sábado, 7 de febrero de 2009

La gran vía

Para mi no es habitual escribir el artículo en domingo. Normalmente doy tantas vueltas a los temas sobre los que querría escribir que se me acaba echando encima el jueves por la noche con un folio en blanco sobre la mesa, ansioso por que alguien lo rellene. La semana que se cierra sin embargo ha sido demasiado normal, tan rutinaria, que no podía pasar inadvertida. Paradójico, como cuando un silencio sepulcral te despierta de la siesta. La rutina, como el aburrimiento, tienen mucho peligro. Sobre todo porque hacen que tomemos por normales cosas que no lo son.
Como tantas veces, organizamos una cena en un japonés. Abogados, asesores financieros, gerentes de riesgo de banca, los de siempre. Nuestra biografía semanal calcada nos consuela de todo lo que nos ha faltado, pero sobre todo, nos consuela de lo que nos sobra: conformismo. Trabajamos duramente de lunes a domingo y salimos de fiesta, quizás demasiado de lo uno y de lo otro, y no solemos dar mucho más. Pero es lo que hacemos todos (por lo visto esto es labrarse un futuro) y, sa se sabe, mal de muchos, consuelo. Y punto.
En el japonés, además del teri maki había algo más de nuevo. Carlos e Isa, una pareja de amigos de la infancia nos visitan desde Ronda. Con los palillos en la mano y muchas horas después, nos reimos y el frío horroroso de Madrid no nos importa. Volvemos en el metro a casa, bien entrada la mañana. Aprovechamos para desayunar algo y nos echamos a dormir un rato, que por la mañana toca ruta turística por Madrid.
En una ruta por tu ciudad -esto es algo que siempre me pasa en Ronda con los amigos de fuera-, yo creo que quienes más disfrutan del paseo son los anfitriones, los que muestran sus rincones, mucho más que los turistas despistados que siguen al guía con sus cámaras de fotos en las manos. Ofreces a los amigos partes del Madrid (bueno, o de la ciudad que sea) que significan algo para tí y, mientras tanto, tú los recuperas y vuelves a vivir, como si fueran nuevos, cada uno de los momentos por los que una plaza, una calle o un bar son especiales. Les hablas del origen de la Gran Vía madrileña, cómo fue el proyecto de unos pocos enamorados de París, que querían hacer en Madrid una calle llena de escaparates, a la imagen de la Rue de la Paix de París o de los Campos Elíseos. O que le pusieron calle de la CNT en los meses anteriores a la Guerra Civil. Hablas como lo hacía Cortázar de la Calle del Sena y del Bulevar de Saint Michel.
Los amigos miran con interés y sonríen complacidos. La vida para ambos ha cambiado mucho desde que jugábamos juntos al fútbol quince años atrás.
Hacen preguntas también de cómo nos desenvolvemos por aquí, el metro, los atascos, el ruido y parecen atónitos. Curiosamente, les fascina la vida coñazo que ellos encuentran emocionante y divertida. Creo que eso hace a nuestra vía todavía más ridícula, porque ves que en el fondo es pura apariencia, bisutería que brilla la tarde en que la compras y poco más.
Luego los amigos se vuelven en el coche a casa. Los de la "vida divertida" volvemos a estar recluidos en casa, con resaca y trabajo acumulado. Evidentemente las camisas no se planchan solas y los periódicos que has dejado de leer siguen esperando en el buzón. Nos llamamos los unos a los otros, medio de cachondeo. No hay ganas de trabajar, ya habrá tiempo. Ni siquiera esto hace que la semana que va a comenzar sea cuesta arriba, sino una calma, peligrosa y llana rutina. Estresada, eso sí, pero rutina a fin de cuentas.
El fantasma de si seremos capaces de dar un cambio radical de vida nunca deja de planear sobre nuestras cabezas, pero parece hacerlo más de cerca cuando viene un amigo de Ronda a poner de manifiesto lo absurdo de lo que sólo es apariencia.
Tarde del domingo. A cada uno nos da por una cosa. Juan quiere ser profesor de instituto en Albacete, Enrique irse de Madrid y Javier sólo se enfada, se enfada todo el tiempo y se va a casa a ver una peli. Yo me pongo a escribir este artículo. Cada loco con su tema.

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