viernes, 26 de noviembre de 2010

Acción de Gracias


Amaneció plomizo el día de Acción de Gracias. Aunque salí a la hora de todos los días hacia la biblioteca, parecía que fueran tres o cuatro horas más temprano porque no había ni un alma en la calle. Nada se mueve en Nueva York.

En las vallas de las aceras, las bicicletas y los carros del supermercado pugnaban por encontrar un lugar donde amarrarse. Sí, carros y bicicletas.

Las bicicletas de los currelas, que hoy no van a ninguna parte y los carros de los vagamundos.

Es impresionante ver cuántos vagamundos tiene Nueva York. Sobre todo, porque aquí, hasta para vagamundo hace falta tener propiedades. Todo sintecho que se precie carga sus pertenencias, como improvisado caracol, en sillas de oficinas roídas por los años, desequilibradas y con alguna rueda de menos. O en carros robados –o comprados, no pensemos mal- en algún supermercado, precisamente. Siempre cargan un megáfono o una grabadora de voz, aunque rara vez he visto alguno funcionar. Muchos tienen la mirada perdida y hablan sin parar, señalando hacia arriba o hacia el suelo, como pidiendo cuentas a alguien. Pero, si alguna vez cruzan su mirada contigo, debajo de toda su tristeza, parece que reclaman algo de atención. Que llevaran tiempo queriendo hacerse oír, pero ya no les merezca la pena contar su historia. O simplemente para recordarnos que no siempre fueron pordioseros. Quizá por eso el megáfono averiado y la grabadora sin pilas.

Hoy, liberados de la obligación de patrullar las calles con sus carros de cachivaches, estos desamparados se refugiarán en alguno de los hospicios que les ofrecen pavo y algo de beber.

Puedo imaginarme la cena típica del trabajador neoyorquino y no sé cuál sería peor. Para los que tienen casa, o al menos familia, hoy es el día de haber ido a comprar un pavo relleno y, mientras se hace en el horno, preparar una tarta de calabaza para acompañar.

Los días en familia son extraños en este país enorme, trashumante y aislado por un cinturón de algodón, donde el cordón umbilical con los hijos se rompe a los diecisiete años la criatura se va de casa para trabajar en cualquier esquina del país o para estudiar con préstamos pagados de su propio bolsillo. Así se hace más difícil entender la familia como una obligación o una deuda, como nos pasa tanto en España.

Esta falta de obligación les ahorra casi todas las muecas lógicas de cuando uno tiene que comer sapos en familia. Casi todas, no todas.

Acción de Gracias es una de esas ocasiones ineludibles. Y la cena en familia da, para lo que da. Y una vez sentados a la mesa, no es muy diferente a Nochebuena. La mezcla de cariños más o menos desgastados por la rutina o por la distancia se confunde con una cierta resignación a arreglarse con desgana, a maquillar la cara y la memoria antes de sentarse a compartir langostinos junto a unos extraños con los que sólo compartes apellido. En pocas horas, las familias de allí y de acá se ponen al día de la vida del hermano pesado, del tío sátiro, de los insoportables sobrinos mimados o la tía solterona que cada año regala una funda de piel para el teclado del ordenador.

Quizá por la deuda moral o económica, en España nos obligamos a volvernos a juntar al día siguiente – y en Cataluña, como epílogo de la autoflagelación- también un tercer día, San Esteban, para asegurarnos de que todas las rencillas vean la luz, y no quede títere con cabeza.

Aquí, eso no pasa. La cena, bien. Pero debe terminar pronto, porque la verdadera atracción empieza en la madrugada del día siguiente. Como si de una resurrección se tratara, todas las tiendas del país, abren a las cuatro de la mañana con rebajas de verdad escandalosas. Black Friday, lo llaman.

La gente hace cola en la puerta de las tiendas desde varias horas antes y no es extraño que el pavo relleno se reparta a los comensales en Tupper-wares y cada quien se vaya a la tienda que más le guste a esperar hasta que las puertas abran y olvide el mal rato comprando compulsivamente. Y fin de la historia familiar, de las penas y de las peleas.

Todo el mundo a comprar. Y cuestión resuelta.

Eso sí le falta a los vagamundos de Nueva York. Pero mirando de nuevo esos carros de supermercado, a lo mejor no son tan distintos a las compras compulsivas del Black Friday. Tan llenos de objetos sacados de aquí y de allá, que ellos codician. Los carros alimenta la imagen de que, aunque todo nos falle; estemos sin casa, trabajo, familia, pavo, ni tarta de calabaza - o peor aún, pese a que tengamos que aguantar todo ello-, siempre podremos aparcar un carrito en la acera y llenarlo de nuestras propias latas vacías, brillantes como bisutería.Y quizá, en el frío de noviembre, contarle nuestras penas a una grabadora sin pilas o gritarlas al viento, con un megáfono averiado, para que no se molesten los vecinos, que cenan en familia.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Un membrillo en Manhattan


En la parte alta de Manhattan hay un claustro medieval donde se expone una colección de arte europeo, sobre todo de origen franco-catalán y centroeuropeo, de entre los siglos X a XIV. A diferencia de otros muchos templos y construcciones de estilo neogótico o neoclásico en Estados Unidos, muy del gusto de los aficionados al arte de por aquí, estos claustros medievales no son neorrománicos ni de inspiración románica, sino que son, tal cual, del siglo XIV.

Se podría pensar que trescientos años antes de que Colón se topara con las islas orientales, se le hubiera adelantado algún arquitecto catalán al estilo de Gustavino –un arquitecto valenciano formado en Barcelona que revolucionó la arquitectura neoyorquina del último tercio del siglo XIX y que diseñó, por ejemplo, la estación Gran Central de trenes de Manhattan-. Aunque esto sería divertido y podría servir para reivindicar esta tierra como parte de los Països Catalans, una construcción tan majestuosa necesita una historia más fantástica.

Resulta que un escultor americano, George Grey Barnard, se estableció Paris en los últimos años del siglo XIX para estudiar las formas de la obra de Rodin. En los doce años que vivió allí alcanzó gran éxito. Esto, unido a su noble origen y a su pasión por el arte medieval, le permitió adquirir un gran número de obras de arte y construcciones románicas franco-catalanas, aprovechando la ignorancia y la avaricia de sus propietarios y las turbulencias que precedieron a la Primera Guerra Mundial en Europa.

El tamaño de la colección era tal que motivó la preocupación del gobierno francés, que intentó sin éxito aprobar una ley para evitar que los monasterios comprados por el escultor americano fueran traídos piedra a piedra hasta Nueva York, en barco.

Pero el gasto prácticamente lo arruinó para siempre.

Años después, Rockefeller compró a Barnard todas las piezas y con ellas montó el claustro del que estamos hablando en un terreno frente al río Hudson. No contento con eso, depositó en él su gran colección de arte medieval –incluyendo la espectacular serie de tapices del unicornio en cautividad- y compró todos los terrenos al otro lado del río, para que nadie pudiera construir en el entorno del claustro y la vista quedara para siempre como un auténtico paisaje occitano.

Como colofón, plantó un membrillo en el centro del patio del claustro. Después de eso, donó todo el conjunto al Metropolitan Museum of Art, cuando su obra estuvo terminada.

Pero esto no es todo. Como cualquier hermosa historia, también tiene su letra pequeña. Resulta que algunos años antes de todo eso, Rockefeller había contratado a Barnard para que le esculpiera una fuente sobre la creación de Adán y Eva para su finca de Procantico Hills. Pese a que Barnard sabía del puritanismo de los Rockefeller, se empeñó en mostrar las vergüenzas de Adán y, aunque le pidieron que las tapara con un velo, hizo todo lo posible para que fuera prácticamente imposible ocultar los genitales sin mutilar –nunca mejor dicho- la obra.

La disputa de la fuente y el pene se resolvió finalmente en 1923, pero Rockefeller nunca se olvidó de la afrenta. Quizá esperó a la ruina de Barnard para obligarle a cederle su abrumador claustro. Quizá reconstruyó todas las piezas en una elegante colina, en pleno Manhattan y se vengó abusando de la virginidad que Barnard no quiso respetar en su fuente.

Dejó vírgenes las tierras del otro lado del río y, como un gran elogio de la virginidad, alojó allí los tapices del unicornio en cautividad, que son también una metáfora, pues en la Edad Media se creía que sólo una virgen podía ser empleada como reclamo para atraer a ese hermoso y esquivo animal.

Quizá el origen de todo está en aquellos dos membrillos. La osadía del escultor, o la terquedad del puritano mecenas.

O a lo mejor son imaginaciones mías. Pero me hizo gracia lo del membrillo en Nueva York. Y alguna explicación tenía que tener

viernes, 12 de noviembre de 2010

Melancolía de la mala leche


Uno se pone de mala leche por muchas cosas. Tantas cosas. Porque la mala leche es como el empacho. Y uno se empacha igual con las acelgas que con el chocolate blanco o el gazpacho.
Recibir visitas es una gran manera de ponerse de mala o muy mala leche.
Nace como un acontecimiento feliz pero puede llegar a convertirse en una poderosa fuente de estrés, y de mala leche. A la llegada del invitado compras un colchón inflable –y lo hinchas a pulmón, henchido por las fuerzas de la ilusión-. Buscas en el armario las sábanas buenas que traían el apellido bordado en los cubrealmohadas¸ que son ásperas y están amarillentas, pero hacen al huésped consciente del respeto que se le profesa. Del dormitorio sacas una de las mesillas de noche y una lamparita. También un despertador que nunca usas y no sabes poner en hora. Todo colocado con sumo cuidado, como si fueras a dejarlos ahí para siempre. Reubicas el resto de los muebles para que recuerden a una habitación de hotel. Al final, siempre acabas cediendo tu dormitorio a los invitados y te quedas tú mismo con el salón reconvertido. No sólo por hospitalidad, también son las ganas de estrenar el colchón y esa estancia que has diseñado cariñosamente durante la tarde.
Llegan los invitados y, con ellos, el atracón de amistad. Te acuestas a las tantas porque volvéis a contaros –esto pasa siempre- todas las anécdotas que sucedieron en el tiempo en el que estuvisteis más unidos. Las historias del colegio, de un campamento de verano, de las excursiones al campo, de la universidad o de cualquiera de las decenas de ferias recorridas en los veranos locos de hace diez años. No es de extrañar que suenen más divertidas de lo que en su día fueron, ni que dejen un regusto de reconfortante melancolía. Qué rica. No importa cuántas veces se repita esta liturgia, siempre habrá detalles que sólo alguno de los presentes pueda recordar y que los demás acepten, satisfechos por verse retratados en tan irresponsables hazañas.
En los primeros días, amaneces ansioso por seguir recuperando momentos. Como untado de una ungüento para des-cumplir años. El desayuno se parece a los desayunos de entonces –de cuando sea-. Y a la hora de las cañas, saben como entonces, aunque cuesten como ahora y en el espejo del fondo del bar se vea claramente que sois los más viejos del lugar. Pero eso es sólo una apariencia.
Durante tres días das largas a las crisis existenciales, a las frustraciones en el trabajo, el fracaso amoroso, a la clamorosa calva de plata que te asoma al salir de la ducha. A las canas que te nacen y las arrugas que te atenazan.
Es cierto que a los tres días nos vuelven a comer terreno nuestras miserias. Nos pesan las responsabilidades y sobre todo las resacas. No quieres hurgarte los bolsillos y la tarjeta de crédito sufre síntomas de abrasión. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Todas las toallas del baño huelen a perro mojao. No queda papel higiénico ni pasta de dientes. Y hay un ocupa en el dormitorio dejando pelo por todas partes. Ya no sabes qué haces durmiendo en el salón, en un colchón medio desinflado que da unos dolores de espalda del demonio. La alarma del despertador –que nunca supiste poner en hora- salta tres veces por la noche con un ruido insoportable y es imposible volverse a dormir.
Para colmo, cada vez que vas camino de la cocina te estrellas con la dichosa mesita de noche. Quién la pondría ahí. Y qué fea es, por cierto, y qué mala leche.
Inevitablemente, te alegras cuando se van. Te das prisa por meterles la maleta en el taxi, o de empujarlos al metro.
Les das un abrazo algo más frío de lo que debieras y regresas a casa, donde tratas de poner orden entre todo el desastre. Barrer, fregar, doblar el colchón. Tanta gloria lleven, como paz dejan.
Escribes un mensaje de texto con el móvil y lo envías en el instante en el que recibes exactamente el mismo: “Te quiero. Te echo de menos. Gracias”
Melancolía de la mala leche. No es casualidad. Es amistad.