jueves, 17 de junio de 2010

La nota en el árbol

Estaba escuchando el discurso de Atul Gawande como padrino de la promoción 2010 de Doctores en Medicina de la Universidad de Stanford, en California. Este Gawande es cirujano, de origen hindú, del hospital Brigham & Women de Boston, profesor de Harvard y escritor habitual del New Yorker, la revista más cultureta de Estados Unidos. También fue el asesor de política sanitaria de Bill Clinton a principio de los años noventa, entre otras cosas.
A los alumnos de Stanford, en su discurso, Gawande les habla de la infinita complejidad que la ciencia y el conocimiento humano han alcanzado en la actualidad. En medicina, por ejemplo, existen más de 13.600 diagnósticos clínicos. Trece mil formas en las que el cuerpo humano puede estropearse. Lo cierto es que la complejidad y la diversidad de cualquier ciencia, exactas o sociales, crece exponencialmente y supera con mucho la capacidad de una persona para abarcarla y, probablemente, incluso la capacidad de la sociedad humana.
Decía Gawande que, incluso para el mejor de los mejores médicos, siempre existirá una matriz velubial (un concepto verosímil inventado) de la que nunca ha oído hablar y debiera conocerla. La matriz velubial es una invención que el autor usa para referir que todo individuo tiene su talón de Aquiles y que, en este caso, se trata de un inmenso talón oscuro en forma de ignorancia. También para reflexionar sobre lo inútil que ya resultará el trabajo aislado de personas, áreas de conocimiento o industrias, si renuncian a funcionar de manera consistente y coordinada en equipos. Tanto como pensar que el mejor coche del mundo sería la conjunción indiscreta de las mejores piezas: los frenos de un Volvo, el motor de un Porshe, la carrocería de un Mercedes… cuando sólo estaríamos ante un carísimo Frankenstein mecánico incapaz de arrancar siquiera.
Tan ilógico (pero habitual) como pensar en que puedan existir profesionales estrella que tienen al gremio a sus pies y se sitúan, queriendo o sin querer, por su propia voluntad u obligados por la grey, a la altura de galanes de Hollywood o divas del Rock. De estos recela Gawande, quien defiende unos valores diferentes para la ciencia moderna, los del trabajo en equipo frente al individual, de la humildad frente a la tecnología.
Y todo eso está bien. Sin embargo, aún admitiendo que probablemente sea cierto que ningún ingeniero, juez o médico es mejor que otro, sino que su fortuna y precisión dependen del momento, el lugar, el paciente, el caso, el estado de ánimo o la complicidad mágica y espontánea entre dos personas; aún admitiendo que las estrellas suelen caer mal a todo el mundo, que en su empecinamiento suelen terminar arruinando sus vidas y proyectos y decepcionando a todos sus seguidores; aún aceptando todo esto, me temo que les necesitamos.
Porque fue preciso que existiera el Juez Giovanni Falcone, que persiguió incansablemente a la Cosa Nostra para que hoy sean combatidas todas las mafias en Italia y fuera de ella. Es necesario que existan médicos como Pedro Cavadas, el endiosado cirujano plástico valenciano, odiado y envidiado por igual quien, lo mismo que tiene dos Porshes descapotables en la puerta de casa, realiza el primer transplante de cara completa en el mundo y se lleva su quirófano a África para realizar operaciones en Ruanda, Kenia o Sierra Leona durante un mes cada año. O incluso como el mismo Gawande, que no deja de ser una estrella más, entre tantísimas otras en cientos de ramas diferentes de especialización.
Es porque considero que Gawande es necesario, que no estoy de acuerdo con él. Porque, aunque el conocimiento humano sea voraz e inabarcable como una enorme ola, o precisamente por ello, necesitamos de algunas personas que, aún divas insoportables, sean capaces de ir por delante de toda esa ingente masa gris de datos y embarcarse en proyectos suicidas a los que nadie más se atreve, ni desea, acompañarles.
La razón para todo esto es sencilla. Ya la descubrió la nota que una niña dejó en el árbol junto al que la mafia asesinó al Juez Falcone en 1992. La nota decía “no quisiste tener hijos; yo hubiera querido ser una de ellos”.

viernes, 11 de junio de 2010

Una pregunta sobre la Mezquita de Fatih

Estambul es una maravilla. Es el lugar donde se edificó la mayor cúpula levantada por el ser humano en mil años, construida en sólo seis años. Es el imperio que cayó porque los invasores otomanos cogieron en brazos sus barcos y los llevaron del otro lado de la orilla. Es la ciudad del Topkapi, la más maravillosa construcción árabe tras la Alhambra. Es la ciudad de Mustafá Kemal Ataturk (literalmente, Mustafá el Perfecto, el Padre de los turcos), un militar que, a mediados del siglo XX cambió radicalmente el país, olvidó el islamismo para hacerlo democrático, moderno y secular.
De algún modo, Turquía, por lo menos Estambul, no parece compartir el recelo que trasluce el Islam contra todo lo no–musulmán. Quién sabe si será la mano de Ataturk, pero la modernidad de sus gentes no se limita a unos moritos de pelo engominado, zapatos a imitación de cuero negro, calcetines blancos y una camiseta falsa del Barça. Su actitud no es machista, bravucona o pendenciera, ni molestan a las mujeres al pasar con comentarios obscenos. Son moros modernos que, hace mucho, superaron el estereotipo del moro moderno.
Esto significa que las mujeres pueden llevar velo islámico, o no hacerlo; que las turistas pueden pasear con los hombros al aire y vistosas gafas de sol sin riesgo de que nadie les fije un precio en camellos. Afortunadamente, no significa que se les impida vivir de acuerdo con su ley islámica. Quienes lo deseen, pueden arrodillarse cinco veces al día para rezar a Alá. Como musulmana que es, desde todos los puntos de Estambul se oyen las llamadas a la oración por el almuédano a través de un rudimentario sistema de altavoces, que se activan cinco veces al día, en las horas pertinentes para el sermón del Imán.
Esta costumbre religiosa se vive con tanta normalidad como el doblar de las campanas católicas a mediodía para el rezo del Ángelus, que es atendido por feligreses y supersticiosos. Las gentes se dirigen a sus destinos ordenada y bulliciosamente por las calles, cuidando de no arrojar nada al suelo. Los taxis, que se abren paso a duras penas por entre los tranvías del interior de la Muralla de Constantinopla, o que rodean trabajosamente la Torre de Gálata, dan un aire de convivencia poliédrica a Estambul que invita a pasearla, despreocupado, mirando los edificios apretujados de la calle.
Y todo esto es tan mágico, que extraña cómo, al alejarse de Santa Sofía y de la Mezquita Azul ascendiendo la vía Fevzipasa, uno sienta evaporarse el colorido de las ropas veraniegas y brotar una súbita desconfianza. De repente, dos personas que se cruzan por la calle ya no pueden mirarse a los ojos y el ambiente es el de la tierra hostil.
Estas son las sensaciones al penetrar en el Distrito de Fatih. El sentimiento de transportarse a otro lugar, o remontarse en el mismo sitio siglos atrás. Los hombres visten túnica y barba y se saludan con el Alaho Akbar (Dios es Grande), tristemente célebre por ser la frase usada por los terroristas suicidas inmediatamente antes de inmolarse. Toman té y fuman en pequeñas banquetas apostadas en bares a pie de calle para escrutar a los transeúntes. No se miran, ni hablan. Al caminar, arrastran los pies. No hay mujeres en las calles de Fatih, salvo algunas que salen de la Mezquita y se dirigen apresuradas hacia casa, ocultas debajo de un burka negro o un chador, en los mejores casos. La Mezquita, con una larguísima historia, corona el punto más alto del distrito, como un faro o una comisaría. Desde ella, descienden las mujeres que parecen no tener pies, como fantasmas, que levitan hasta desvanecerse al girar por una esquina.
Hay más de cien mezquitas en Estambul. Casi todas ellas, más solemnes, más accesibles, con mayor capacidad, más tradición o, simplemente, más bonitas y coquetas que Fatih.
Entonces, ¿por qué se celebraron los funerales de los fallecidos en el ataque del ejército israelí a la "Flotilla de la Libertad", en un clima de guerra e integrismo, dentro de la Mezquita de Fatih?
Me pregunto por la expedición de barcos salida de Turquía con rumbo a Palestina con ayuda humanitaria; que el ejército de Israel abordó violentamente, matando a una decena de personas. ¿Por qué ese lugar simbólico de Estambul?
Querría saber si fue sólo el lugar más inoportuno o una meditada decisión. No por ser pro, ni antisemita, por la memoria de los muertos o porque me angustien las acusaciones de The Guardian, Libération, o Dominique de Villepin en Le Monde contra Israel.
Sólo por el mero e intrascendente anhelo de, entre tanto odio, saber algo de la verdad

viernes, 4 de junio de 2010

La princesa y el Chícharo


Una señora indígena de Tojtik está sentada en círculo con otras siete u ocho mujeres. Todas en el suelo. Están en su clase de alfabetización en español. Agarran el lápiz como si fuera un puñado de frijoles, por más que les intenten corregir.
Con su estética, su comportamiento, los niños andrajosos correteando alrededor, los pollos, los pavos, los perros y los gatos que estorban, se pelean y entrometen, se forma un ambiente pesado. Hace calor, pero de un momento a otro se pondrá a diluviar. Se nota en la humedad y, de manera más prosaica, en los nubarrones negros en el cielo.
Cada minuto pasa un vendedor de piruletas con chile para los niños, o llega el marido de alguna de ellas de trabajar en el campo o en el taxi, medio borracho, a recriminar en su lengua por qué la mujer no está en casa. El hombre se marcha arrastrando los pies, levantando polvo a su paso.
Se podría escribir un cuento con semejante atmósfera irritada. Un cuento escrito en Latinoamérica no puede parecerse, aunque tenga los mismos ingredientes de base, por ejemplo, a uno de Andersen o los Hermanos Grimm.
Pongamos a Andersen, que escribió La Princesa y el Guisante absorto en los crudos inviernos de su Odense natal, una ciudad fría y húmeda, que intenta acurrucarse en el centro de una isla danesa, pero a la que un fiordo le araña sorpresivamente las calles con una brisa glaciar, alcanzándola desde el norte.
En ese cuento, una celosa Reina debe escoger esposa para su hijo el Príncipe. Como madre y monarca, sólo está dispuesta a aceptar a una joven verdaderamente digna de ocupar el trono. A cada una de las candidatas, la Reina la invita un día a dormir en palacio. Bajo todos los colchones y edredones en que la chica ha de dormir, la Reina coloca un simple guisante, verde y duro. Sólo aquella a quien esa diminuta imperfección le impidiera dormir, sería digna del príncipe De entre todas, el guisante delata a una joven rubia y hermosa que llegó hasta el castillo mojada y perdida una noche de tormenta, con apariencia de cualquier cosa, menos de princesa.
La reserva y la intimidad del hogar nórdico, la observación intensiva de los otros en el cobijo del hogar durante los meses del largo invierno, facilitan el desarrollo de la historia.
No me puedo imaginar el relajo que hubieran formado los mismos, guisante, reina y princesa, manoseados por Rulfo, Carpentier, Fuentes o García Márquez. Ambientada en una realidad paralela, la princesita habría desembarcado de Persia con su familia tras la caída del Sha. Tendría un hermano a quien no conoce hasta ser ya adulta, un tío con el que convive y a quien no habla desde hace quince años y toda su familia habría estado sometida a los designios de su abuela –que se llamaría Cósima, por ejemplo- y cuya relación con la vida y la muerte nunca acaba de estar clara. No habría gigantes, ni criaturas extrañas, pues hay de sobra con lo absurdo y macabro de los personajes rutinarios. En todo este chocho, el guisante se llama chícharo.
En mi cuento, por ejemplo, Manuela, en Tojtik, sentada en el suelo en sus clases de alfabetización, podría haber sido la princesa. Pero, ¿quién va a ir allá a descubrirla? Si apenas tiene 25 años, pero aparenta cincuenta. Tiene tres hijos y un marido infiel y borracho. Su hijo mayor padece una extraña enfermedad en la piel causada por la falta de higiene que no sana. El pequeño, de dos años, aún no camina y se la pasa colgado de Manuela y chupando una teta cada vez más seca. Manuela teje camisas de paño para turistas, mientras carga al niño en brazos, con un pecho al aire.
Aún así, va a la clase de alfabetización y es la mejor del grupo. Lee y escribe perfectamente. No lo habla porque le da vergüenza.
Mira fijamente el papel, tiene que escribir fo-to-gra-fí-a y le cuesta distinguir la efe, la ge y la jota. El profesor le explica con poca fe en que ella vaya a entender las diferencias. Para comprobar el resultado de la explicación, le pide que escriba una palabra que ella jamás ha oído: “gui-san-te”.
El profesor no evita una carcajada al ver que lo escribe perfectamente y con toda naturalidad. Ella, apenas sonríe, mostrando todos sus dientes postizos.
Sólo ahí se ve que sonríe una princesa, delatada por un guisante.