viernes, 28 de mayo de 2010

Rescate a la Europa de los Cafés


Empezaré por el final. Para Steiner, ningún grado de democratización va a multiplicar el genio creativo. Vale, pero ¿qué me dicen de lo contrario? ¿Puede un genio creativo mejorar la democracia?
Steiner es un ensayista nonagenario, judío de musicalidad polaca, riguroso pasaporte francés y vida en Estados Unidos. En 2005 escribió un libro fascinante sobre la esencia de Europa, llamado, precisamente, la idea de Europa.
El escritorio donde lo concibió –año 2004- estaba a medias en una Suiza afeada por la opacidad de su sistema bancario favorecedor de delincuentes organizados, narcos, y terroristas, y en unos Estados Unidos en crisis identitaria permanente desde los atentados de las Torres Gemelas. Desde esta posición, Steiner contemplaba una Europa moderna, rica, democrática y con valores. Su mirada romántica de francés envejecido observaba cómo Francia y Alemania andaban por primera vez de la mano, liderando un proyecto económico sólido, con una moneda única que caía bien a todo el mundo. Era el continente del Tigre Celta –el milagro irlandés-, la España del pleno empleo y el abrazo a la Polonia de sus padres, tantas veces invadida, por fin respetada.
En esta situación, lógico que él se gustara al escribir que a muchos nos encantara con tal gusto.
La Europa de los cafés es la primera de sus cinco esencias de Europa. El lugar donde todo se discute, comenta y soluciona en el pequeño café de la esquina, en el barecito del barrio. La segunda, las calles y plazas de la Europa caminada. No hay ninguna otra cultura, desde luego, no en Estados Unidos, en la que puedas perderte paseando errante por el centro de las ciudades, sea por Toulouse, Tallin o Albacete, mirando sus tienditas y sus gentes, fijando a veces la vista en los homenajes en forma de avenida, busto, plaza o biblioteca a la historia que Europa rinde a los personajes de su pasado histórico, más o menos dulce, en el que ya se hizo cuanto cabía hacer. La Europa histórica, es su tercera.
Dice que la cuarta está marcada por su tradición filosófica griega y moral judaica. Una unión de hecho contradictoria y con dos hijos, el cristianismo y el socialismo utópico. Y la última, Europa fatalista, de la idea del final absoluto. Los europeos siempre han estado impregnados de la proximidad del fin, de la decadencia absoluta y la pérdida.
Quién le diría que en apenas cinco años, se le derrumbarían todos los escenarios. Que el cegato eurocentrismo de los cafés ya sólo se alimenta de nuestra propia decadencia, que las ciudades que se recorren a pie son demasiado estrechas e incómodas y, donde sea que se te ocurra aparcar, te lleva el coche la grúa.
Nada queda de grandeur en los políticos de hoy, a quienes nadie pondrá una calle (espero), ni una plaza, ni un busto.
El fin pronosticado, pero sólo un fin doméstico. Con Grecia en la ruina y España arruinada, el tigre irlandés decapitado, Italia mal, Portugal peor y el euro, una broma pesada que despierta viejos conflictos francoalemanes.
No podrá venir al rescate de la Europa cultural de Steiner un político de los de hoy, con renombre y sin dignidad. Quizá el camino sea en la dirección opuesta y el arte deba rescatar la democracia.
Arte que sea lo opuesto a lo establecido. Que sea anónimo y ahistórico y dé la razón a Steiner refutando sus postulados. Es decir, tiene que ser un maestro de la paradoja. Y de esos, sólo me sale pensar en un artista mudo como un grito en un desierto pero a quien todo el mundo escucha: Banksy. ¿Lo conocen?
Nacido en Bristol, dicen que en 1974. Sus obras son sarcasmos de graffiti en las paredes efímeras, en las aceras y tejados, en los desconchados. Hasta hace no mucho, sus creaciones no tenían valor. Graffiti sobre graffiti.
No suele firmar sus obras, pero todos las reconocen. No las señala, pero todos se paran a mirarlas.
Huye de los focos, el café y la tertulia. Con su transgresora mano ensucia las calles y falsea sus nombres. Pinta monigotes al monumento.
Pero nadie como él transforma la prohibición en gusto, el muro de Cisjordania en una escena Disney y Disney en un reclamo contra Guantánamo.
Tan universal como anónimo, quizá más por ello. Tan efímero como necesario. No un creador, sino un destructor; de la introspección artificial y las frases vacías.
Arte de un genio creativo. ¿Saben que, para Steiner, ningún grado de democratización va a multiplicar el genio creativo? Vale, pero ¿qué me dicen de lo contrario? Quizá un genio creativo pueda mejorar la democracia.

viernes, 21 de mayo de 2010

Diez duros para la máquina del tiempo

El Tofu es un queso de soja, típico de algunos países asiáticos. Como queso, se presenta de mil y una maneras. Unas agradables y otras, no tanto. Mi debilidad es el Chao Tofu, que se hace en Taiwán. No porque me agrade, sino por lo que tiene de cultural. Este tofu se prepara con un fermento que incluye carne y marisco podridos, en un baño de leche cortada. Ahí lo dejan durante varios meses, pudriéndose, hasta que toma un color y una textura parecida a la boñiga de vaca. Un proceso absolutamente antihigiénico, que da lugar a un olor nauseabundo. No puedo hablar de su sabor, porque fui incapaz de comerlo.
Sin embargo, el tofu apestoso –que es la traducción del nombre- es un manjar popular y muy apreciado que se encuentra habitualmente en puestos de calles y mercados, donde lo preparan rebozado. Para un europeo, pasar por delante de uno de estos puestos en que venden, literalmente mierda frita, es como lanzarte de cabeza a un pozo ciego y chapotear. Sin embargo, los lugareños sonríen y se relamen con ese mismo hedor a vertedero.
Supongo que será porque, más que ningún otro sentido, el olfato es una experiencia íntima que se va imprimiendo en la memoria, apenas ligada al mundo exterior. La memoria convierte los olores en aromas; y hace sonreír.
Quién sabe si el olor del chao tofu no se para ellos el de una merienda preparada por su madre o abuela con esmero, o disfrutada con los amigos en las fiestas del pueblo.
Lo que está claro es que el mayor camión de basura no se resiste a esta reacción casi mágica de transformación del olor, público y abstracto, en sentimiento íntimo y concreto.
El que pasa por mi casa – el camión de la basura, me refiero – lo hace únicamente martes y viernes, a las seis de la mañana. Una legión de perros callejeros hace imposible soltar las bolsas en la noche anterior, para no provocar un esperrío de botes vacíos mordisqueados y cáscaras de aguacate por el medio de la calle a la mañana siguiente. No hay más remedio que levantarse a las seis menos cinco de la madrugada. Es inestimable la ayuda de un sujeto con un cencerro enorme y ruidoso que zarandea con ímpetu para advertir de la llegada del camión. A su paso, jodido y despeinado, con las zapatillas en el pie que no es, hay que correr hasta la esquina donde se detiene la comitiva.
El hedor es penetrante, pero yo no puedo evitar que me traiga recuerdos de niño, recuerdos felices. Me lleva directo a los largos veranos de infancia en la playa, de días eternos que empezaban con tazones de Smacks y deberes del Vacaciones Santillana y terminaban cuando sacábamos la basura después de cenar.
Cerradas las bolsas, era momento en que mi abuela y la tía Encarnichi se quedaban, en penumbra y con las gafas de ver, jugando al cinquillo. Creo que la apuesta era de dos duros por mano. Cuando vivía, la bisabuela Encarna jugaba con ellas y siempre ganaba. Quizá lo hacían por miedo o respeto, quizá fuera una virtuosa del juego. El marido de la tía Encarnichi, el tío Pepe, rara vez jugaba. Mi abuelo, nunca. A mi me gustaba participar sólo cuando estaba mi madre. No sé por qué.
Jose, mi primo mayor, y yo bajábamos la basura y nos quedábamos un rato con el resto de niños, los amigos del verano. El sol había torrado durante trece horas los cubos de basura y desprendían un olor pegajoso que empapaba todo, llegando hasta las cabañas que construíamos entre los pinos. Allí hacíamos espiritismos que yo no creía, pero sí temía. A veces, a los niños les salían novias y se metían juntos por los pinos o por la playa. No sé qué se hacía allí, porque nunca me salió una. A mi primo Jose sí le salían y muy guapas, supongo que porque él era un experto construyendo cabañas con somieres y era experto en la tabla ouija. Jose era muy prudente y cuidaba de mí. Imagino que, en correspondencia, yo quería ser como él, que me gustara la música que él oía que, para mi desgracia, me horrorizaba. Deseaba ser heavy, sin idea de qué hacer para serlo, como el pequeño Coetzee quería ser católico romano, sólo porque le fascinaban las historias de romanos.
En la calle jugábamos hasta las doce, cuando el camión devoraba los cubos apestosos y a nosotros nos reclamaban desde el balcón para que volviéramos a casa.
Con los años dejamos de ir de vacaciones allí, pero aquel olor pegajoso, que goteaba restos de melón y paella de domingo, aún me lleva a las cabañas entre los árboles y los espiritismos.
Puede que se trate de una pequeña máquina del tiempo que, a partir de un olor a fritanga, te regrese hasta los diez duros que te daba el tío Ale para buscar dos ruedas de churros en el Dólar. Una moneda de diez duros casi del tamaño de tu mano.
Porque, de esta manera, la memoria construye un muestrario particular de recuerdos etiquetados por olores. Y sucede que, al girar una esquina, el perfume de una señora, intrascendente para cualquiera, te arroja a las escenas trémulas vividas con una murciana en Londres y que jamás volviste a ver.
Y pasa que, aunque la Señora sea bizca y con bigote, agradeces que traiga a tus manos aquella historia de amor para que tú la continúes, inventándola como te dé la gana. O pasa que, aunque huela a fritanga, te hurgas en el bolsillo queriendo encontrar los diez duros del tío Ale, con una sonrisa en los labios. Y quizás pase que ahí sigan, los diez duros, guardados.

viernes, 14 de mayo de 2010

Pasada la frontera

Los edificios de gobierno se amontonan en torno al Zócalo junto a la Catedral, que recuerda al Valle de los Caídos, con enormes estatuas de los cuatro Evangelistas en el frontispicio. A unos pocos metros, unas grutas absorben a los paseantes hacia un sótano misterioso con tres pisos de profundidad. Es el Mercado Central, el lugar donde encuentras figuritas del Belén en pleno mes de mayo y ungüentos milagrosos que hacen caer rendida a tus pies a la mujer amada, de venta en pequeños puestos rodeados por un millar de restaurantitos. Ofrecen tamalitos de chipilín y tostadas de harina horneada con queso, cebolla y aguacate. Un tipo apura su cerveza Gallo porque tiene que coger el autobús y ve que no llega, aunque sea a unas pocas cuadras de donde se encuentra. Va con una pequeña maleta sin ruedas en la que apenas le entran dos o tres pantalones, ropa interior y algunas camisetas. Menos mal que sólo tiene un par de zapatos, porque no le habrían entrado en la maleta y el disgusto de tenerlos que dejar habría sido tremendo. Vuelve a mirarse los que lleva puestos; levanta la puntera y luego los gira, primero uno y luego el otro, para ver los laterales. Y echa a andar.
Llega hasta la camioneta sin problemas, a veces es así, demasiado riguroso con la hora. Busca el asiento que dice en su billete y lo encuentra casi al fondo del vehículo, en una fila con dos asientos. Trata de acomodarse, pero el asiento tiene un fastidioso exceso de muelles caprichosamente repartidos que le hacen la puñeta. Después, cuando lleven un rato de camino, se dará cuenta de que todos los muelles que le sobran a su asiento, le faltan a los amortiguadores del coche.
Se queda medio sopa en lo que el autobús arranca y le enfada que, justo antes de la salida, se le siente al lado un español jadeante que a punto está de no llegar a tiempo.
En el camino charlan sin intimar, aunque animosamente. El fútbol es una maravilla para estas ocasiones y la selección española no tiene precio como pasarrato.
En el paso de la frontera, aquéllos que lo necesitan reciben su visado. Un papelito y un sello de entrada en el país que le colocan en la página 26 del pasaporte, encima de una marca de agua con forma de quetzalito, aupado sobre un pergamino y dos escopetas.
El resto del camino lo hace viendo por la ventana, con la mirada perdida mientras el día se va oscureciendo, seguramente sin pensar en nada. No pasa mucho tiempo hasta que aparece la caseta del Instituto Nacional de Migración. Un agente bajito pero robusto, con uniforme completamente azul y los cordones de las botas cortándole la circulación, sube al autobús y se le acerca. Sus malas formas despiertan a los pocos que dormían. “¿A dónde va, Papi?” Le espeta. Le contesta lo que le parece, pero menos le importa al agente, que sigue con su estilo. “diz que no es de aquí, tendrá que acompañarme”. En ese momento, las explicaciones se vuelven tartamudeos y un minuto después se cortan, a la vista de lo inútiles que resultan. Maquinalmente, el agente insiste “le tengo que pedir que abandone el carro. ¡Le tengo que pedir que abandone el carro!”.
El autobús arranca, le falta un pasajero y casi nadie lo ha notado. Los topes del camino y las pequeñas sacudidas que provoca la falta de suspensiones del autobús van desplazando poco a poco al español, hasta que ocupa completamente el lugar que ha quedado libre. Ya no quedan restos de ausencia.
En esos días, la Gobernadora de Arizona ha dictado una ley que permite a cualquier agente de la policía detener a cualquier persona, sin explicación ninguna, si cree que está o pretende permanecer ilegalmente en el país. Es la famosa ley SB 1070, que ha indignado a Méjico, el país vecino.
Una ley que no tiene nada que ver con esta historia, que transcurre en el paso fronterizo de Guatemala hacia México, donde un agente malencarado se lleva detenido a un hombre, porque sus pintas eran de ilegal. No le importa la explicación que le quisieron dar. Fuera cierta o no.
Al llegar al destino, nadie recoge la pequeña maleta sin ruedas, menos mal que no compró los zapatos nuevos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Armas contra la Crisis

Sufría al escuchar a un locutor que hablaba de los acuerdos alcanzados por Zapatero y Rajoy en su encuentro de Moncloa. Fue la primera vez que, sincera y profundamente, temí por la viabilidad de España como cosa económicamente sostenible. Rumores de ataque especulativo, la supuesta necesidad de 280 mil millones de euros para sacarnos del hoyo financiero, la caída de la bolsa, peleas internas, el ruido de sables del separatismo, el colapso de España.
Y aquellos dos Señores, a la salida de Palacio. No los vi, pero vestían iguales. Nadie habría notado si, a mitad de reunión, uno le hubiera cambiado la corbata al otro. No los oí, pero dijeron lo mismo. Lo que importan son las formas.
En ese momento casi de ataque de pánico, una compañera me sacó de la ensoñación. Se había caído del tejado de uralita de sus vecinos mientras intentaba conectar no sé qué cable. Podía haberse matao, pero sólo tenía un pie magullado. En el hospital, una Señora nos despachó. Decir que nos atendió sería mentir. Hizo algunas preguntas –ninguna de ellas relacionada con el pie dolorido-. No se lo tocó, ni le quitó el calcetín. De lo que pudimos entenderle, en San Cristóbal (120.000 habitantes), no había máquina de Rayos X –desde hacía unos doce o catorce días, porque al dueño del lugar de radiografías le había pasado algo-, ni traumatólogo. Así que nos teníamos que ir a Tuxtla, capital del estado. Tampoco sabíamos si había especialista allá. La Señora no nos supo decir. Lamentablemente –os juro que es cierto-, no tenían el número de teléfono del hospital de Tuxtla y aunque lo hubieran tenido, no pueden realizar llamadas. Y, aunque hubieran llamado, en Tuxtla no agarran el teléfono después de las dos de la tarde. Tengo testigos.
Abochornados, optamos por la sanidad privada. Encontramos radiografía, pero no médicos.
A la mañana siguiente, la radiografía del día anterior no era válida, pues no era del servicio público y nos mandó hacer otra porque, eso sí, al final resultó que había máquina de Rayos. Para cuando regresamos en la tarde, el doctor ya no estaba y hubo que esperar a un tercer día y un tercer doctor para obtener el diagnóstico. Una fisura en el pie, nos dijo. Las radiografías, las dos, no las miró, ni preguntó por ellas.
Una historia aún más absurda que aquella anécdota hospitalaria de la Semana Santa de 2006, en Ronda. La noche del Jueves Santo, creo. Habíamos empezado con Juanma en la Verdad y seguido en nuestro lugar secreto de la calle Montes, por todos conocido. Habían llegado dos amigos de Barcelona a pasar el puente a Ronda. Inicialmente, sólo eran amigos de un par de nosotros, pero sucede que Ronda es, con mucho, el lugar más hospitalario del mundo – y que alguien me demuestre lo contrario-. Como otras decenas –no exagero- de veces, mis amigos y mi familia les abrieron las puertas de su casa y de su corazón y se rebuscaron en los bolsillos hasta que no quedaron ni telarañas para homenajear a los invitados. Dieron su cante, su sonrisa y su complicidad a completos desconocidos. Uno de los barceloneses terminó encima de una banqueta, cantando que nació en el Mediterráneo. Fuimos a la salida de Padre Jesús, que ni vimos porque nos quedamos en el barecito que hay junto a los Ocho Caños. Sólo recuerdo que el dueño era montejaqueño. En aquel lugar platicamos sobre la tradición de la Semana Santa. Tan así fue nuestra charla que, semanas después, aquel amigo publicó en el Diario Avui, en forma de artículo, los resultados de nuestra plática. Baste decir que aquellas letras, críticas con la Semana Santa y la actitud de los cofrades, corrieron como la pólvora y fueron usadas por muchos malintencionados para inventar un absurdo odio de los catalanes a Andalucía.
Terminamos rodando como croquetas por la cuesta de Santa Cecilia, hasta que uno de los catalanes se fastidió el pie, claro.
Al Hospital llegamos con vasos de plástico. Tuvimos la brillante idea de levantar a las 3 de la mañana a Maite, doctora y madre de Javier, uno de nosotros, para que nos acompañara. Mientras nuestro amigo catalán gritaba “¡vengo a recuperar mi IRPF!”, Javier calentaba la cabeza a su madre. A los demás, simplemente nos echaron de Urgencias. Al final, nuestro amigo perdió su DNI. Bueno, y le vendaron un pie.
Más allá de la anécdota, lo que importan son las formas. Aquella vez era festivo y las tres de la mañana. Las urgencias estaban abarrotadas. Un grupo de profesionales extraordinario nos dio un servicio excelente, técnico y humano. Nos aguantaron y hasta rieron las gracias. Aún sonrío al recordarlos. Abnegados y trabajando a destajo, aunque muchos tuvieran contratos basura como Residentes. Gente a la que nadie le podrá hablar de productividad. La fuerza de la que cualquier país debe estar orgulloso. Con la que cualquier país saldría adelante, como nosotros haremos.
Aquellos catalanes con escayola se llevaron de regreso la imagen de unos hermanos a los que aún hoy quieren y respetan. Signo inequívoco de fraternidad, digan lo que digan las élites políticas.
Y todo después de una fiesta pagada con lo que no teníamos, donde nadie guardó nada y todos colaboramos. Economía real de Juanma y Eulogio, algo que ni todos los especuladores del mundo podrán entender jamás y que nunca vencerán.
Que vengan los especuladores, los que nos quieran hundir, separar. Desesperar. Que les esperamos, con los argumentos de una anécdota cimentada en un pueblo con valores. Con nuestras propias armas.