viernes, 16 de octubre de 2009

unicornios e impotentes

El único privilegio de tener una abuela fanática del Diario Sur no es el ajedrez malagueño con peones cenacheros y las torres como fieles reproducciones del castillo de Gibralfaro. También, hace doce años, el periódico repartió por entregas una colección de obras capitales de la literatura andaluza reciente, que mi abuela coleccionó para mí. Perezoso de empezar La Pasión Turca, cayó en mis manos En Busca del Unicornio, un libro del que me atraían el título, el anonimato de su autor y el Premio Planeta otorgado siete u ocho años antes.
Apasionante, esta historia sobre unos ballesteros españoles enviados por un rey (¿qué rey?) de Castilla aquejado de impotencia a África para que encontraran y le llevaran el cuerno de un unicornio, único remedio a la época para su regia, que no rígida, virilidad. Obviamente, aquellos españoles pasaron las de Caín por el continente africano buscando un bicho que no existe -nada de rafting entre negritos y escenarios con baobabs de cartón piedra, como se hace ahora-. Para colmo, a su regreso, el país que ellos esperaban encontrar es radicalmente distinto al que esperaban, eran unos extraños que habían perdido todo en un viaje hecho por cuenta de otro.
Esta búsqueda errática, dirigida y obligada que se narra en el libro me ha acompañado desde entonces. Unas veces más y otras menos.
El otro día fue más, por ejemplo. Después de currar, quedé con dos amigos del Johnny para cenar en el parking de Plaza de España, lo más parecido a un bucólico Chinatown madrileño hasta la invasión de los mayoristas mandarines en Antón Martín.
Estos amigos no son cualquier cosa. Hace años los enviaron - o se enviaron- a una escuela de ingenieros de telecomunicaciones, una jungla como salida de corazón de las tinieblas de Conrad, con unas asignaturas, profesores y compañeros parecidos a una tribu masai adoradores del dios Linux. Alguien les prometió quizás un trabajo digno si regresaban con el fruto del cuerno del unicornio tras cinco años de sufrimiento universitario. Pero en este caso, tampoco existe el bicho. Como en el libro.
En el camino, ellos han empleado sus vidas, ampliado estudios en Alemania, Rusia, Francia, Taiwán (sí, todo esto es cierto) pero, al regresar al reino, como en el libro, se han dado de bruces contra una realidad que dista mucho de la que ellos esperaban.
Un país en el que unos ingenieros trilingües repasan meticulosamente las ofertas de la bolsa de trabajo de sus facultades en busca de una oportunidad para ser becarios por la que, con suerte, les paguen seiscientos euros. Una realidad en la que el mito del mileurista ha pasado a convertirse poco menos que en un quimérico tótem imposible de alcanzar.
Pero no sólo no hay trabajo. Movidos por el prurito de no quedarse cruzados de brazos ni un minuto, alumbran decenas de proyectos empresariales cada día. Ideas que, sin ser el logaritmo de Google que les haga millonarios, sí les podrían suponer sólidos puntos de partida para construirse un futuro que, en este chocho país a la deriva, nadie les ayudará a conseguir.
Precisamente esas ideas que los bancos españoles dicen apoyar sin ambages, fisuras, ni avales en los anuncios de la tele. Pero los bancos también les cierran la puerta de la sucursal en las narices, sin préstamo, final feliz, ni empresa que valga.
Y ante esa realidad, mientras apuramos los dumplins en el restaurante chino, se sienten impotentes. Cuando en realidad, como en mi libro, los impotentes no son ellos sino, como en el libro, los monarcas, encarnados en este caso en nuestro miserable presidente del gobierno y la usura de los banqueros.
Así que ahí los tienes, a ellos, que consiguieron el cuerno del unicornio. Ahora lo tienen en sus manos y a ver qué cuernos van a hacer con él.

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