viernes, 20 de agosto de 2010

A cerilla apagada

“La diferencia entre tú y yo, es que yo soy el astrólogo y tú el astronauta”, insistía un amigo en el bar. El tipo de conversación que uno debe dejar que vaya sola.
-Continúa, por favor.-
Sí. Personas sólo las hay de dos tipos. Astrólogos y astronautas. Esto es algo parecido, pero moderno, a lo que decía Colleridge sobre que los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Platónicos son quienes confían en las ideas como realidades, parte de un universo, de un cosmos superior con existencia propia. Yo, obviamente, soy platónico. Luego están los aristotélicos, ésos que sólo creen en la posibilidad de dar un nombre las cosas, individuales, cosas sin más. Aquéllos para quienes la realidad es un premio de consolación mediocre con el que hay que conformarse por culpa de la naturaleza defectuosa del ser humano.
- ¿Pero no estábamos hablando de astronautas, hijo?-
Precisamente. Platón es el de las ideas, el de los conceptos abstractos, el reflejo de los astrólogos. Somos apasionados de la observación de una realidad que existe, pero que está por conocerse, miramos al mundo y tenemos un conocimiento cierto sobre él, sin necesidad de experimentarlo todo. No hay que tirarse con un paracaídas desde un avión para entender lo que se siente. Basta con tener la imaginación suficiente. Igual pasa, por ejemplo, con el amor o el sexo. No es tan difícil la creatividad. Nadie como Cavafis describió en un poema una tórrida noche de amor y sin embargo fue un funcionario de hacienda que nunca estuvo con una mujer. De hecho, era homosexual. Aún así, nadie como él describe la magia de la luz de una vela con una mujer en un cuarto escondido. Copérnico pasó veinticinco años encerrado en una habitación para descubrir cómo funciona el universo.
Los astrólogos tienen algo más de analíticos y reflexivos que de acción, y quizá un punto de voyeuristas. Confían en las ideas de los demás para construir una idea mayor entre todos; es la posición más inteligente porque, en una sola vida, no es alcanzable tener el tiempo de vivir todas las experiencias posibles.
- Pero bueno, ¿y los otros?-
Los astronautas están hechos de otra materia. No creen que exista ninguna realidad absoluta. Por supuesto, nada que pueda verse desde un telescopio. Con un catalejo, todo lo que se puede saber de la Luna es su nombre, sin saber qué hay detrás del agujero desde el que se espía. Por eso, en cierta manera, el astronauta renuncia al conocimiento general, a saber algo de la esencia de las cosas, y sólo vive de la experiencia.
Aunque los paseos espaciales del astronauta son un ridículo grano de arena en la extraordinaria concepción del cosmos de los astrólogos, son los únicos que saben que la Luna existe, y no es sólo una Elisheba, una promesa.
- Pues no me entero, qué quieres que te diga-
Es muy sencillo. Los astrólogos tienen los sueños, los astronautas, alcanzan un sueño. Tan real que lo tocas con los dedos, tan limitado, que puedes tocarlo con los dedos. Cumplir es importante, pero no es nada sin la facultad de imaginar. Ambos son imprescindibles, pero somos tan distintos y nos respetamos tan poco, que a veces uno entiende que llevemos miles de años matándonos entre nosotros. Chiíes y sunníes; católicos y protestantes, izquierda y derecha, béticos o sevillistas. Así podríamos seguir, pero creo que has preguntado mucho. Dime ahora, tú, ¿de quien eres?
En ese momento se me pasan por la cabeza mil respuestas. Quizás decir una: Wheelok, astronauta en la estación espacial internacional cuenta que el espacio exterior huele a bizcocho chamuscado y a cerillo recién apagado. Quisiera decirle que me gusta el olor a fósforo. Pero no, sólo respondo; “¿y tú de quién eres? De Marujita, le dije yo a la vieja…”

viernes, 13 de agosto de 2010

Un filósofo en metro

Como buen estudiante de Filosofía, Matt no está muy preocupado por la realidad. Más bien, aunque lo esté, ha renunciado a actuar directamente sobre ella, quizá porque sea consciente de tener alguna limitación para el ejercicio de la vida en sociedad y que yo no he sido capaz de observar a simple vista.
Cada mañana se levanta dispuesto a reflexionar sobre preguntas absolutamente sencillas que la gente normal jamás nos planteamos y que nunca sabríamos responder. A mi me asaltó de forma inesperada aprovechando que el metro en el que nos movíamos se había parado, para interrogarme de forma bizarra: ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el ser humano? ¿Debe atribuirse gratuitamente la dignidad humana a cualquiera, por el sólo hecho de haber nacido de un hombre y una mujer? Yo intento pensar rápido y dar una respuesta inteligente, pero lo más inteligente que se me ocurre es guardar un riguroso silencio y dejar que el vagón reemprenda su marcha y el ruido metálico al recorrer los raíles interrumpa la conversación.
El gran temor de Matt no es ser incapaz de responder estas cuestiones, que nadie ha resuelto en cuatromil años de filosofía. No es ignorar por qué desde Platón todos los seres humanos están preocupados por alcanzar un remedio de justicia en la Sociedad, cuando el ser humano es un animal esencialmente injusto e incompatible con la noción de igualdad. No. Lo que a Matt le preocupa es ser inútil. No inútil en un plano práctico –lo que podríamos llamar un caradura-, porque con la calidad de sus estudios bien podrá procurarse una cátedra de Filosofía de la Historia que le permita tener un adosado don jardín en Brooklyn, una monovolumen y dos hijos en un buen colegio de pago de Manhattan. Nunca será un caradura.
Le preocupa ser un inútil en abstracto –un personaje de paso-, aquél incapaz de contribuir a que el mundo cambie de alguna manera, y que tantos años de trabajo de su mente no sean tan útiles como lo sería el trabajo de sus manos en una simple mañana plantando árboles en un monte quemado en un incendio de verano.
A día de hoy tiene una enorme deuda con un banco que ha accedido a financiar sus estudios. Ésa la pagará, seguro. A la vez, dedicándose a la vida científica –contemplativa-, a elucubrar sobre lo que querían decir aquéllos que dijeron algo sobre Hegel y Heidegger, piensa que está contrayendo otro tipo de deuda con el mundo que le rodea y que no sabe si podrá pagar alguna vez. Y eso le angustia.
El metro llega a su destino y yo no he abierto la boca. Mientras él sigue hablando, recuerdo una frase de Eduardo Galeano que leí hace tiempo en el mantelito de papel de un bar: “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Creo que Matt lucha para que sepamos donde está la utopía y que es nuestra responsabilidad perseguirla. Creo que somos nosotros quienes estamos en deuda con él, y no al revés. Aunque a todos –a él incluido- nos parezca inútil lo que hace.
Lo pienso, pero no digo nada. Que lo piense él, que se dedica a eso.

viernes, 6 de agosto de 2010

De Momento

Bajo del avión en una ciudad nueva, impresionante, y escribo el artículo sólo un rato antes de que se publique, después de un largo paseo.
Apenas hace un par de días que me marché de Ronda y tengo las heridas aún plenamente abiertas. Me fui con mucha tristeza, como siempre me ocurre, pero esta vez con un dolor algo distinto.
Siempre he estado acostumbrado a regresar periódicamente a Ronda con un zurrón de más o menos anécdotas para regalar. En respuesta, mis amigos allá correspondían con un tropel de historias generalmente divertidas, negocios trepidantes e iniciativas arriesgadas que, después de contadas, nos daban a unos y otros las fuerzas necesarias para mantener el entusiasmo en la lucha de cada día, cuando nos tocara distanciarnos de nuevo
Esta vez no ha sido así. No me encontré historias trepidantes, sino dramas sangrantes, iniciativas insatisfechas, desconfianza y, sobre todo, desesperanza.
Esta vez ha sido un relato quijotesco, donde mis amigos, unos trabajadores infatigables, se golpean, ya desde hace tiempo, contra los molinos de la realidad. Los negocios antiguos ya no venden, los nuevos no funcionan y, los que pudieran funcionar, nadie los financia. Nadie mantiene la ilusión, seguros de que el panorama rondeño sólo podrá ir a peor. Lejos quedan los días en que las fantochadas del alcalde causaban estupor. Ahora las excentricidades de caudillo ni siquiera son noticia.
Después de oírles el relato, callaba, estremecido por su dolor, que es el mío. He escuchado historias de viejos lobos rondeños, superhéroes de todos los días bregados en mil batallas, que ahora se encuentran acorralados y solos ante el peligro.
Nunca debí guardarme la respuesta que el cuerpo me pedía; de quedarme con las ganas de decirles que no tengo la menor duda de que no existen en el mundo guerreros más capaces que ellos de dar la vuelta a la situación y provocar, una vez más, el cambio que nos devuelva a la alegría, a las aventuras de las que nacen las historias divertidas. A la esperanza.
Precisamente hoy, al poner un pie en la ciudad de los rascacielos, el lugar del sueño americano, del triunfo nacido de la nada y el trabajo abnegado, incansable e insuperable, me ha parecido descubrir que mucho de este sueño lo hay en ellos, en nosotros.
He caminado toda la tarde por entre los edificios, primero, en busca de hospedaje y cargado de maletas. Después, impresionado por la altura de las construcciones, la locura de las calles, por los cientos de personajes diferentes que se asoman a las escaleras de incendios como sacadas de una película; delante de sus bares glamorosos frecuentados por artistas y delante de las tiendas de alimentos paquistaníes, africanos, mexicanos.
Al regresar y empezar a escribir, me he sentido el tío más especial de esta ciudad, al que todos miraban y reconocían por la calle: “Mira, ahí va el dueño de una historia que puede cambiar a su antojo”.
Es cierto, creo que todos podemos dar un giro a nuestra película, si lo intentamos con todas las fuerzas. Y con toda la esperanza.
Pero, ni mucho menos, creo que eso lo haya aprendido en una tarde, aunque dijera Sinatra en una canción a Nueva York, si soy capaz de hacerlo aquí, seré capaz de hacerlo donde sea
No creo que haya que irse tan lejos, más me creo lo que dicen los Aslánditcos: Yo sé bien que tengo que luchar para sobrevivir. Puede ser que viva de ilusiones que yo fabriqué, que tenga en los bolsillos sólo arena y fe. Aquí estoy, jodido por este camino que escogí, pero vale la pena llegar hasta el fin. Sé que aún me quedan lágrimas por derramar, será el precio que pague por mi libertad. Quiero sentir que hice lo que yo de verdad soñaba.
Quiero hacer lo que yo soñaba. Porque se trata, en efecto, de luchar el camino hasta el final, por jodido que sea y con las heridas abiertas.
Y de momento eso de luchar, lo aprendí de vosotros, que me lo enseñáis cada día.
Que quede claro.