viernes, 30 de abril de 2010

Dos kilos de tomates

Me recibe en la parada de las camionetas de Tapachula el Licenciado Marcos Wong, abogado de la aseguradora que debe responder de un accidente ocurrido en la Fundación para la que trabajo. En Tapachula hace un calor de mil demonios cuando no llueve. Y cuando llueve, diluvia y hace aún más calor.
Esta sartén, situada al pie del Pacífico, fronteriza entre México y Guatemala, tiene algo bueno, sus camarones. Por camarón se conoce aquí a todo lo que se parezca a una gamba. Ya sea quisquilla, camarón, gamba, langostino, cigala o cigalita, langosta o bogavante. Según dicen, por ese motivo, la emigración china vino a instalarse masivamente a Tapachula. Por eso, la comida china es la típica tapachulteca, aunque yo creyera que quienes me recomendaban ir a un restaurante chino estaban de chufla conmigo, y por eso el compañero que viene a buscarme se apellida Wong.
Su acento es raro, para nada chiapaneco. Su aspecto, mezcla de estilos chino y mexicano, recuerda a los japoneses con sombrero cordobés asándose de calor en la puerta de la Plaza de Toros. Después de un rato, me confiesa su –más que evidente- escasa relación con México, el lugar donde nació. Aprendió español ya mayorcito, de ahí su confuso acento. En su casa se habla chino y chino es el calendario que se sigue.
El Licenciado Wong dice que desearía sentirse mexicano, pero le faltan ganas y sentimiento. Y que, de chino, no tiene un pelo.
Esta falta de origen, de causa ni certificado de retorno, a mi me angustia y a él le es profundamente indiferente. Qué pasa con esa gente que es de tantos lugares que no puede ser de ninguna parte. Es curioso que recuerde al dedillo cada una de las personas que he conocido en la misma situación que el Licenciado Wong.
Mary, la esposa de un amigo mexicano. Nació en Inglaterra pero su padre, pastor anglicano, militar e instructor de técnicas de supervivencia, se la trajo a vivir a la Selva Lacandona cuando tenía cuatro años. Jamás han vuelto a poner un pie en Albión. Mary es una inglesa de frialdad intrépida y fortaleza reposada – de puro flemática- rubia y de mejillas sonrosadas, que habla perfectamente Tzotzil y Tzeltal, español con un marcadísimo acento chiapaneco y el inglés de los indígenas. Entre todos sus hermanos, sólo ella se quedó por la zona. Una de sus hermanas está en Iowa. La otra, en Archidona y un tercero en no sé qué parte de Asia.
No se juntan en Navidad, Hanuka, Eid-al-Fitr, el Yom Kipur, año nuevo chino o sea lo que sea que celebren. Viven en una tierra que ocupan y quieren, pero a la que no pertenecen. Ella y sus hermanos no tienen un lugar de partida común, una casilla de salida por la que pasar en cada vuelta al monopoly.
Como aquella otra chica, hace años, en la terraza del Roi d’Espagne, la tasca bruselense donde se representan los ahorcados por el Duque de Alba en Flandes. Ella se había criado entre Suiza y Finlandia, hija de ecuatoriano y noruega. Desde hacía un par de años, vivía en Bruselas. Y decía ser de todas partes, de los lugares en los que había estado y en los que no.
Como al Licenciado Wong, no la comprendí. Y le hice un millón de preguntas.
Cómo pueden no tener una tierra debajo de su piel. Cómo pueden ser, sin más.
Sin regresar un rato cada día a los Carnavales de Cádiz, hasta que los compañeros de trabajo amenazan con expulsarte. Sin la incredulidad de mi frutera, a quien, día sí y día no, compro dos pimientos y un kilo de tomate. Para hacer gazpacho, obviamente. A litro diario. Con su ajo, aceite – de oliva, nada de girasol, maiz o soja-, vinagre y zanahoria en lugar de pan, sin pepino. Como lo hacen mis abuelas, con menos técnica y menos amor.
Cierto, como dice el Licenciado Wong, que ser de algún lugar es un terrible dolor. La necesidad inventada y autoimpuesta de preocuparse por algo que no es tu familia, ni te pertenece.
No deja de ser cierto que la tierra es como un corte a lo largo de las venas. A los que nos vamos y, más aún, a los que se quedan. A quienes luchan en el día a día por que la rutina no devore la cal de los muros. También a los que observamos, informados por telegrama, los dramas allí desatados. Que nos conformarnos con la página de “Interior” del Sur, con que El País nos diga que el 27% de la gente de Andalucía está en paro, con la web de este periódico y la de la competencia. Un eco lejano, en tiempo real, pero tímido y travestido.
De acuerdo que tener tierra es sufrir y padecer el dolor del olvido y el abandono, la proliferación de embusteros y aprovechados, de concejales y consejeros de la Junta.
Pero, como decía Marcos de Obregón, “yo, Señor, soy de Ronda, cuidad colgada de muy altos riscos”, manque me duela. Aunque sólo sea por el gazpacho de mis abuelas.

jueves, 22 de abril de 2010

Removiendo los mimbres de nuestra Transición

No es la primera vez que leo o escucho a los defensores de la Memoria Histórica en España, que se plantan delante de una fosa común de la Guerra Civil y reivindican el derecho de ponerse a cavar. Decía Ramón Jáuregui en un artículo en El País esta semana que no son pocos los jóvenes que nos reprochan la Transición y nos exigen mayor severidad con los responsables de aquellos trágicos hechos. Sé que se refiere a todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976, haciéndolo extensivo a los cometidos antes del 15 de junio de 1977, cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España.
Pero, de verdad, no entiendo a qué ni a cuántos jóvenes se refiere al hablar de esos que les reprochan que no actuaran con mayor severidad durante la Transición.
No es lícito apropiarse de un estado de opinión anónimo, de gente con treinta o cuarenta años menos para respaldar una posición propia, más o menos discutible.
Señor Jáuregui es usted uno de nuestros representantes políticos más confiables. Pero seamos claros: Hable por usted mismo, o cite nombres.
No le pido nada que yo no haga. Verá.
Tengo 27 años, nací en 1983. Podemos concluir, aunque a veces no lo parezca, que soy joven. No tengo el valor – o la poca vergüenza- de reprochar nada a los actores que llevaron a cabo nuestra Transición democrática. Salíamos de una dictadura fracasada, surgida de una Guerra Civil. Es decir, los españoles de entonces venían de matarse, una mitad contra la otra mitad. Y cuarenta años de dictador no habían ayudado a cicatrizar la fractura. Sólo podíamos empezar a hablar desde el perdón. Un perdón que habían de otorgarse quienes estuvieran presentes. Aquellos que sufrieron y fueron perseguidos, que padecieron en uno y otro bando. La tía Fidela, que tuvo que huir durante meses por los Montes de Málaga, perseguida por los Nacionales y que sólo pudo regresar a una casa arrasada. Aquella misma que, con todos sus coetáneos, concedió su perdón a través de la Democracia –con mayúsculas-.
Los jóvenes no tenemos derecho a la reparación, ni mucho menos a la venganza. No tengo legitimidad, ni autoridad para reprocharle nada a nadie Y le aconsejo que desconfíe de aquellos jóvenes que lo hagan, pues están cegados por la ignorancia y el desprecio al extraordinario cambio que este país ha experimentado en los últimos 30 años gracias a ustedes.
Eso, discúlpeme Señor Jáuregui, no significa que no pueda reprocharles nada.
Puedo reprocharles que hayan visto durante estos 30 años que el Estado de las Autonomías, como está concebido, es un conglomerado de Reinos Taifas, de señoritos de salón que despilfarran el dinero público como les da la gana; que son ineficientes e incontrolables. Y ustedes no hacen nada, porque son parte de la fiesta.
Puedo reprocharles -también a usted, que fue Secretario General de UGT en Euskadi- que los sindicatos se hayan convertido en una mafia de liberados que miran por sus solos intereses, mientras que el tejido laboral de nuestro país se descompone, parado a parado, sin que hagan nada, con el estómago agradecido y los bolsillos colmados.
Puedo reprocharles el deterioro de la educación en España, su uso proselitista para las diversas causas, la debacle de la exigencia y el peregrinar de sistemas fracasados. Sistemas que me condenan a estar peor preparado que el resto de estudiantes de los países de mi entorno. Y, peor aún, que me condenan a no entenderme jamás con mis amigos catalanes, porque a ellos, a mí, o a los dos, nos han mentido en los libros de historia.
Puedo reprocharles la miseria de mis políticos, que se forran de manera inmoral. Reprocharles que Gurtel, Palma Arena y Mercasevilla me han hecho perder la fe en la política para cambiar un país… si no es a peor. Una política de la que huyen los mejores, fagocitados por un sistema de clientelismos. Los mejores se van y se quedan… los que se quedan.
Puedo reprocharles que España vaya a estar en el vagón de cola de la recuperación económica internacional porque, en el umbral de la crisis, se les ocurrió una rebaja fiscal de 400 euros completamente inútil, porque aumentaron el gasto público justo antes de decir que había que restringirlo o porque, al estallido de la burbuja inmobiliaria, contribuyó una Ley del Suelo que literalmente hundió el valor del suelo.
Puedo reprocharles que malgasten mi tiempo y mi dinero, nuestra educación, nuestro futuro y nuestra dignidad hablando de la memoria histórica, cuando la generación anterior a usted firmó la paz. Puedo reprocharles que desprecien esa paz y que no trabajen por la paz de mi generación.
Puedo reprocharles que nos hayan condenado a un espacio de convivencia en el que ya no cabemos todos los españoles, al margen de nuestra adscripción ideológica. Y que nuestra procedencia de un pasado que nos había dividido tan trágicamente hoy nos vuelva a dividir.
Puedo acusarleS de remover los mimbres de nuestra Transición, de quitarme la ilusión. Sólo espero, al menos, no poder reprocharles que no les importe.

lunes, 19 de abril de 2010

El Juez Estrella y la Cicuta

No cabía ni un alma. El 7 de febrero de 2002, una muchedumbre abarrotaba el salón de actos del colegio mayor San Juan Evangelista. Gente en los pasillos, las escaleras, las barandillas. El conferenciante era un simple magistrado de la Audiencia Nacional que llevaba años batiéndose en duelo a muerte con los cárteles gallegos de la droga y con ETA. Tan a muerte era el duelo que años antes los terroristas habían asesinado a su mano derecha, la fiscal Carmen Tagle. Aquel magistrado era Garzón, un tipo con madera y maneras de estrella mediática, que se desenvuelve con idéntica soltura en la toma de declaración de un etarra sanguinario y al chutar un penalty ante un Estadio Bernabeu abarrotado en el partido contra la droga.

Aquel día habló de Justicia Penal Internacional, del Estatuto de Roma, de la masacre de Srebrenica. De los crímenes de Pinochet, que Garzón se había propuesto enjuiciar en España y para lo que había pedido la extradición del ex dictador al Reino Unido, donde se encontraba de paso.

Allí estaba yo, con 18 años y en primero de carrera, recién examinado de Derecho Natural, escuchando a un señor que daba voz a todos los sueños de Justicia por los que los estudiantes de Derecho nos metemos en ese carajal. Me gustó lo que dijo, nunca pensé si me gustaba el personaje que representaba, como salido de una tragedia griega.

A la salida, en la cafetería del Colegio, estuvimos charlando un rato. Él se sabía ídolo. Su actitud recordaba más a Emilio Butragueño que a Alonso Martínez.

Como rúbrica de nuestra conversación, me dio un autógrafo que todavía llevo en mi vieja carpeta de apuntes y que me sé de memoria: “A veces, la justicia [la Administración de Justicia] no es lo que todos desearíamos, pero hay que aspirar a que sea Justa

Muy emotivo, pero equivocado. La Justicia, con mayúsculas, es un valor irracional y supremo cuya dimensión nace del individuo o, como mucho, de la sociedad. La noción de Justicia ha evolucionado tanto como el hombre y sus organizaciones sociales, porque es un concepto moral. Querer hacer de la Justicia un orden esencialmente justo, esencialmente moral, la hace individual, irreplicable, desquiciante.

Porque sólo puede ser desquiciante el requerimiento que Garzón libró al Registro Civil Central para conocer el estado civil de Franco, 30 años después de que se muriera. O escuchar las conversaciones entre los abogados y sus clientes en el caso Gürtel, violando el secreto profesional y el derecho a la legítima defensa. Y todo, por creerse el adalid de la Justicia, un superhéroe que se deja llevar por los vítores del público para actuar.

Ahora, Garzón actúa en una tragedia, la suya propia. Digna de un final socrático. Por dejarse llevar, por su torpeza y su orgullo, está siendo sometido a un juicio social, donde todo el mundo tiene un veredicto. Como Sócrates, que fue arrastrado por el mismo sistema que inventó, que fue devorado por el absurdo que contribuyó a crear. Hoy, ante Garzón, miles de transeúntes que se vuelven jueces y fiscales. Gente que se cree que por querellarse contra el franquismo en Argentina ayuda a Garzón en su posición. Absurdo.

La misma regla absurda que aplicó el pasado lunes un miembro del Consejo General del Poder Judicial cuando declaró que si Garzón estaba en el banquillo de los acusados es porque algo tendría que esconder. Y, literalmente, añadió porque el Derecho es como las matemáticas, que dos más dos es cuatro. Una afirmación absurda y estúpida, no sé si salida de la ignorancia o de la soberbia. Otra condena más, moral, que no tiene nada que ver con una administración de justicia pura. Sana y objetiva, sin juicios morales. Tenía que haberla y no la hay.

No digo que sea culpable, ni que lo deje de ser. Sólo digo que, a esta tragedia (o pantomima) que están montando, le falta una jarra de cicuta.

jueves, 8 de abril de 2010

La Limpia


San Juan Chamula es una ciudad de gobierno indígena en medio de los Altos de Chiapas. Está en pleno corazón de los rescoldos de la Revolución Zapatista, pero fuera de su ámbito de influencia. Como lo está del gobierno federal electo para el ayuntamiento (aquí, presidencia municipal). El poder, político y judicial, lo ejerce un Consejo de Ancianos en mandatos de turnos anuales. México, como país, sólo existe allí para limpiar las calles.
Perduran muchas y antiguas costumbres, esperriadas por calles y lugares de culto atestados de turistas. Entre ellas, el chamanismo. El chamán, guía espiritual y médico. Aún recuerdo que, hace años, la asistenta chamula de una gran amiga, con su niña enferma de gripe y con fiebre, se negaba a llevar a la niña al médico... tradicional. Irían a su chamán.
Como cualquier médico de cabecera, en la parroquia como consulta, el chamán recetó a la niña una gallina negra, velas de distintos colores, una botella de posh y una coca-cola. El posh es la bebida sagrada Tzotzil, la bebida de los dioses. Un alcohol de maíz más duro que el Anís del Tajo, que se ventilan con el refresco entre el chamán y su paciente mientras realizan un ritual en el que encienden las velas, rezan, manosean la gallina y eructan los malos espíritus (gracias al cubata de posh con coca-cola) hasta que, en un momento, estrangula a la gallina y se la entrega a la madre de la niña enferma.
La niña se sana. Y sanan personas también con patologías mucho más graves, tras una ceremonia de ingesta desproporcionada de alcohol.
Como guía espiritual, el chamán hace terapia a familias completas. En la iglesia, mirando a San Juan, beben posh y relatan en alta voz sus problemas. No es difícil ver a una mujer que confiesa la promiscuidad de su marido o las palizas que le da, mientras todos pueden oirlo.
Este rito es el Yich Mesel, la ceremonia de la "la limpia".
En la región de Real de Catorce, en el centro de México, habitan los indios Huicholes. Meticulosos artistas que construyen con chakiras (pequeñas cuentas de colores) y estambres, unas figuras llamadas nierika, espejo de sus antepasados y, a la vez, imagen de su rostro verdadero. Cada huichol tiene su nierika, que le es revelado en un viaje causado por el peyote, una droga natural extraida de un cactus. Igual ocurría con los líderes de las tribus de Oaxaca quienes, ante las decisiones más trascendentes de su comunidad, se retiran a la montaña, donde consumen hongos con los que alcanzan un punto de equilibrio con su universo pasado, para actuar sabiamente en el futuro.
Innumerables culturas emplean sustancias naturales que modifican su percepción del yo, el tiempo y el espacio. Abstracción de una realidad, terriblemente limitada y contaminada, la del simple ser humano.
Todas, menos una, la nuestra. Autodenominada occidental y primermundista, civilización maniquea que envilece todas las sustancias nacidas de la naturaleza, las demoniza y prohibe, a la vez que crea infinidad de drogas sintéticas.
Frutos de la naturaleza que los mayas usaban para alcanzar a comprender su mundo, que para ellos abarcaba todo el Universo. Para nosotros, engreídos, no. Lo simplificamos todo hasta que sólo queda una mentira inofensiva que cabe en nuestra mano. Primero, lo limitamos todo a dios (o dioses). Eliminado dios, ya sólo "lo nuestro" es comprensible y tiene sentido. Pronto, no alcanzaremos a ver nuestra propia nariz.
Se prohibe reconocer que la percepción del ser humano, por sí, es demasiado limitada. Condena para todos. Abandonamos y despreciamos cualquier rito que no comprendamos, despreciamos nuestra mística y ya todo es desprecio. Empezando por nosotros mismos.
Yich Mesel. Esta semana pasada, ocho amigos me visitaron. Como puro ritual, durante días celebramos una liturgia de amistad, a ratos introspectiva, a ratos expansiva. Confesiones, propósitos de enmienda, perdonar y ser perdonados. El nacimiento de una musa desconocida, que ya no se marcha en coche el domingo por la mañana.
Una limpia para tomar el pulso de nuestras vidas. Observarlas desde fuera para ver sus miserias. Después de ello, quizás no somos más felices, al menos sí más conscientes. Sé que estábamos borrachos. Lo que no sé es si eso nos alejó de la realidad, o nos permitió verla por vez primera.

jueves, 1 de abril de 2010

¿Puedo ser feminista?

Le quito el polvo a muchos de los textos que he ido acumulando y guardando con desorden sobre feminismo desde hace yo no sé cuánto. Según los saco de sus estanterías, los hojeo para ver si recuerdo bien qué decían. Voy dejándolos sobre la mesa, aunque los vuelvo a coger de una manera caótica según creo que los necesito.
Entre todos, hay artículos subrayados con lápiz rojo. Tienen marcas profundas y agarrotadas al principio y airosas al final, comenzadas con un pellizco y extendidas como un latigazo. Como un dolor de estómago, causado por la lectura. Hay de todo, aunque parece que algunos autores me causan debilidad. Amparo Rubiales, la contribución andaluza "de género" al Consejo de Estado, predomina.
En un artículo que publicó a principios de año, hablaba del neomachismo, como un arma misógina, casi un fenómeno social, que atacaba a la mujer, no desde la crítica a la igualdad de sexos, sino de las consecuencias de tal equiparación.
Que se haya prohibido discutir el dogma igualitario de hombres y mujeres, no es obra de esta autora. Pero lo grave es que, de un plumazo, de un articulazo, también nos cercene la reflexión -que hacemos tanto hombres hombres y mujeres- sobre las consecuencias de este igualitarismo indiscutible.
Critica a las personas que se lamentan de que el trabajo impide a muchas mujeres dar el periodo de lactancia completo a sus hijos. Yo no sé si la lactancia es positiva para un bebé. Quizá erróneamente, -qué sé yo- pienso que sólo una mujer puede dárselo amamantar a un bebé. Y que la configuración legal de las bajas por maternidad hace casi imposible que este periodo se complete adecuadamente. Y afirmo que este problema no se resuelve otorgando bajas de paternidad, por muy progres que sean, e incluso muy convenientes.
Esta discusión y el problema que encierra quedan sin afrontar y sin solucionar sólo por el sambenito que esta autora cuelga a las personas que se atreven a levantar el dedo contra el pensamiento único. Ella acusa de neomachismo. Y hace un daño que no sólo afecta al feminismo. Afecta a nuestro derecho de pensar, a nuestra cualidad de seres analíticos. A nuestra dignidad de feministas. De hombres y mujeres feministas.
Porque ahí estuvo la causa de mi enfado, que me hizo recuperar mis lecturas feministas. En que me han señalado con un dedo acusador. Cuando quería acompañar a una mujer a un acto feminista, me dijeron que no podía. Que un hombre no puede ser feminista -¡vergüenza del pene!- sino profeminista. Esas personas que hablan de los y las trabajadores y trabajadores. Esos que luchan y me dicen que yo no puedo luchar, que se reservan el feminismo como si fuera una denominación de origen que puedan explotar. Y ganarle algo.
Por eso, confuso e indignado, recupero textos que fui guardando cuando veía en mi madre y en otras grandes mujeres a una sociedad bastarda que las valoraba menos que a otros hombres.
Y, joder, he vuelto a comprobar que seguía en mis manos el libro de Poulain de la Barre sobre la igualdad de sexos, filósofo y revolucionario francés que marcó con esta obra el nacimiento del feminismo. Y era un hombre. Sigue en mis manos la intervención de John Stuart Mill en el parlamento inglés en 1886, la primera vez que se requirió solemnemente el voto femenino en un parlamento. Y la obra de Federico Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado en la que se afirma que no existirá comunismo hasta que el hombre y la mujer se trataran de igual a igual.
Y me he tenido que calmar. No soy neomachista por atreverme a pensar y dar mi opinión. Y puedo ser feminista.
Qué caray. Soy feminista, digan lo que digan. Orgulloso y admirado de las posibilidades conjuntas de hombres y mujeres. De la manera en que mi jefa resuelve los problemas, de su enfoque completamente diverso al mío, de la forma de razonar de mi madre, tan diferente. Orgulloso de que seamos tan diferentes y de que nadie nos impida que lo sigamos siendo.