viernes, 5 de junio de 2009

El calcetín acrílico

¿Dónde se meten los calcetines iguales? A pesar de lavarlos un número parecido de veces, de tenderlos casi siempre en el mismo sitio y de guardarlos - no tantas veces- en el mismo cajón, dejan de ser iguales. Esto es científicamente inapreciable cuando te los pones temprano por la mañana - demasiado temprano como para percatarte del color del calcetín, demasiado tarde como para preocuparte en buscar calcetines iguales-. El curioso fenómeno sólo se manifiesta cuando, a media mañana, sólo uno de los pies te está sudando. En ese momento, gritas para tus adentros ¡acrílico! Casi sin querer verlo, tiras ligeramente del pantalón hacia arriba y distingues claramente - ahora sí- un calcetín azul, de invierno algodonero y otro negro de fino acrílico primaveral.
Y es que he de confesar que soy, y seré siempre, un procrastinador, es decir, una persona con tendencia a evitar o aplazar aquello que percibo como incómodo o desagradable.
En el instituto estudiaba responsablemente. Al terminar de comer, le echaba una lectura al As que puntualmente mi abuela me tenía preparado y sin muchos rodeos me ponía con la tarea. Al final de la tarde, llamaba a mis amigos a ver qué tal andaban y los sorprendía en pleno agobio, por cenar y sin estudiar. Sin embargo, afirmo que haber estudiado unas horas antes no me hacía más feliz ni vivía por ello más relajado.
Desde entonces, podría decirse que he vivido, queriendo o sin querer, más o menos en el desastre, como todo buen hijo de vecino.
Por ejemplo, aún a día de hoy, ignoro la utilidad del aparato que, pegado a la pared junto al retrete, tiene siempre el cartoncito que hay en el interior de los rollos de papel higiénico. Ni siquiera sé cómo se llama ¿porta rollos? ¿quién lo sabe? Se me agota la espuma de afeitar, el desodorante, las cuchillas... Pierdo el cargador del móvil, renuncio a encontrarlo y soy capaz de dar con él cuando ya he cambiado de teléfono.
Como todo el mundo, en las comidas de amigos afirmo que “trabajo mucho mejor bajo presión” para ocultar que no muevo un dedo hasta que no es absolutamente necesario. Ese momento suele llegar cuando el tiempo imprescindible para hacer la tarea medio bien es, grosso modo, la mitad del tiempo del que dispongo.
Este comportamiento cómodo y cobarde me genera cierta ansiedad, me hace sentir mal y perjudica mis intereses. Innegable.
En mis relaciones personales pospongo cualquier decisión traumática o desagradable, abandono cuidadosamente el problema en una esquina, esperando que se resuelva solo, o bien, que se enquiste de una manera tal que ya no tenga solución y, entonces, pueda afirmar que no es mi responsabilidad (o mi culpa) que las cosas se hayan puesto tan feas.
Sin embargo, como adicto a procrastinar he podido ahorrarme innumerables gastos, pues retraso la compra de una camiseta o un pantalón que me gusta hasta que no hay de mi talla o ya no me gusta tanto. Como procrastinador, he tomado decisiones correctas, las mejores de mi vida, porque he esperado tanto que las opciones se han descartado solas hasta que sólo una de ellas era posible. Y se ha convertido, por tanto, en la mejor de las opciones posibles.
Ahora hay un profesor de la Universidad Carlos III que ha identificado el peligroso síndrome del procrastinador. Y a mí me parece una cutrez. Todo el mundo evita hacer frente a las tareas pesadas o desagradables, lo que es completamente normal. Porque resulta que la gente normal evita el sacrificio y el sufrimiento. El ser humano, precisamente para serlo, debe ser imperfecto.
Quizá esto no sea el colmo del virtuosismo, pero es sin duda una muestra entrañable de la imperfección del ser humano. La imperfección que da lugar a la solidaridad de quien te ayuda a salir del problema que has buscado solo y se queda contigo en el despacho hasta la madrugada, o llora contigo las penas de un desamor que nace de tropezar cien veces en la misma piedra.
De la imperfección nace la amistad. Y yo, de puro procrastinar, soy imperfecto, y me alegro de ello.