jueves, 24 de noviembre de 2011

Se nos van las bonitas, las misteriosas, sorprendentes y divertidas intrigas para conquistar. Los capitanes de barco con el gorro de papel, los grandes personajes. Nos va quedando lo cotidiano. El qué haces. El cómo está tu madre. El si está lloviendo o el qué has comido hoy.

Lo cotidiano no es el torrente sigiloso de lo desconocido, no es abrir el sobre de estampitas de la Liga 90/91 para saber si saldrá el cromo que te falta. Pero es que eso, la sorpresa, los fuegos artificiales, el hombre orquesta y la supermodelo de revista; eso no es amar.

Amar es quita los pies de la mesa, que te lo he dicho mil veces. Es donde andas que he llegao a casa y no te he visto y me he preocupao. Es que te he comprado el jengibre porque te gusta o mira que te tengo dicho que la lila sólo se riega una vez por semana.

Para amarse, hay que caerse no del todo bien. Y gastarse un dineral en cromos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Madrid de frío, indiferencia y elecciones


Querido Jordi,
Los últimos días de noviembre son muy fríos en Nueva York. Hasta entonces, uno se atreve a cruzar el puente de Williamsburg camino de Brooklyn con la esperanza de pasar un momento agradable. Al alejarse, los edificios de Manhattan se empequeñecen y convierten en una postal de Woody Allen. Con suerte, algún barco de recogida de basuras navega bajo el puente alumbrando el río con sus luces tenues. Pero en estos días, ya casi acción de gracias, la brisilla marina se vuelve una corriente helada de pequeños cristales insolentes.
En Madrid también está haciendo mucho frío. Pero no es un frío otoñal de esos con el cielo azul que la villa se saca del bolsillo para que la gente pueda dejar el abrigo en casa al pasear por el Retiro. Éste es un frío apático, triste.
Me preguntabas por el ambiente de las elecciones en Madrid y yo no sé de qué elecciones me hablas. Me contabas que, en otros tiempos, Madrid se llenaba de proclamas políticas en los muros de los edificios obreros de los pueblos del cinturón sur cuando llegaban los comicios. Móstoles, Parla, Getafe, pueblos manchegos colonizados por trabajadores austeros, de provincias donde el frío les helaba los huesos y el calor les derretía las costumbres, llegados en busca de un poco de fortuna. En Madrid, esa fortuna se travestía de fábricas, empresarios del opus dei y mucha afición por el pelotazo. Esos trabajadores llenaban los muros con los carteles electorales que a sus anhelos daban voz, eran carteles a gritos. Madrid de felipismo, de Alfonso Guerra, de Nicolás Sartorius y Marcelino Camacho.
Me hablabas en tu carta de un Paseo de la Castellana engalanado con banderas verdes, rojas y azules, enseñas más de reinos rivales y distantes que de partidos políticos, de formas diferentes de entender el futuro de un país y, sobre todo, su pasado.
En cada estación de metro había una señora con un abrigo de lana hasta los tobillos y zapatos de tacón repartiendo pasquines ideológicos. Los entregaba entre los curiosos que se le acercaban y regresaba corriendo hasta su carrito de la compra, donde tenía un arsenal de octavillas. Durante la campaña electoral, su inofensivo carrito de tela para ir al mercado se convertía en un arma política, al servicio de la esperanza de los conservadores, los progresistas, el comunismo o la anarquía.
Me dices que la corrupción se llevó todo eso y llegaron los años en los que la villa sucumbió a una marea ruidosa de timoneles genoveses. Días en los que todo el monte se sembraba de orégano con la ayuda de las grúas del boom inmobiliario. Un país que navegaba sobre armatostes de acero que poco tardaron en hundirse. En hundirse bien hondo.
Cuentas que Madrid la conquistó después un grumete cándido e inexperto que se impuso a los endiosados almirantes de la calle Génova con su ceja arqueada. Corrían vientos de guerra en Iraq cuando un llanto ahogado en lluvia fina nos empapó a todos el corazón. Algo se llevaron aquellos terroristas en los trenes de Atocha y nunca volverá del todo.
Para unos, para otros o para todos, no fueron momentos fáciles. Fanatismo disfrazado de libertad muchas veces. Represión maquillada de orden tantas otras. Pero se luchaba. Estaba claro que se luchaba, ya fuera por el cambio o la permanencia, unos y otras levantaban sus voces en la calle, comentaban en los bares, alardeaban en el fútbol o cuchicheaban en la iglesia. Discutían.

Esta vez no hay elecciones. Yo no he visto nada de eso. Las calles están secuestradas por la deuda externa, el paro y la recesión. Los mercados financieros son campos de dormidera que nos tienen a todos colocados en nuestras casas, maniatados por nuestro miedo y rindiendo genuflexiones a ese dios menor que se ha aupado al Olimpo. El presidente actual del gobierno es un cadáver, un alma en pena. Se resigna a entregar el cetro de mando a su rival de la derecha, quien a su vez teme que le llegue la patata caliente demasiado tarde. El candidato sabe que no es un Rey Arturo ni sus colaboradores son los caballeros de la mesa redonda. Como en la fábula del traje nuevo del emperador, todos saben que al sucesor le están bordando un traje que no existe y saldrá a la calle en pelotas. Aún está por ver si el niño del 15-M alzará la voz para decir al pueblo la desnudez de sus políticos y descubrir para nosotros sus vergüenzas. Pero muy pocos confían.
Aquí no hay elecciones. Hay una misa de réquiem y un otoño frío.

Como casi cada día, hoy vi al alcalde de Madrid que temprano paseaba a su perrita en la plaza de Alonso Martínez. Ella correteaba entre los arbustos con la misma actitud de indiferencia hacia las elecciones que el resto de los transeúntes. Yo miraba a mi alrededor a este Madrid, tan civilizado como indolente ante su destino, y sólo podía recordar aquel otro viejo alcalde madrileño, Enrique Tierno Galván, gritando desde el escenario de un concierto en plena movida madrileña en el cercano Palacio de los Deportes: “¡Rockeros! Quien no se haya colocao, que se coloque… y al loro”. 
Si será por el frío que nos congela, porque todos estamos colocados o porque no lo está nadie, aquí no se sabe de elecciones. Y lo peor de todo, tampoco parece que nos importe.

viernes, 4 de noviembre de 2011

El Viajero


  Sube al tren con un maletín de los que regalan en los congresos de cirujanos. Lleva bajo el brazo una chaqueta estampada que quizá un día, hace años, fuera de su talla.  Hoy ha dado de sí, o él ha encogido, y la anchura excesiva de las hombreras le crea un gran vacío debajo de sus ropas que le hace parecer aún más enclenque, como un monigote. 
Intenta aupar su maletín a los compartimentos que hay sobre los asientos, pero ni su altura ni su avanzada edad lo permiten, así que le ayudo a colocarlo. El maletín está vacío.
En el trayecto, el viajero va ocupando lugares que no le corresponden y en cada parada le hacen levantarse para abandonarlos. La situación siempre es la misma. Alguien se le acerca con un billete en la mano y le pide que compruebe si ése es efectivamente su asiento. Él no niega ni afirma. Sólo mira hacia arriba con unos ojos de pena imposibles de leer, recoge la chaqueta que lleva doblada en su regazo y se levanta. Deambula unos segundos por el vagón y ocupa otro asiento, errabundo como decrépito.  Al poco rato, de nuevo alguien le reclama, y él se desplaza, autómata, para otra parte.
De salto en salto va a parar al asiento de mi derecha. Aunque nos separa el pasillo del vagón, su olor llega hasta mí sin dificultad. Huele mal. Huele a madrugón, brocha de afeitar, espuma Old Spice y aftershave. Se levantó sabiendo que viajaría y se arregló para tener buen aspecto, pero no se había duchado. El afeitado apurado hace que se le vean con nitidez las mejillas tirantes repletas de pequeños capilares de color entre lila y turquesa que le dan un tono rollizo a su aspecto. Para asegurar la tersura de sus mejillas, alguien le debe haber estado haciendo pliegues en la piel del rostro debajo de los ojos, recogiéndola a pellizcos, formando unas grandes bolsas.
No hay forma de ver qué hay en los ojos que se esconden debajo de las grandes bolsas. Los labios los tiene finos y marciales, la nariz quebrada y el mentón prominente y tembloroso. Desde su asiento mira –yo diría con atención- una comedia de amor francesa que nos ponen en las viejas televisiones del tren, mientras su mandíbula no para de estremecerse, de tiritar en un movimiento nervioso que sus manos repiten al compás.
Parece que las manos se las moviera una fuerza extraña. Aunque las deja caer anudadas y lánguidas sobre su vientre, ellas se agitan sin parar como con un vigor del que el resto del cuerpo carece. Son mano flacas y nervudas, pese a que están arrugadas como pasas. No son callosas ni están agrietadas. No da la impresión de que alguna vez fueran el instrumento de trabajo de este señor.
Lleva un chaleco de lana y así sentado parece que ocultara una gran barriga. Es de lana gruesa, azul marino con ribetes rojos, una prenda que no ha pasado de moda porque nunca llegó a estarlo.
Con el trajín del tren, de repente, se entrevén bajo el chaleco unos gruesos tirantes de la bandera de España para tenerse los pantalones. Te cuestionas entonces si su gesto austero y casi ausente, si sus manos nervudas y el crepitar de su mandíbula no son sino los jirones de un marido déspota, un padre de gobierno marcial, un aficionado a las partidas de dominó los fines de semana en algún club social con amigotes.
¿Quién es este señor decrépito y desorientado, que parece se fuera para siempre de algún lugar y no tuviera destino?
Quizá de lo que fue ya sólo queda un buen afeitado, un maletín vacío y unos tirantes con la bandera de España. Te preguntas si no estarás ante una biografía de rectitud que los años se han convertido en una caricatura de lo que él quiso ser.
A todos nos pasará lo mismo, que nos convertiremos en pequeños estribillos de nuestras manías a fuer de repetirlas cada mañana de nuestra vida, reduciéndonos hasta llegar al personaje patético en el que nunca querríamos habernos convertido. No sé.
Llegado el tren al destino en Madrid, alcancé su maletín al anciano, y él me devolvió un gesto que bien pudiera parecer de agradecimiento. “Por fin en casa – me dijo-. Salí esta mañana desde Madrid en el tren para Algeciras. Allí tengo una casa y fui para vaciar el buzón. La gente me lo pone lleno de porquería.” Le pregunté si no hubiera podido quedarse unos días en Algeciras, ahorrarse el cansancio de hacer seis horas en tren, abrir el buzón, y hacer otras seis horas de regreso.
“¿Y qué hago solo allí?” Me espetó con los ojos escondidos tras los pellizcos de piel.
Se puso la chaqueta, acomodó su maletín lleno de publicidad de supermercados de Algeciras bajo el brazo; y se largó a su casa.