martes, 6 de enero de 2009

Rosquilla de reyes

En Navidad tiene lugar un tipo de intervención terapéutica que me resulta particularmente simpática. Normalmente - por no decir siempre- una operación sigue a un diagnóstico y, el hecho de que en esta ocasión sea justamente al contrario, le otorga una cierta apariencia de caos que la hace divertida.
Esta operación es la extirpación de un miembro político de la familia. El sistema mediante el que se lleva a cabo es sencillo, pero no despreciable. Cuando un miembro -normalmente político- de una familia deja de formar parte de ésta, se hacen desaparecer todas las señas que pudieran sugerir su pertenencia al mundo de los vivos. La primera víctima, las fotos. Las de boda (si la hubo) del recibidor, las primeras. Desaparece el cuadro que le regaló a la abuela, el jersey que le trajo al niño y -sobre todo- desaparece de las anécdotas de las bromas y queda en el más inhóspito de los olvidos. En los grupos de amigos pasa igual. Tomando una caña, cuando uno osa proferir el nombre prohibido de la novia desleal, todos los amigos lanzan una mirada severa contra el imprudente mientras dan una cariñosa caricia al novio despechado. Como penitencia, normalmente, durante las dos cañas siguientes todos los comentarios del patoso son recibidos con crueldad.
Digo en Navidad porque es la época en que, por los motivos que sea, nuestras sensibilidades están más a flor de piel. Y digo que esta operación diagnostica la fabulosa capacidad de supervivencia del ser humano. De desterrar las experiencias negativas o traumátivas y volver un minuto más de felicidad, siempre.
La tarde del día 5, mientras preparaban la cabalgata de los Reyes Magos justo delante de la ventana de mi trabajo, me comentaba un compañero recién divorciado -recién abandonado-, que el divorcio era un privilegio. En años anteriores, había estado obligado a cargar, Paseo de la Castellana arriba, con dos escaleras de aluminio de cinco peldaños cada una para que sus hijos pudieran asomarse a ver a los Reyes pasar, mientras el tenía que pelear con un centenar de padres alienados por los caramelos y regalos que quedaban esparcidos por el suelo, a la vez que sostenía la escalera para que los niños no cayeran al suelo. Ahora, todo ese sufrimiento es para el novio de mi mujer. Yo leo un rato al llegar a casa y mañana, a mediodía, recogo a los niños para darles sus regalos.
Y a esos y otros sufrimientos la Navidad es muy aficionada. Hablaba con mis amigos, los sevillanos, que después de diez días de risas y excesos en la Bolera (bis), es muy difícil y hasta turbador dejar Ronda e irse a cualquier otro lugar, donde no está la familia y apenas los amigos. Uno se pierde, mecido por un sentimiento de melancolía mientras, ajena a todo ello, una muchedumbre incontrolada es despedida a borbotones por los autobuses públicos y se precipitan al Corte Inglés, que estos días abre hasta medianoche. Y se sobrevive, a pesar de todo. Y bien. Haces media hora de cola, hipnotizado por los olores que desprenden los roscones de reyes de una pastelería artesana. Cuando llega tu turno pides una porción individual, que será tu única compañera (salvo mejor oferta) en la noche de reyes. El pastelero, harto de la gente, casi te escupe que el tamaño mínimo de roscón es para una familia de "unos cuatro miembros". Y tú le pides que entonces te dé una rosquilla de reyes. Él se enfada, pero para entonces te has marchado sonriente a casa. Supervivencia, en toda regla.
Porque, en el fondo, uno tiene la necesidad y, por fortuna, la facultad de adaptarse a la situación que le toca vivir, aprendiendo a siempre hay de las aristas puntiagudas de la realidad que te hace cosquillas, sin que ello implique renunciar a cambiarla. Y hasta se diría que, para hacer las cosas bien, hace falta una parte de tristeza. Ya lo dijo Vinicius de Moraes, el poeta brasileño, padre del Bossa Nova "es mejor ser alegre que ser triste / alegría, la mejor cosa que existe / como una luz en el corazón / Pero para hacer samba con belleza / es preciso tener tristeza / o no es samba lo que expresa".