otros, que hemospasado por trances parecidos, pero hoy no queremos recordar ese pasado ; hemos enterrado, como decía, nuestros muertos y nuestros rencores, y por eso, hoy, más que hablar de esepasado, queremos decir que la minoría comunista se congratula del consenso de los Grupos Mixto, Vasco-Catalán y Socialista, y hubiéramos deseado también que éste fuera un acto de unanimidad nacional.

Todavía yo pediría a los señores de Alianza Popular que reconsideren este problema. Nosotros afirmamos desde esta tribuna que ésta es la amnistía que el país reclama y que, a partir de ella, el crimen y el robo no pueden ser considerados, se hagan desde el ángulo que sea, como actos políticos. Por eso hacemos un llamamiento a nuestros colegas de Alianza Popular de que reconsideren su actitud en este acto que debe ser de unanimidad nacional. En esta hora de alegría, en cierta medida, para los que tantos años hemos pasado en los lugares que sabéis, sólo lamentamos que, en aras de ese consenso y de la realidad, amigos, patriotas, trabajadores de uniforme, no puedan disfrutar plenamente de esta alegría. Desde esta tribuna queremos decirlo, que no les olvidamos y que esperamos del Gobierno que en un futuro próximo puedan ser reparadas estas cuestiones y restituidos a sus puestos.

También a las mujeres de nuestro país queremos indicarles que si hoy no se discute este problema, que si en esta ley faltara la amnistía para los llamados “delitos de la mujer”:adulterio, etc., les queremos recordar que el Grupo Parlamentario Comunista presentó una proposición de ley el 14 de julio que creemos que es urgente discutir y que vamos naturalmente a discutir. Pero, es natural, señoras y señores Diputados, que tratándose de un militante obrero, en mi caso, si hablaba antes de que era un deber y un honor defender aquí, en nombre de esta minoría, esta amnistía política y general, para mí, explicar nuestro voto a favor de la amnistía, cuando en ella se comprende la amnistía laboral, es un triple honor.

Se trata de un miembro de un partido de trabajadores manuales e intelectuales, de un viejo militante del Movimiento Obrero Sindical, de un hombre encarcelado, perseguido y despedido muchas veces y durante largos años, y, además, hacerlo sin resentimiento.

Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie. Yo creo que este acto, esta intervención, esta propuesta nuestra será, sin duda, para mí el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento.

La amnistía laboral tiene una gran importancia. Hemos sido la (clase más reprimida ymásoprimida durante estos cuarenta años de historia que queremos cerrar. Por otra parte, lo que nos enseña la historia de nuestro país es que después de un período de represión, 'después de la huelga de 1917 y la represión que siguió; después de octubre del treinta y cuatro y la represión que siguió, cada vez que la libertad vuelve a reconquistar las posiciones que había perdido, siempre se ha dado una amnistía laboral. Yo he conocido -mi padre era ferroviario en una estación de ferrocarril- que en 1931 todavía ingresaban los últimos ferroviarios que habían sido despedidos en 1917.

La amnistía laboral, pues, está claro que es un acto extremadamente importante, conjuntamente con la otra. Si la democracia no debe detenerse a las puertas de la fábrica, la amnistía tampoco. Por eso el proyecto de ley que hoy vamos a votar aquí tiene, además de la vertiente humana y política, otra social y económica para nuestro país.

Francia e Italia, al salir de la II Guerra Mundial, para abordar la reconstrucción nacional y la crisis, necesitaron el apoyo y el concurso de la clase obrera. Días pasados los representantes del arco parlamentario dieron los primeros pasos en esa vía ; la amnistía laboral será el primer hecho concreto en esa dirección que marcan los acuerdos de la Moncloa. No hay que olvidar que salimos de una dictadura en medio de una grave crisis económica, y que todos estamos de acuerdo en que hay que ir al saneamiento de la economía y a la reconversión nacional también, que esto no es posible sin el concurso de los trabajadores, que hay que llevar por ello este espíritu de la Moncloa al hecho práctico concreto de esa realidad.

Señoras y señores Diputados, señores del Gobierno, lo que hace un año parecía imposible, casi un milagro, salir de la dictadura sin traumas graves, se está realizando ante nuestros ojos;estamos seguros de que saldremos también de la crisis económica, que aseguraremos el pan y la libertad si se establecen nuevas relaciones obrero-empresariales y si un código de derecho de los trabajadores las garantiza ; si conseguimos de una vez que los trabajadores dejemos de ser extranjeros en nuestra propia patria. Sí, amnistía para gobernar, amnistía para reforzar la autoridad y el orden basado en el justo respeto de todos a todos y, naturalmente, en primer lugar, de los trabajadores con respecto a los demás.

Con la amnistía saldremos al encuentro del pueblo vasco, que tanto sufre bajo diferentes formas, de todos los pueblos y de todos los trabajadores de España. Con la amnistía la democracia se acercará a los pueblos y a los centros de trabajo. La amnistía política y laboral es una necesidad nacional de estos momentos que nos toca vivir, de este Parlamento que tiene que votar. Nuestro deber y nuestro honor, señoras y señores Diputados, exige un voto unánime de toda la Cámara. Muchas gracias.

* El Diario de Sesiones del Congreso tiene un error en este punto. Donde debería decir Camacho Abad dice Camacho Zancada, que era el nombre del diputado de UCD por Ciudad Real Blas Camacho Zancada. desde aquí se pide modestamente a José Bono, presidente del Congreso que proceda a subsanar el error.

Dos historias para creer

En el festival de cine de Valladolid se proyecta una película sobre Amina, una pequeña de Brooklyn nacida en 2002, hija de unos artistas europeos que decidieron documentar el proceso por el que de ellos iba brotando una nueva vida. A los pocos meses de venir al mundo, Amina desarrolló una leucemia contra la que no pudo, pese a que batalló por varios años. Entre los padres de Amina y Bárbara, la autora del documental y testigo y parte del proceso, decidieron continuar la grabación, aún sabiendo que el argumento de la historia había cambiado por completo.
La situación se terminó llevando a Amina y también a la familia que tanto la esperó, que acabó arrastrada por un sino demasiado cruel, demasiado jodido.
También acabó con las fuerzas de Bárbara, que condenó las cientos de horas grabadas a una esquina del desván del que jamás saldrían. Puede ser que le culpaba por algo de lo que nadie es responsable. Quizá ya no tuviera sentido contar la historia.
En otro tiempo, en un lugar cercano a Brooklyn, nació otra pequeña llamada Kari. Su madre, una joven sin recursos, tuvo que darla en adopción y Kari vivió desde entonces en Long Island, feliz con una nueva familia. Cuando tenía 12 años, su madre adoptiva falleció, dejándole unos pocos datos sueltos y poco conexos, con los que apenas podía trazar el camino de regreso a su origen biológico. Puedo imaginarme que durante los diez años siguientes de búsqueda, empleando todos los medios a su alcance, el número de preguntas e incertidumbres se hizo infinitamente más pesado que las pocas respuestas que podía darle un trozo de papel que contenía los apellidos, edad y el lugar de procedencia de una mujer que quizá ya no existiera. O quién sabe si alguna vez existió.
Con el tiempo, Kari había perdido a su madre adoptiva y la esperanza de encontrar a su madre natural. Pero no dejó de buscar, aún de las maneras cada vez más ilógicas.
Este verano pasado, alguien le sugirió que buscara en Facebook. ¿Por qué no? Delante del ordenador, tecleó sus apellidos e incluyó los pocos datos que tenía: el nombre del barrio de su hospital y poco más. Era absurdo, ¿cuántas Allison habría en Nueva York? Sin embargo, apareció una imagen idéntica a la suya. Kari escribió una carta temblorosa, explicando cómo, dónde y cuándo nació, preguntándole a aquella imagen desconocida, si no tendrían algo en común, si no tendrían cosas de qué hablar. Tres horas después, con la respuesta al mensaje, Kari recuperó la fe y conoció a su madre. Con la enloquecida fuerza del desaliento.
Con la misma fuerza y la misma falta de fe, Bárbara, ocho años después, sacó las películas de Amina del desván. Y se encerró con un ordenador, seguramente sin pensar que aquella historia merecía ser contada. Sin esperanzas, cerró un círculo con la dureza y la ternura de la vida real, en la que se podrán mirar todas las personas que sufren y resisten y encontrar, por lo menos, un motivo para unirse y seguir luchando.
No sólo eso. Todos podemos aprender de Bárbara y Amina, como de Kari y Allison.
Aprendamos que, en esta puñetera vida, tenemos permiso para casi todo. Para enfadarnos o presumir. Para ser optimistas atormentados o pesimistas insolentes. Para insultar. Para dar marcha atrás, recapacitar, y reemprender la marcha ilusionados, expectantes o desesperanzados. Con nuevos métodos o los de siempre. Licencia de ser ortodoxos, pícaros, creativos o simplemente tercos.
Pero nunca se debe abandonar. Porque todo muro tiene un hueco. O se puede atravesar, o saltar o tirar de un cabezazo. Y toda puerta tiene un felpudo y una llave debajo que la abre. Quizá, dijo Ángel González, sea necesario un ancho espacio y un largo tiempo. Está bien.
Pero en el éxito de todos los fracasos, en la enloquecida fuerza del desaliento… aún nos quedan razones para creer.

viernes, 22 de octubre de 2010

La vida de nuestros padres


Marisol se ha hecho jefa de la policía con 20 años. Una estudiante de 20 años quiere ser la ley en un pueblo del Valle de Juárez, un campo de batalla que se disputan el Cártel de Sinaloa, de El Chapo Guzmán; el Cártel de Juárez de Vicente Carrillo; el Cártel de los Beltrán Leyva y Los Zetas.
Está ahí porque nadie más se atrevió con la placa de sheriff. Ella dice que lo único que quiere es no vivir peor que sus padres, aunque tiene miedo y siente el peligro.
Precisamente de peligro habla las muertes chiquitas, un trabajo de investigación de una fotógrafa catalana que se expone ahora en Nueva York. Habla de la relación entre el peligro y la sexualidad; el peligro y la cultura; el peligro y la compra en el supermercado. Habla de vivir en el peligro de un México en el que ser mujer, en ciertos lugares, es un peligro en sí mismo. De cómo hacer para tener una rutina que incluye necesariamente armas, disparos, drogas, amenazas. Habla de la necesidad del ser humano de sobrevivir y de su capacidad para hacerlo.
Sobrevivir, una expresión que me encanta. Y una facultad que no sé si me gusta demasiado. Confieso que siempre me fascinó la habilidad del ser humano para crear una realidad digerible a partir del inderogable hecho de que el sol sale todas las mañanas y hay que seguir viviendo. Esto es, mi compañero de piso –por ejemplo- pasó su infancia en el sur de El Líbano, en plena guerra civil. Para él, las bombas cayendo a pocos metros de su casa son un recuerdo de infancia. Como para mí los helados de vainilla y fresa de las campanas a setenta y cinco pesetas, o los dulcipicas del carrillo de María. Admirable.
Pero pasa que vamos demasiado lejos en el desarrollo de este instinto. Llevamos la supervivencia al grado de caradura e impunidad. No hablo de quienes roban, delinquen, nos insultan y amedrentan, sino de nosotros quienes, indiferentes, lo permitimos, primero y lo olvidamos, inmediatamente después.
No han pasado ni dos años en Estados Unidos y ya nadie se acuerda de todos los que estuvieron metidos en el ajo del escándalo de las hipotecas basura. No se habla de los compradores inconscientes, que no se preocupaban por el coste de la hipoteca a partir del segundo año. Ni de los agentes que vendían los créditos, a quienes les importaba bien poco si la persona que se llevaba la casa tendría un sueldo para pagar la hipoteca al mes siguiente. Ni de los banqueros, que sabían que aquellos préstamos eran impagables y contrataron a otros bancos para que maquillaran aquella basura y se la vendieran a otros codiciosos ignorantes.
Todos aquellos que estuvieron en el ajo siguen trabajando, ahí mismo, donde estaban, con los mismos sueldos y las mismas ambiciones. Y no nos importa nada.
Aquello no es lo único que quedó en anécdota”, me recuerda una amiga que me ha invitado a desayunar. Tampoco a nadie le importa ya el vertido de petróleo en el Golfo de Méjico. Dos meses después de la mayor catástrofe natural de la historia de Estados Unidos, el New York Times, el diario de referencia del progresismo, no hace ni una sola referencia.
Nadie ha dimitido en BP, después de los primeros días. El gobierno pasa de reformas legislativas, vaya que la economía se resienta. No hay manifestaciones, ni nadie discute en la televisión sobre la enorme mancha de alquitrán. Está en medio del mar, eso es todo.
Sólo a lo lejos, se oye a una manifestación. A lo lejos. Es Francia, que grita. Algo de esperanza. ¿los motivos? Evitar la reforma de las pensiones. Evitar el aumento de la edad de jubilación de 60 a 62 años; de 65 a 67 si no se ha cotizado suficiente.
En la televisión, los jóvenes gritan. Aún no han trabajado y no saben si podrán hacerlo, si algún día quieren. Pero ya piensan en jubilarse.
Miles de jóvenes detrás de una pancarta que reza “no queremos vivir peor que nuestros padres”. Curiosamente, las mismas razones que Marisol tiene para luchar en Juárez.
Qué distintas maneras de sobrevivir. No sé si me he explicado.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Por el largo caminito

A mi tío Abel Miranda, que descansa sentado en una piedra, al final de su camino


Desde las siete menos diez suena el despertador cada cinco minutos. Mecánicamente lo apago. “Levántate clavo. No, que estoy clavado…”. Sé que me había prometido salir temprano de casa esta mañana. Que llegaría por una vez con tiempo a mis citas y no olvidaría el móvil, la cartera o las llaves por culpa de las prisas.
El sol aún no ha salido, pero entra una raja de claridad por la ventana que apunta directamente al lateral de la cama, donde están los restos de un tiramisú de supermercado a medio comer. A nadie que me conozca le extrañará que me llevara el postre al dormitorio, que varios trozos se me cayeran por el suelo y ahora todas las hormigas de Nueva York disfruten de un festín de bizcocho y queso mascarpone. Para el duro invierno, imagino.
En ese primer momento en el que uno apenas puede con el peso de sus párpados es cuando sobrevienen todos los problemas habituales, agravados por el hecho de que hagas lo que hagas, probablemente mañana seguirán ahí. Exactamente igual que ayer. Los sueños que te estremecieron durante la noche, y que hasta hace un minuto parecían pura realidad progresivamente se disipan y olvidan. Has volado, o planeado al menos. Has buscado desesperadamente un baño, sin encontrar ninguno. Te has peleado, has regresado al colegio, has llegado tarde a exámenes de asignaturas que creías haber pasado hace años o has ido al trabajo descalzo – o peor aún, desnudo-.
Esta mezcla de sueño y vigilia te nubla la vista y, sentado en la cama, plantas un pie en tierra y te preguntas “¿Por qué?”.
Y en el suelo, hormigas. Describiendo una línea sorprendentemente larga que las trae y lleva de algún lugar ellas conocen y yo no. Siete y trece de la mañana y, con seriedad y entusiasmo – eso me pareció-, cargan bizcocho embarradas de pegajoso sirope hasta las patas y reemprenden el viaje. Ninguna protesta. Muchas han muerto o agonizan pegadas en el lateral del vaso unas; otras bajo el dedo gordo de mi pie izquierdo.
Las piso contrariado, enfadado. Les tengo tanta envidia que les retiro el dulce que ellas aún quieren disfrutar (también por una prosaica necesidad higiénica). Envidia de su facilidad para encontrarle sentido a sus vidas. Para que les merezca la pena sacrificarse por un trozo de un postre industrial fabricado en alguna factoría de Michigan con todos los conservantes y colorantes del mercado. De que les baste con mirar las antenas de la hormiga inmediatamente anterior para tomar sus decisiones. De que ni siquiera tengan decisiones que tomar. De que no puedan ser conformistas, ni rebeldes, ni intelectuales, madres de familia, paradas, jubiladas, enfermas o enfermeras. Sin una razón para levantarse, ni demasiadas para tener que hacerlo.
Su destino se cumple con hacer la fila. Después pueden morir tranquilas.
No pasan ni dos minutos desde que retiro el vaso, cuando ya no queda rastro de ni una de ellas. Quizá unas pocas que cargan chocolate que, por lo que se ve, es más pesado y trabajoso que el bizcocho.
Al regresar de la ducha, barro los restos del combate contra las hormigas y contra mis propias miserias. Unas las dejo en la basura. Las otras son las piedras de mi camino, con las que tropiezo muchas más de dos veces. Están iluminadas por un sol que ya se mete con terquedad por la ventana. Mientras las recojo cuidadosamente y las cargo en mi mochila sigue retumbando en mi mente la misma pregunta: "¿Por qué?".
Por qué cargar todas las miserias y hacia dónde cargarlas. mis tareas por hacer, mis trabajos por entregar, las llamadas pendientes a mi madre; mis frustraciones, mis amores y desamores –que también pesan-, todas tienen su hueco.
Con un termo de café, con la mochila cargada y sin respuestas, bajo a la calle y tomo mi camino de todos los días. El largo caminito que me trae y lleva de un lugar que nadie conoce ni yo tampoco, hasta que desaparezco entre un río de gente. Como otra hormiga cualquiera, pero consciente de que me asomo al abismo de saber que llevo en la mochila piedras para comer. ¿Y por qué? Porque de lo que se come se cría, puede ser.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Etimológicamente hablando


Nueva York es el gran circo del mundo, unas veces con más gracia que otras. Cada día, una fauna bizarra se tira a sus calles y las decora como si fuera un zoológico, en jornadas de 24 horas. Pero no me refiero a eso. Esta semana, por ejemplo, todos los medios de comunicación del mundo están pendientes del extraordinario edificio de las Naciones Unidas que se levanta, como una gran carpa de circo, en la ribera del East River, que separa Manhattan de Queens.
Con un goteo incesante de jerifaltes, toda la ciudad se ha llenado de jefes de estado que han venido a discutir los Objetivos del Milenio a Nueva York. En sus ratos libres, los que la Asamblea General de las Naciones Unidas les permite, aprovechan para ofrecer sonrisas y argumentos a la gente que se les acerca como si fueran estrellas de Holywood o futbolistas del Barça.
De paso, completan la postal zoológica de la ciudad. Su vida cultural se estimula cuando el primer ministro británico ofrece una charla en mi universidad. Cuando Zapatero es ovacionado en la biblioteca de la universidad de Columbia o Evo Morales imparte divaga sobre el derecho de acceso al agua para la población, en la representación permanente de Palestina ante la ONU.
Todo esto, sin embargo, tiene poco que ver con los asuntos que se supone que han venido a discutir – no sé cómo lo harán, si la mitad de ellos no se dirigen la palabra por razones de institucionalizadas de rencor nacional, pero eso es harina de otro costal- los Objetivos del Milenio.
Los Objetivos del Milenio es un noble plan de actuación en ocho campos distintos, básicos para la humanidad, acordado en Nueva York en el año 2000 por todos los estados reconocidos por las NN.UU., que prevé resultados concretos para el año 2015. Incluyen la universalización de la enseñanza primaria (ja), la consecución de la autonomía de la mujer y la salud materna (ja, ja), la lucha contra el sida y el paludismo (ja, ja, ja), el sustento del medioambiente (ja, ja, ja, ja) y la reducción de la mortalidad infantil y la erradicación de la pobreza extrema y el hambre (perdón, me quedé sin risas).
Y, aunque yo no tenga, dan risa. Payasos. No sé qué pensarán contarse estos señores, ni qué se apuntarán como logro para justificar los millones gastados, pero yo he visto con mis ojos el milenario fracaso de los Objetivos. Creo que estarían de acuerdo conmigo, pero probablemente ninguna de las mujeres centroamericanas cuya situación se deteriora cada día podrá venir a este teatro del mundo a contar su trocito de milenio. Ni podrá ninguno de los pocos supervivientes de la epidemia de Cólera provocada por el hambre, la miseria y la hiperinflación económica en Zimbabue en 2008. Los refugiados, los desplazados, todos los viejos pobres de China y los nuevos de Pakistán tampoco podrán. Todos están muy lejos de las Naciones Unidas. Tan lejos como el millón de pobres que hay en Nueva York, pero no tanto como para que nadie los vea.
Muchos de los políticos que se mezclan con la gente estos días los han visto. En las conferencias, se dejan preguntar por el absurdo del milenio, de los objetivos y de la ONU. Quizá porque no les queda más remedio, se agarran a su estrado, o se retuercen en la silla, responden como pueden y de mala gana se pintan una sonrisa dolorida para salir del paso.
Pero saben lo que hay. Saben que, vista de cerca, una cumbre de alta política internacional no se distingue de un congreso de podólogos en Cuenca. Muchas mesas redondas con galletitas danesas, conferenciantes que se han preparado la presentación en los ratos libres del trayecto de casa al trabajo en autobús, carpetas de publicidad de medicamentos, gente con resaca entre el auditorio y una absoluta sensación de intrascendencia.
No pretendo hacer pornografía sentimental barata, un ejercicio de progresía, cómoda, estúpida e irreflexiva. Y perdón si esa es la impresión. Sólo digo que hay que ser muy ciego, muy imbécil o muy caradura, para no darse cuenta de que el tinglado no funciona y que algún día nos lo tendremos que decir a la cara. Ése será probablemente el momento más doloroso. Quizá entonces la situación no tenga vuelta atrás y la sonrisa que traemos maquillada se deshaga, churretosa, en una mancha de sangre en la mejilla. Nos lamentaremos por el tiempo perdido y, por qué no decirlo, por todos los muertos.
Pero eso no será esta semana, en Nueva York, aunque a muchos de los que ocupen asientos no les falten ganas. No será en este congreso de circo. Muchos querrán llorar, pero tendrán que actuar como artistas que hacen de tripas corazón y de miseria sonrisa. Volverán a resultar graciosos, con sus trajes, ademanes y dichos y gestos apropiados.
Es curioso. Ésa es, según el diccionario de la Real Academia, es la definición de payasos. Graciosos, con trajes, ademanes y gestos apropiados. Payasos, en las Naciones Unidas, aunque sólo sea etimológicamente.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Doscientas cartas de amor y una de perdón





Hoy te podría escribir doscientas cartas de amor y una de disculpa.
La carta primera tendría el rostro enjuto de Frida. Sería una carta doliente y atropellada. Con las venas tumultuosas, recorridas por una sangre oscura y espesa, punzante y llena de alfileres. No sería un tratado de estética, ni un refinado piropo, no crearía una escuela, ni le darían un premio. Ni mucho menos. Serían simplemente colores, el perfume del cacao y el café en los Altos y del mango en sus infinitos prados. Una carta que diera de beber a los bueyes que aran la tierra y cobijo a los campesinos que tienen el rostro agrietado por la sed padecida en las eternas jornadas en la milpa. Sería, por fin, un vestido de domingo en el andador, un lazo amarillo en el cabello y dos largas trenzas.
La segunda carta vendría con la música de un son jarocho improvisado. Cantaría un charro de bigote canoso, en cuya presencia nadie hablara injustamente de las damas. De damas como Chavela, claro.
Por sus letras se sabría la historia del Potrillo, aquel buen gallo borracho, pendenciero y jugador; de esos que a su paso dejan campos en los que no queda ni una flor. De esos que mueren acribillados a balazos en la puerta de una cantina. El cuento del Potrillo lo repetiría cada noche una banda de mariachis ahogados en tequila, llevando serenata por las ventanas que sirven de púlpito a los enamorados y agarre a los borrachos.
Sin duda, una de las cartas sería una mujer de ojos eternos. Sencilla y desnuda. Hermosa y mexicana. Cálida y fría, Iztaccíhuatl.
Alguna de las cartas tendría que ser un tratado sobre la seriedad y las buenas maneras. En un escenario modelo, especial. Al abrigo del sol, un ambiente bohemio y reposado. Y en un susurro pacífico domar la superior fuerza del león que habita en cada indio indomable. Y en una mano la cerveza y en la otra ese licor de agave.
Para ser justos, tendría que escribir una carta de amor aprovechando la servilleta de un mantel de un botanero, si en los botaneros hubiera manteles. Poseído por Pacheco, Lizalde o Sabines, agruparía en rima asonante todos los platillos del menú:
“Camarón al mojo, chile en nogada.
Un taco de tinga, tortas ahogadas,
¿Hay quesadillas? ¿hay arrachera?
Un guacamole, una enchilada,
Que el mole sea verde, o sea poblano
Estos frijoles no me gustan, ya se te apozolaron
Ya calla la boca, ¡llama al mesero!
¿Crees que haya mesa completa,
sin algo de chile habanero?”
Decenas de cartas denunciarían a los caciques que se apropiaron del alma de su pueblo. Que lo hicieron ignorante y desgraciado, simiente de un inmenso y nada fortuito abismo entre los pobres y los ricos, los tontos y los listos. Cartas de verdad desesperadas remitidas al presidente y al gober bonito, a quienes poco o nada les importa. Cartas compuestas de nombres propios, anónimos. Una lista con todos los muertos por el narcotráfico. Los secuestrados, los atracados, los asustados y todos los malnacidos que se enriquecen desde una oficina en gobernación. Otra con quienes lamentan no poder tener una vida decente, lejos de las balaceras, de la prostitución endémica y la humillación. Cartas tan inútiles como necesarias.
Una carta le escribiría a mi familia, de güeros y quintanas. Limones y gonzález. A mi familia de AlSol. Al Joaquín y mi Mara. Se la entregaría a mi hermano, que me encontré en Bruselas y nunca me abandonó. Mejor, la escribiría con él, ahogados en pulque, frente a la maderería del guaje. O, mejor, no la escribiríamos. La viviríamos entre todos y que alguien nos contara lo sucedido al día siguiente, en la terraza del Tío Abel.
Para la última carta, por fin, sólo pediría perdón. Ignoro si alguien ya lo hizo. Por aquellos que llegaron a trataros como esclavos. Robaron a manos llenas durante trescientos años. Perdón por quemar vuestros códices, dudar de vuestra inteligencia y masacraros. Perdón por no haber aprendido a mirar al cosmos con vuestros ojos. Perdón por abandonaros después a vuestra suerte. Perdón por no haber regresado jamás a preguntar qué tal estabais. Por no daros las gracias tras acoger a tantos españoles que tuvieron que huir de la miseria, de la Guerra de Marruecos y la dictadura. Perdón por no respetaros. Perdón por no amaros.
Pero ya está bien. Hoy cumplís doscientos años. Doscientos desde que México es independiente. Doscientos de poetas y boxeadores, doscientos de Marcos y la Ramona. De Madero, Laura Díaz, Cárdenas, Conin y la Virgen de Guadalupe.
Cuando hoy vaya a la cama, lo haré desde muy lejos. Pero soñaré que me despierto en la Boca del Cielo, y desde allí iré a tu casa, con el rostro descubierto y las manos limpias. Humilde, espero que puedas perdonarme. Echaremos trago por ahí, México lindo y querido -hoy que es tu cumple-, que digan que estoy dormido…
Y que me traigan a ti.

lunes, 13 de septiembre de 2010

It was pertinent and true answer which was made to Alexander the Great by a pirate whom he had seized. When the king asked him what he meant by infesting the sea, the pirate defiantly replied: "the same as you do when you infest the whole world; because I do it with a little ship I am called a robber, and because you do it with a big fleet, you are an emperor".
Agustine of Hippo, "The City of God"

viernes, 10 de septiembre de 2010

En otoño, castañas


Siempre he pensado que el otoño huele a plastilina. Huele como la librería Galindo cuando está llena hasta la bandera de madres que preguntan por el libro de sociales de quinto resignadas a que alguien se haya llevado el último esta misma mañana. Septiembre huele a los libros nuevos y los libros heredados; y al rollo de plástico pegajoso que se usa para forrarlos. Ese forro que, al ponerse, siempre deja sobre la superficie del libro unas horribles burbujas de aire. A lo largo de todo el año siguiente, intentas una y otra vez eliminarlas, pasando a diario el dedo por encima, pero reaparecen constantemente. Un día, decides arañarlas con el lápiz y fastidias los dos, libro y forro, para siempre.
Precisamente por sus olores, el otoño siempre ha sido mi estación preferida. Porque la primavera huele igual en todas partes. A flores y a polen. Es perfumada, alegre y agradable, pero común. Contrariamente, el olor del verano siempre es extraño. Lo es porque trae el aroma de las ciudades que visitamos en vacaciones y que seguramente no volvamos a pisar en mucho tiempo, o incluso jamás. El Gran Bazar de Estambul, lleno de especias y turistas; el Covent Garden de Londres, lleno de hojas de té y otras infusiones – y de turistas- o la montaña de Montmartre de París llena de pequeños bistrós –que están llenos, a su vez, de turistas-. Incluso para aquellos que en verano siempre visitan el pueblo de sus abuelos en Asturias, todo es demasiado ajeno.
¿Y el invierno? El invierno no huele. Sólo se nos enfría la naricilla y buscamos cobijarla en el cuello del abrigo, intentando regresar lo antes posible a casa, sin reparar en olores. Una vez allí, el ambiente recalentado de la calefacción sólo nos deja pensar en la primavera de perfumes y el verano de excursiones.
El otoño no tiene nada que ver con todo eso, de ahí que sea especial. Sus olores no son tan sofisticados. Sólo son los del regreso a casa, tras las vacaciones, en esos pocos días antes de que la rutina vuelva a asfixiarnos. El olor y el tacto de nuestra almohada, que tanto habíamos echado de menos y el del guiso de la abuela, que nos espera después del primer día de clase.
Puede que, por lo doméstico y humilde, el olor del otoño no se pueda compartir. Claro que yo puedo explicaros que el olor de Ronda es de castañas asadas porque nuestra serranía está repleta de unos castaños que se vuelven locos perdíos por estas fechas, llenándolo todo de sus frutos e inundando el monte con su color anaranjado. Pero lo cierto es que cada uno puede explicar su propio otoño a modo de réplica, idénticamente genuino, y a la vez todos diferentes, personales. Hogareños.
De alguna manera, gracias a que hacemos del otoño ese ritual de regreso al abrigo de todo lo que suene a nuevo; gracias a que lo hacemos cada año exactamente igual, somos capaces de dar el paso definitivo hacia un curso completamente nuevo, hacia los nuevos desafíos, los viejos miedos y los peligros de siempre.
Sé que, con los años, nuestro tiempo ya no se mide en trimestres, ni podemos estrenar unas ceras Plastidecor y un paquete de 36 rotuladores Carioca para pintarles hojas de colores a todos los árboles que van perdiendo su fuerza y quedándose calvos. También sé que el trayecto volverá a estar lleno de miserias, pero, pese a ello, siempre tendemos un nuevo otoño que nos cargará de vida, con sus olores, que no compartiremos con nadie. Y que, de nuevo, miraremos a la vida con un guiño cómplice y susurraremos: “toma castañas”.

viernes, 20 de agosto de 2010

A cerilla apagada

“La diferencia entre tú y yo, es que yo soy el astrólogo y tú el astronauta”, insistía un amigo en el bar. El tipo de conversación que uno debe dejar que vaya sola.
-Continúa, por favor.-
Sí. Personas sólo las hay de dos tipos. Astrólogos y astronautas. Esto es algo parecido, pero moderno, a lo que decía Colleridge sobre que los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Platónicos son quienes confían en las ideas como realidades, parte de un universo, de un cosmos superior con existencia propia. Yo, obviamente, soy platónico. Luego están los aristotélicos, ésos que sólo creen en la posibilidad de dar un nombre las cosas, individuales, cosas sin más. Aquéllos para quienes la realidad es un premio de consolación mediocre con el que hay que conformarse por culpa de la naturaleza defectuosa del ser humano.
- ¿Pero no estábamos hablando de astronautas, hijo?-
Precisamente. Platón es el de las ideas, el de los conceptos abstractos, el reflejo de los astrólogos. Somos apasionados de la observación de una realidad que existe, pero que está por conocerse, miramos al mundo y tenemos un conocimiento cierto sobre él, sin necesidad de experimentarlo todo. No hay que tirarse con un paracaídas desde un avión para entender lo que se siente. Basta con tener la imaginación suficiente. Igual pasa, por ejemplo, con el amor o el sexo. No es tan difícil la creatividad. Nadie como Cavafis describió en un poema una tórrida noche de amor y sin embargo fue un funcionario de hacienda que nunca estuvo con una mujer. De hecho, era homosexual. Aún así, nadie como él describe la magia de la luz de una vela con una mujer en un cuarto escondido. Copérnico pasó veinticinco años encerrado en una habitación para descubrir cómo funciona el universo.
Los astrólogos tienen algo más de analíticos y reflexivos que de acción, y quizá un punto de voyeuristas. Confían en las ideas de los demás para construir una idea mayor entre todos; es la posición más inteligente porque, en una sola vida, no es alcanzable tener el tiempo de vivir todas las experiencias posibles.
- Pero bueno, ¿y los otros?-
Los astronautas están hechos de otra materia. No creen que exista ninguna realidad absoluta. Por supuesto, nada que pueda verse desde un telescopio. Con un catalejo, todo lo que se puede saber de la Luna es su nombre, sin saber qué hay detrás del agujero desde el que se espía. Por eso, en cierta manera, el astronauta renuncia al conocimiento general, a saber algo de la esencia de las cosas, y sólo vive de la experiencia.
Aunque los paseos espaciales del astronauta son un ridículo grano de arena en la extraordinaria concepción del cosmos de los astrólogos, son los únicos que saben que la Luna existe, y no es sólo una Elisheba, una promesa.
- Pues no me entero, qué quieres que te diga-
Es muy sencillo. Los astrólogos tienen los sueños, los astronautas, alcanzan un sueño. Tan real que lo tocas con los dedos, tan limitado, que puedes tocarlo con los dedos. Cumplir es importante, pero no es nada sin la facultad de imaginar. Ambos son imprescindibles, pero somos tan distintos y nos respetamos tan poco, que a veces uno entiende que llevemos miles de años matándonos entre nosotros. Chiíes y sunníes; católicos y protestantes, izquierda y derecha, béticos o sevillistas. Así podríamos seguir, pero creo que has preguntado mucho. Dime ahora, tú, ¿de quien eres?
En ese momento se me pasan por la cabeza mil respuestas. Quizás decir una: Wheelok, astronauta en la estación espacial internacional cuenta que el espacio exterior huele a bizcocho chamuscado y a cerillo recién apagado. Quisiera decirle que me gusta el olor a fósforo. Pero no, sólo respondo; “¿y tú de quién eres? De Marujita, le dije yo a la vieja…”

viernes, 13 de agosto de 2010

Un filósofo en metro

Como buen estudiante de Filosofía, Matt no está muy preocupado por la realidad. Más bien, aunque lo esté, ha renunciado a actuar directamente sobre ella, quizá porque sea consciente de tener alguna limitación para el ejercicio de la vida en sociedad y que yo no he sido capaz de observar a simple vista.
Cada mañana se levanta dispuesto a reflexionar sobre preguntas absolutamente sencillas que la gente normal jamás nos planteamos y que nunca sabríamos responder. A mi me asaltó de forma inesperada aprovechando que el metro en el que nos movíamos se había parado, para interrogarme de forma bizarra: ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el ser humano? ¿Debe atribuirse gratuitamente la dignidad humana a cualquiera, por el sólo hecho de haber nacido de un hombre y una mujer? Yo intento pensar rápido y dar una respuesta inteligente, pero lo más inteligente que se me ocurre es guardar un riguroso silencio y dejar que el vagón reemprenda su marcha y el ruido metálico al recorrer los raíles interrumpa la conversación.
El gran temor de Matt no es ser incapaz de responder estas cuestiones, que nadie ha resuelto en cuatromil años de filosofía. No es ignorar por qué desde Platón todos los seres humanos están preocupados por alcanzar un remedio de justicia en la Sociedad, cuando el ser humano es un animal esencialmente injusto e incompatible con la noción de igualdad. No. Lo que a Matt le preocupa es ser inútil. No inútil en un plano práctico –lo que podríamos llamar un caradura-, porque con la calidad de sus estudios bien podrá procurarse una cátedra de Filosofía de la Historia que le permita tener un adosado don jardín en Brooklyn, una monovolumen y dos hijos en un buen colegio de pago de Manhattan. Nunca será un caradura.
Le preocupa ser un inútil en abstracto –un personaje de paso-, aquél incapaz de contribuir a que el mundo cambie de alguna manera, y que tantos años de trabajo de su mente no sean tan útiles como lo sería el trabajo de sus manos en una simple mañana plantando árboles en un monte quemado en un incendio de verano.
A día de hoy tiene una enorme deuda con un banco que ha accedido a financiar sus estudios. Ésa la pagará, seguro. A la vez, dedicándose a la vida científica –contemplativa-, a elucubrar sobre lo que querían decir aquéllos que dijeron algo sobre Hegel y Heidegger, piensa que está contrayendo otro tipo de deuda con el mundo que le rodea y que no sabe si podrá pagar alguna vez. Y eso le angustia.
El metro llega a su destino y yo no he abierto la boca. Mientras él sigue hablando, recuerdo una frase de Eduardo Galeano que leí hace tiempo en el mantelito de papel de un bar: “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Creo que Matt lucha para que sepamos donde está la utopía y que es nuestra responsabilidad perseguirla. Creo que somos nosotros quienes estamos en deuda con él, y no al revés. Aunque a todos –a él incluido- nos parezca inútil lo que hace.
Lo pienso, pero no digo nada. Que lo piense él, que se dedica a eso.

viernes, 6 de agosto de 2010

De Momento

Bajo del avión en una ciudad nueva, impresionante, y escribo el artículo sólo un rato antes de que se publique, después de un largo paseo.
Apenas hace un par de días que me marché de Ronda y tengo las heridas aún plenamente abiertas. Me fui con mucha tristeza, como siempre me ocurre, pero esta vez con un dolor algo distinto.
Siempre he estado acostumbrado a regresar periódicamente a Ronda con un zurrón de más o menos anécdotas para regalar. En respuesta, mis amigos allá correspondían con un tropel de historias generalmente divertidas, negocios trepidantes e iniciativas arriesgadas que, después de contadas, nos daban a unos y otros las fuerzas necesarias para mantener el entusiasmo en la lucha de cada día, cuando nos tocara distanciarnos de nuevo
Esta vez no ha sido así. No me encontré historias trepidantes, sino dramas sangrantes, iniciativas insatisfechas, desconfianza y, sobre todo, desesperanza.
Esta vez ha sido un relato quijotesco, donde mis amigos, unos trabajadores infatigables, se golpean, ya desde hace tiempo, contra los molinos de la realidad. Los negocios antiguos ya no venden, los nuevos no funcionan y, los que pudieran funcionar, nadie los financia. Nadie mantiene la ilusión, seguros de que el panorama rondeño sólo podrá ir a peor. Lejos quedan los días en que las fantochadas del alcalde causaban estupor. Ahora las excentricidades de caudillo ni siquiera son noticia.
Después de oírles el relato, callaba, estremecido por su dolor, que es el mío. He escuchado historias de viejos lobos rondeños, superhéroes de todos los días bregados en mil batallas, que ahora se encuentran acorralados y solos ante el peligro.
Nunca debí guardarme la respuesta que el cuerpo me pedía; de quedarme con las ganas de decirles que no tengo la menor duda de que no existen en el mundo guerreros más capaces que ellos de dar la vuelta a la situación y provocar, una vez más, el cambio que nos devuelva a la alegría, a las aventuras de las que nacen las historias divertidas. A la esperanza.
Precisamente hoy, al poner un pie en la ciudad de los rascacielos, el lugar del sueño americano, del triunfo nacido de la nada y el trabajo abnegado, incansable e insuperable, me ha parecido descubrir que mucho de este sueño lo hay en ellos, en nosotros.
He caminado toda la tarde por entre los edificios, primero, en busca de hospedaje y cargado de maletas. Después, impresionado por la altura de las construcciones, la locura de las calles, por los cientos de personajes diferentes que se asoman a las escaleras de incendios como sacadas de una película; delante de sus bares glamorosos frecuentados por artistas y delante de las tiendas de alimentos paquistaníes, africanos, mexicanos.
Al regresar y empezar a escribir, me he sentido el tío más especial de esta ciudad, al que todos miraban y reconocían por la calle: “Mira, ahí va el dueño de una historia que puede cambiar a su antojo”.
Es cierto, creo que todos podemos dar un giro a nuestra película, si lo intentamos con todas las fuerzas. Y con toda la esperanza.
Pero, ni mucho menos, creo que eso lo haya aprendido en una tarde, aunque dijera Sinatra en una canción a Nueva York, si soy capaz de hacerlo aquí, seré capaz de hacerlo donde sea
No creo que haya que irse tan lejos, más me creo lo que dicen los Aslánditcos: Yo sé bien que tengo que luchar para sobrevivir. Puede ser que viva de ilusiones que yo fabriqué, que tenga en los bolsillos sólo arena y fe. Aquí estoy, jodido por este camino que escogí, pero vale la pena llegar hasta el fin. Sé que aún me quedan lágrimas por derramar, será el precio que pague por mi libertad. Quiero sentir que hice lo que yo de verdad soñaba.
Quiero hacer lo que yo soñaba. Porque se trata, en efecto, de luchar el camino hasta el final, por jodido que sea y con las heridas abiertas.
Y de momento eso de luchar, lo aprendí de vosotros, que me lo enseñáis cada día.
Que quede claro.

viernes, 30 de julio de 2010

Instrucciones y croquetas

Era, o fue, el mejor crítico que jamás escuché. Quizá no fuera el mejor, pero sí el más crítico. Lo que es innegable es que jamás lo escuché, porque Jorge Ibargüengoitia se mató en un accidente de coche en Madrid en 1983, cuando yo nací.
Con apellido muy vasco – quién sabe si hijo de emigrantes-, este nada longevo escritor, alumbró antes de matarse algunos de los mejores libros que yo he leído.
Pasó casi toda su vida de autor fuera de México, su país y, aún así, escribía como nadie sobre la forma de ser mexicana, que conocía a la perfección y criticaba con disparos certeros. Entre todos sus libros, por lo gracioso, hay uno titulado Instrucciones Para Vivir en México que es mi favorito, un recetario construido con los artículos que publicaba en el diario El Excélsior.
En el libro, enumera las costumbres –vicios- típicamente mexicanas que le irritan. Las hay absurdas – como la debilidad de los mexicanos por comprar flores para los entierros, exclusivamente cuando concurren dos supuestos: no conocer al finado y que siempre sea corona más barata-, dramáticas –como la pasión de todos los Generales por llevar a cabo levantamientos militares y después gobernar pensando en todas las traiciones sufridas, las que podría haber sufrido y las que le quedan por sufrir, e irremediables – como el complejo del mexicano por ser chaparrito, gordo y prieto o, en su caso, chaparrita, gorda y prieta-.
A mi este ejercicio de distancia siempre me llamó la atención, pero confieso que, a diferencia de Ibargüengoitia, con la distancia sólo me sale pensar en aquellas costumbres que, lejos de irritarme, me seducen. Ésas que sólo aquí existen e igualan a los naturales de Sanlúcar o Cadaqués y los distinguen de un alemán o un chino.
Quizá por tener delante la décima ración de croquetas de El Torero en la semana que llevo en Ronda, el rasgo que más me agrada, y que descubrí hace mucho, es comer por raciones. Sólo aquí se puede comer por raciones.
Para ser ración, no basta con que un plato se coloque en el centro, ni que se pueda compartir. Obviamente, ésos los hay por todas partes. La ración tiene que constar de un número considerable de unidades –de lo que sea- para que todos puedan comer. Va acompañada de pan –o piquitos- y un vaso lleno de tenedores. La ración siempre está hirviendo y el primero que come tiene prohibido confesar que sufre quemaduras en el cielo de la boca, hasta que al menos dos o tres personas más han padecido la misma abrasión. Aunque la ración es una unidad de medida (que se divide, respectivamente en media-ración y tapa), es imposible calibrar cuántas personas pueden comer a la vez. Eso, salvo que se trate de un guiri, porque todos los guiris piden una ración de boquerones en vinagre para una sola persona, que luego son incapaces de terminar.
Y es que, más allá de nuestros monumentos, la Rambla o el Sacromonte, de que prohíban los toros o los declaren de interés público, más allá de la Semana Santa, los Sanfermines, el fútbol o Raúl, el rasgo más extraordinariamente distintivo de este país y de la gente que de aquí se siente – nacidos en Estepona, Mutriku, Los Ángeles o Nueva York- es que fue concebido para estar alrededor de una mesa, sentados o preferiblemente de pie, con una caña (algo que tampoco existe en ningún otro lugar) y compartiendo mucho más que un plato de fritura, servilletas de papel o la cestita con el pan. Se trata de pagar a escote, donde todos ponen por igual, cada uno lo que tiene o un día invitas tú y la siguiente la pago yo. De convivir, por encima de vivir.
Eso, que no es la ración, sino una cosmovisión más generosa, más comunitaria o, simplemente, más arrimada de la existencia, es lo que nos hace distintos a otros lugares y otras gentes, lo que echamos de menos cuando estamos lejos y disfrutamos al regresar y, probablemente, la causa de que nos gusten tanto las croquetas.

viernes, 9 de julio de 2010

La épica, las urnas y las luces del estadio

No podría decirse que el fútbol en Méjico sea una religión. Es mucho más que eso. Acá la gente recita de memoria las alineaciones de todos, y no sólo, los equipos campeones de cualquier liga americana y, por supuesto, de toda Europa. Cada uno tiene su equipo de fútbol dentro de Méjico, pero también de la Premier inglesa, el Calcio y, La Liga. Por esto, al tradicional espacio en cada noticiero ocupado por la actualidad de la pelota doméstica (exactamente igual que en España, por otra parte), hay que añadirle un largo, aburrido y meticuloso repaso a los equipos europeos. Un domingo cualquiera, se observan por las calles de cualquier ciudad más camisetas del Real Madrid y el Barcelona de las que se verían en el Bernabeu el día de un Madrid-Barça.
En comparación con el escándalo que produce cada movimiento del Tri, como se conoce a la selección mejicana de fútbol, todo esto es ridículo. Añadamos a la demencia futbolera el exagerado nacionalismo que impera en este país, donde el himno se reproduce dos veces al día en las cadenas de radio, los caudillos de la independencia y la Revolución son venerados como estrellas del rock y hasta los cereales para el desayuno son “orgullosamente mexicanos”. Cada partido de fútbol se convierte en un plebiscito sobre la destreza y la inteligencia nacional. Las calles se paralizan. Horas antes del partido, todo el mundo se agolpa en los bares o en las puertas de las tiendas de electrodomésticos, con su cerveza en la mano. Cuando Méjico pierde, malo porque nadie está de ánimos para el trabajo o lo que estuviera haciendo. Y Cuando Méjico gana, peor, porque hasta el más intrascendente amistoso es excusa bastante para arrancar una borrachera.
El colmo de esta paranoia se alcanza en los Mundiales de Fútbol. Al fútbol y el nacionalismo sumamos otras aficiones más orgullosamente mexicanas, la megalomanía, la estadística y el gusto por la épica.
Con estos ingredientes, un Mundial de Fútbol, más que unas olimpiadas o cualquier otro tipo de competición, se convierte en un cosmos cerrado, una contienda donde los futbolistas son guerreros que representan a naciones, imperios, o son las naciones mismas. El torneo no es sino la continuación de la batalla en el punto en el que se dejó cuatro años antes y se prolongará, por la vía de la estadística y la memoria, hasta el infinito.
¿A quién se le ocurriría fijar las elecciones municipales y estatales en pleno mundial? Eso es lo que ha sucedido en Méjico este mes de julio. La respuesta más evidente es que los interesados eran una clase dirigente, que veía la oportunidad de cocinar los resultados al margen de la escena pública. A todos los empresarios, funcionarios públicos, narcos, políticos que manipulan a su antojo y sin sonrojo un país que se reparten en régimen plutocrático que ya casi nadie tiene la poca vergüenza de llamar democracia.
Con toda la plebe narcotizada con una infusión de césped, cegada por la luz de los focos del estadio, los sacos de billetes, las prebendas y las concesiones podrían entregarse a plena luz del día y sin molestias.
Sin embargo, muy al principio de la campaña electoral, México fue eliminada por Argentina (de nuevo, una continuación de la batalla entre naciones iniciada en ediciones anteriores del mismo torneo). Ahí fue cuando pensé que algo había fallado a los plutócratas y podría estallarles la patata caliente entre las manos.
Pero no, la trampa continuó. Ambiciosamente y a plena luz del día se asesinaron candidatos, se repartieron sobornos y promesas y se compraron votos. En las zonas indígenas, se apresaron adversarios políticos, se asesinaron líderes comunales y hay numerosos grupos de personas que han desaparecido, abandonado sus comunidades o, simplemente, muerto.
Nada de esto perturbó, dentro ni fuera del país, la consumación de la pantomima. La prensa apenas hace alusiones ligeras a los crímenes y pasa de puntillas por datos como que casi nadie fue a votar.
Pero no había fútbol, narcótico, ni deslumbrante. Dio igual; daba igual desde el principio. La coincide ncia de fechas sólo fue casualidad. Tan poco épico como eso, paradójicamente, tan mejicano.

jueves, 1 de julio de 2010

El hombre que defendía un derecho

(Extraído de “Crónica de una Guerra Anunciada, Reiterada y Sangrienta de América”, que se consumará antes de que se escriba):
(…)
“¡Yo soy un anticapitalista!”, vociferó con entusiasmo el abogado defensor. Como no estaba ante un juez, ni ante una solemne comisión investigadora, sino en el oscuro bar de un hotel, en la mesa más alejada, no tuvo reparos en mostrar sus alharacas.
“El problema es sencillo –prosiguió-. Los derechos de los Pueblos Indígenas han sido cercenados. Nadie les consultó sobre instalar en su Tierra aquella fábrica. Como en la colonización, repetimos la Historia. Pero éste es un colonialismo empresarial, igual de grave y descontrolado. Fue el Gobierno quien permitió la entrada a la Empresa, ¡ah, esos ladinos aceptaron sus dádivas y se broncearon en playas privadas con el dinero manchado de la sangre de los Pueblos. Celebro el sudor frío que recorrerá sus frentes al observar las cantidades que tendrán que devolver a las empresas, créditos de Bancos Mundiales y Fondos Internacionales por haber incumplido su palabra, que selló en forma de licencia de explotación. Yo lo he descubierto, yo lo investigué; me ampara la Constitución y el Convenio de la Organización Internacional de los Trabajadores y la Carta de los Derechos”.
Apuró su cerveza y pidió una más. El puño izquierdo levantado y un bol de cacahuates y pipas de calabaza sobre la mesa que agarraba con ansiedad fueron testigos de aquello. Solo, en el rincón, dio forma a su impecable estrategia procesal. Primero iría ante la Comisión, repleta de internacionales comisionados y después ante la Corte y sus jueces cortesanos.
(…)
Cada Amparo Constitucional tuvo sentido y contribuyó al éxito de su misión. La licencia fue retirada.
(…)
Al poco, regresó al mismo bar donde trazó su estrategia, esta vez con el documento que acreditaba el triunfo de su razón. Ocupó la misma mesa y bebió tequila.
(…)
Nadie podría decir quién fue la primera persona que murió después de que hubo cerrado la Empresa que ilícitamente se había instalado en la Tierra. Nadie acertaría si fue de los favorables a la Fábrica, o fue de los contrarios. Tampoco qué familia aportó el primer muerto, ni en cuál hubo más víctimas o la tragedia fue mayor, pues en cada casa y cada familia, empleados y detractores de la Empresa se repartían por igual. No había padre sin un hijo con el uniforme Corporativo, ni hijo sin un hermano que boicoteara las instalaciones con un pasamontañas.
Las madres lloraron las muertes y fueron las madres viudas de sus nietos.
(…)
Para la instalación de la siguiente Fábrica se respetó el derecho del Pueblo a decidir y se convocó un referéndum. Nadie votó, porque nadie quedaba. Los más habían caído asesinados y, quienes no, habían huido de aquel lugar de miseria y olor a muerto, con el corazón podrido y podridas las manos por un virus de odio fraticida y asesino.
(…)
Tampoco a los ladinos políticos les fue mejor. Como hienas, habían vendido su país a postores mediocres, y como tales hienas fueron perseguidos y alcanzados por sicarios que mataban por el precio de un almuerzo en una franquicia norteamericana de costillas asadas con salsa de Jack Daniel’s. Parece que muchos de aquellos matones habían sido trabajadores atormentados por la destrucción de sus familias por la oscura historia del cierre de una Fábrica extranjera en algún lugar del país, o del continente.
(…)
De lo que sí existe la certeza es que todos los créditos millonarios solicitados para la instalación de la Fábrica se abonaron, quetzal a quetzal, sol a sol, peso a peso. Los cientos de millones que se adeudaban al Fondo Monetario y Banco Mundial estaban avalados con el patrimonio del Estado. No devolver la deuda externa nunca fue una posibilidad y religiosamente fueron cubiertos, capital y elevados intereses, empobreciendo el país para siempre.
(…)
La última mañana, el abogado defensor, la pasó en el mismo bar de siempre. Junto a una cerveza a medio empezar, dejó una hoja con unos versos de Pacheco “En la ciudad hay temor / Dejan por todas partes un reguero de muerte y mutilaciones / En cada esquina se produce un asalto. / Grupos innominados asesinan a alguien por lo que hizo o no hizo. / Arde una guerra que no encuentra nombre / Unos contra otros. Todos contra todos”.
Creo que no me extrañó que se quisiera suicidar, sino que no lo consiguiera (…).

jueves, 17 de junio de 2010

La nota en el árbol

Estaba escuchando el discurso de Atul Gawande como padrino de la promoción 2010 de Doctores en Medicina de la Universidad de Stanford, en California. Este Gawande es cirujano, de origen hindú, del hospital Brigham & Women de Boston, profesor de Harvard y escritor habitual del New Yorker, la revista más cultureta de Estados Unidos. También fue el asesor de política sanitaria de Bill Clinton a principio de los años noventa, entre otras cosas.
A los alumnos de Stanford, en su discurso, Gawande les habla de la infinita complejidad que la ciencia y el conocimiento humano han alcanzado en la actualidad. En medicina, por ejemplo, existen más de 13.600 diagnósticos clínicos. Trece mil formas en las que el cuerpo humano puede estropearse. Lo cierto es que la complejidad y la diversidad de cualquier ciencia, exactas o sociales, crece exponencialmente y supera con mucho la capacidad de una persona para abarcarla y, probablemente, incluso la capacidad de la sociedad humana.
Decía Gawande que, incluso para el mejor de los mejores médicos, siempre existirá una matriz velubial (un concepto verosímil inventado) de la que nunca ha oído hablar y debiera conocerla. La matriz velubial es una invención que el autor usa para referir que todo individuo tiene su talón de Aquiles y que, en este caso, se trata de un inmenso talón oscuro en forma de ignorancia. También para reflexionar sobre lo inútil que ya resultará el trabajo aislado de personas, áreas de conocimiento o industrias, si renuncian a funcionar de manera consistente y coordinada en equipos. Tanto como pensar que el mejor coche del mundo sería la conjunción indiscreta de las mejores piezas: los frenos de un Volvo, el motor de un Porshe, la carrocería de un Mercedes… cuando sólo estaríamos ante un carísimo Frankenstein mecánico incapaz de arrancar siquiera.
Tan ilógico (pero habitual) como pensar en que puedan existir profesionales estrella que tienen al gremio a sus pies y se sitúan, queriendo o sin querer, por su propia voluntad u obligados por la grey, a la altura de galanes de Hollywood o divas del Rock. De estos recela Gawande, quien defiende unos valores diferentes para la ciencia moderna, los del trabajo en equipo frente al individual, de la humildad frente a la tecnología.
Y todo eso está bien. Sin embargo, aún admitiendo que probablemente sea cierto que ningún ingeniero, juez o médico es mejor que otro, sino que su fortuna y precisión dependen del momento, el lugar, el paciente, el caso, el estado de ánimo o la complicidad mágica y espontánea entre dos personas; aún admitiendo que las estrellas suelen caer mal a todo el mundo, que en su empecinamiento suelen terminar arruinando sus vidas y proyectos y decepcionando a todos sus seguidores; aún aceptando todo esto, me temo que les necesitamos.
Porque fue preciso que existiera el Juez Giovanni Falcone, que persiguió incansablemente a la Cosa Nostra para que hoy sean combatidas todas las mafias en Italia y fuera de ella. Es necesario que existan médicos como Pedro Cavadas, el endiosado cirujano plástico valenciano, odiado y envidiado por igual quien, lo mismo que tiene dos Porshes descapotables en la puerta de casa, realiza el primer transplante de cara completa en el mundo y se lleva su quirófano a África para realizar operaciones en Ruanda, Kenia o Sierra Leona durante un mes cada año. O incluso como el mismo Gawande, que no deja de ser una estrella más, entre tantísimas otras en cientos de ramas diferentes de especialización.
Es porque considero que Gawande es necesario, que no estoy de acuerdo con él. Porque, aunque el conocimiento humano sea voraz e inabarcable como una enorme ola, o precisamente por ello, necesitamos de algunas personas que, aún divas insoportables, sean capaces de ir por delante de toda esa ingente masa gris de datos y embarcarse en proyectos suicidas a los que nadie más se atreve, ni desea, acompañarles.
La razón para todo esto es sencilla. Ya la descubrió la nota que una niña dejó en el árbol junto al que la mafia asesinó al Juez Falcone en 1992. La nota decía “no quisiste tener hijos; yo hubiera querido ser una de ellos”.

viernes, 11 de junio de 2010

Una pregunta sobre la Mezquita de Fatih

Estambul es una maravilla. Es el lugar donde se edificó la mayor cúpula levantada por el ser humano en mil años, construida en sólo seis años. Es el imperio que cayó porque los invasores otomanos cogieron en brazos sus barcos y los llevaron del otro lado de la orilla. Es la ciudad del Topkapi, la más maravillosa construcción árabe tras la Alhambra. Es la ciudad de Mustafá Kemal Ataturk (literalmente, Mustafá el Perfecto, el Padre de los turcos), un militar que, a mediados del siglo XX cambió radicalmente el país, olvidó el islamismo para hacerlo democrático, moderno y secular.
De algún modo, Turquía, por lo menos Estambul, no parece compartir el recelo que trasluce el Islam contra todo lo no–musulmán. Quién sabe si será la mano de Ataturk, pero la modernidad de sus gentes no se limita a unos moritos de pelo engominado, zapatos a imitación de cuero negro, calcetines blancos y una camiseta falsa del Barça. Su actitud no es machista, bravucona o pendenciera, ni molestan a las mujeres al pasar con comentarios obscenos. Son moros modernos que, hace mucho, superaron el estereotipo del moro moderno.
Esto significa que las mujeres pueden llevar velo islámico, o no hacerlo; que las turistas pueden pasear con los hombros al aire y vistosas gafas de sol sin riesgo de que nadie les fije un precio en camellos. Afortunadamente, no significa que se les impida vivir de acuerdo con su ley islámica. Quienes lo deseen, pueden arrodillarse cinco veces al día para rezar a Alá. Como musulmana que es, desde todos los puntos de Estambul se oyen las llamadas a la oración por el almuédano a través de un rudimentario sistema de altavoces, que se activan cinco veces al día, en las horas pertinentes para el sermón del Imán.
Esta costumbre religiosa se vive con tanta normalidad como el doblar de las campanas católicas a mediodía para el rezo del Ángelus, que es atendido por feligreses y supersticiosos. Las gentes se dirigen a sus destinos ordenada y bulliciosamente por las calles, cuidando de no arrojar nada al suelo. Los taxis, que se abren paso a duras penas por entre los tranvías del interior de la Muralla de Constantinopla, o que rodean trabajosamente la Torre de Gálata, dan un aire de convivencia poliédrica a Estambul que invita a pasearla, despreocupado, mirando los edificios apretujados de la calle.
Y todo esto es tan mágico, que extraña cómo, al alejarse de Santa Sofía y de la Mezquita Azul ascendiendo la vía Fevzipasa, uno sienta evaporarse el colorido de las ropas veraniegas y brotar una súbita desconfianza. De repente, dos personas que se cruzan por la calle ya no pueden mirarse a los ojos y el ambiente es el de la tierra hostil.
Estas son las sensaciones al penetrar en el Distrito de Fatih. El sentimiento de transportarse a otro lugar, o remontarse en el mismo sitio siglos atrás. Los hombres visten túnica y barba y se saludan con el Alaho Akbar (Dios es Grande), tristemente célebre por ser la frase usada por los terroristas suicidas inmediatamente antes de inmolarse. Toman té y fuman en pequeñas banquetas apostadas en bares a pie de calle para escrutar a los transeúntes. No se miran, ni hablan. Al caminar, arrastran los pies. No hay mujeres en las calles de Fatih, salvo algunas que salen de la Mezquita y se dirigen apresuradas hacia casa, ocultas debajo de un burka negro o un chador, en los mejores casos. La Mezquita, con una larguísima historia, corona el punto más alto del distrito, como un faro o una comisaría. Desde ella, descienden las mujeres que parecen no tener pies, como fantasmas, que levitan hasta desvanecerse al girar por una esquina.
Hay más de cien mezquitas en Estambul. Casi todas ellas, más solemnes, más accesibles, con mayor capacidad, más tradición o, simplemente, más bonitas y coquetas que Fatih.
Entonces, ¿por qué se celebraron los funerales de los fallecidos en el ataque del ejército israelí a la "Flotilla de la Libertad", en un clima de guerra e integrismo, dentro de la Mezquita de Fatih?
Me pregunto por la expedición de barcos salida de Turquía con rumbo a Palestina con ayuda humanitaria; que el ejército de Israel abordó violentamente, matando a una decena de personas. ¿Por qué ese lugar simbólico de Estambul?
Querría saber si fue sólo el lugar más inoportuno o una meditada decisión. No por ser pro, ni antisemita, por la memoria de los muertos o porque me angustien las acusaciones de The Guardian, Libération, o Dominique de Villepin en Le Monde contra Israel.
Sólo por el mero e intrascendente anhelo de, entre tanto odio, saber algo de la verdad