martes, 12 de mayo de 2009

Cruzar la puerta

El Ángel Exterminador es una película inquietante. En una reunión de la alta sociedad mejicana, en una habitación y alrededor de una mesa, unos burgueses charlan animadamente. El personal de servicio va abandonando la casa hasta que, entrada la noche, no quedan más que los propietarios de la mansión y sus invitados. Por algún motivo, de repente, ninguno de los presentes puede salir de la habitación. Algo -o alguien- les impide cruzar el umbral de la puerta. Las provisiones se agotan, las necesidades de higiene son cada vez mayores. Los presentes olvidan su condición social, desconfían los unos de los otros, se atacan, se muerden. Nadie sabe por qué.
No queda rastro de amistad, civilización o respeto. Nada más que impotencia.
Curiosamente, algo así me ocurrió -entendámoslo en sentido figurado- hace días desayunando con un amigo. No se trata de un amigo común. De él me separa una vida y un mundo. Una vida, de los treinta años que nos separan. Un mundo, porque él, que nació en Nueva York, vivió en Alemania, dirigió un gran despacho de abogados cuando a mi me estaban trayendo al mundo y presidía la comisión que regula los mercados financieros en España cuando mi máxima preocupación era el viaje a Canarias de fin de curso con el Juan de la Rosa.
Desayunábamos en su despacho, apoltronados en dos sillones. Él, que mira la vida desde lo alto de un camino cuyo ascenso es complejo. Yo, que no he hecho más que echar a andar, lo miro a él a lo lejos.
Mientras ejercita su mano derecha para recuperar el codo de una lesión probablemente tenística, charlamos sobre la Justicia en España. Insatisfacción de los particulares, malestar de los profesionales y gastos para las empresas. Los pleitos, que duran diez años.
Le comento que necesitamos saber cuánto nos cuesta a la gente normal que la Administración de Justicia no funcione. Cuánto nos cuesta de nuestros impuestos y cuánto nos cuesta meternos en un procedimiento. En el momento que sepamos esto, podremos ponernos con un proceso de cambio. Una verdadera mejora. Juan se me enfada y parece que fuera a tirarme el chisme con el que ejercita su codo en un arrebato de obcecación, ante lo que él llama mi buenísimo, mi ingenuidad. En su opinión, la Justicia, como el sistema electoral o la educación universitaria, es una materia enferma en España. Son miembros cangrenados, asfixiados por la política, que la controla y utiliza con fines partidistas. Tan mal está la cosa, que ni siquiera los propios políticos pueden hacer nada para cambiar el sistema. Estamos encerrados, en una habitación con vistas, presos del Ángel Exterminador de Buñuel. Como si una sola persona quisiera cambiar el curso del río Tajo y estrellarlo en el Mediterráneo.
Su consejo es claro. Mientras antes me quite de la cabeza la idea de que una persona pueda provocar un cambio, mejor para mí, que me ahorraré mis ingenuos planteamientos.
Para Juan, estas grandes empresas sólo pueden quedar a cargo de generaciones completas. Su generación consolidó la democracia. La mía, si se puede, tiene que tunearla.
Apuramos el café entre bromas antes de despedirnos con un fuerte apretón de manos, para nada condicionado por su lesión teística y me marcho contento. Juan es un hombre sabio a quien admiro y sin embargo, se equivoca.
Nos equivocamos todos, si creemos que hace falta el abrigo de un grupo, de una generación o de cualquier otro elemento colectivo para poder atravesar las barreras, reales o no, que encontraremos a nuestro paso. Con más o menos renombre, toda generación no es más que un número de individuos ingenuos, que luchan obstinadamente para cambiar la realidad. Pero su lucha es individual. Aunque años después alguien decida agrupar a todos aquellos majaderos bajo un solo término o generación. Generación del 27, Beat o Perdida. Eso da igual, la puerta la abrieron y cruzaron de uno en uno.
De poco que importa, hasta me olvido de que alguien anda diciendo que la mía es la Generación Cero, por el número de oportunidades laborales, por la negra expectativa.
Sin mentiras. Si la ley electoral necesita un meneo, alguien levantará el dedo pidiéndola cada día, incansable, obstinado y con vehemencia que le den la palabra. Aunque día tras día le den por saco. Si hay que cambiar la Justicia, hay que levantar su dedo índice. Que respondan a nuestro índice con un corazón es algo que no debe - no puede- importarnos.
Tenemos que actuar cada día como si el mundo estuviera en nuestras manos. El hombre nace libre, responsable y sin excusas, decía Sartre. Con los ojos y la boca abiertos. Como el Ángel de la Historia, con sus alas hinchadas por el viento del progreso y mirando hacia atrás y adelante a la vez.
Sin miedo a cruzar la el umbral, nada más. De uno en uno

martes, 5 de mayo de 2009

los garbanzos

La etimología es una ciencia curiosa. Permite conocer el origen de muchas de las palabras y expresiones que usamos a menudo, dando a la realidad una especie de lógica que nos hace comprender todo un poco mejor. Es como un augurio para conocer el presente cuando el pasado parece demasiado difuso. Augurar, por ejemplo, es una expresión que procede de la predicción que realizaban los monjes augures sobre cualquier acontecimiento. Es más, la raíz augur significa mirar las aves, porque mirar los pájaros era en el pasado lo más parecido a la predecir en la actualidad los movimientos de la bolsa.
A veces, las etimologías fallan. Por ejemplo, el día del trabajo que celebramos. La fecha del 1 de mayo se adoptó en la II Internacional, cuando los delegados socialistas de medio mundo se reunieron en París. El primero de mayo de unos años antes había tenido lugar una revuelta en Chicago que se saldó con la condena a muerte de sus instigadores. Esto que, sin duda, representaba un acontecimiento trágico digno de recuerdo, no era ni mucho menos de la gravedad de muchos de los incidentes que recorrían Europa. Allí lo que pasó es que los condenados por aquella huelga eran sindicalistas anarquistas, minoritarios en los sindicatos americanos. A través de esta conmemoración, la Internacional intentaba políticamente acercarse a un terreno más o menos ignoto pero de gran potencial de crecimiento como eran los Estados Unidos. Un acto de propaganda, vamos.
En España, aunque la celebración se oficilalizó hace unos 30 años, la historia no es menos curiosa. En 1977, con unos sindicatos ilegales ansiosos por poner sobre la mesa sus reivindicaciones, se planteó la posibilidad de organizar una manifestación. Evidentemente, a los grises de turno en sus últimos coletazos no les haría ninguna gracia tener la avenida del Generalísimo llena de sindicalistas, así que éstos se vieron avocados a realizar su manifestación en el barrio obrero de Vallecas, lo que no deja de ser un comienzo entrañable.
Es indudable que a los orígenes de la lucha obrera les debemos todos muchos platos de garbanzos que nos hemos llevado a la boca.
Sin embargo, quizá lo que un día justificó la conmemoración de un día de la lucha obrera no sea ya el motivo por el que debemos manifestarnos. Ahora no pone en peligro el plato de garbanzos de una familia el trabajar 18 horas al día, sino el no trabajar ninguna. Por eso debemos hacer una nueva reflexión sobre el significado de la fiesta, más allá de levantarnos tarde y no ir a la oficina.
Porque la etimología se equivoca y puede no decir nada, es necesario volver a pensar en qué es aquello por lo que luchamos.
Por eso, quizá, la palabra garbanzo es de etimología desconocida. No procede de ninguna parte. Solo hay algunos indicios de que su sufijo es de origen preindoeuropeo, algo así como de unos pueblos que -por lo visto- hablaban corinto o laberinto.
Quizá sea un augurio, de que los garbanzos nunca se sabe de dónde vienen del todo y debemos buscarlos constantemente, para poder sobrevivir.