viernes, 29 de enero de 2010

Estela, Vic, Marielena


Desde siempre he sentido una especie de atracción casi morbosa por la crónica de actualidad política en España. De ella siempre me ha gustado que, cada mañana, parecía llevarme a una montaña rusa de emoción, de lo trágico a lo conmovedor. De ahí, a lo bochornoso.
Como llevado por un ritual supersticioso, era incapaz de salir de casa sin escuchar a Carlos Herrera. No me perdía su última crítica a Zapatero, ni la última filtración a El País sobre Gürtel, ni las últimas averiguaciones de El Mundo sobre el Titadyne usado en los atentados del 11-M.
Demasiadas mañanas me conseguían enfadar. Casi me hacía daño al estómago. Náuseas de tantos políticos sinvergüenzas, apegados al poder del terruño, desafiantes. Otras veces, no eran los políticos. Éramos todos. Me preocupó -me enfadó- aquél escándalo racista que estalló en El Ejido. Se me cayó la cara de vergüenza propia cuando en Ceuta construímos una alambrada de cuatro metros de alto para alejar a los subsaharianos de nuestras fronteras y, de paso, dejar el recado a los moros de dónde no pueden pasar. Me sentí culpable el día en que unos energúmenos, nazis ultras de un equipo de fútbol catalán, dieron una paliza de muerte a un equipo de inmigrantes contra el que jugaban, al árbitro, los linieres y a parte del público. Me ví reflejado, demasiadas veces he estado en situaciones parecidas, donde el odio casi te gana la partida.
Afortunadamente, en el transcurso de la mañana, mi indignación remitía. A mi alrededor, la gente tenía buena fé en la mayoría de los casos, y la imagen de depravación que la prensa me había transmitido se iba disipando, ahogada en el buenismo de la realidad.
Ahora que estoy lejos pensaba librarme de esta adicción por devorar la actualidad que tan poco bien me hace. Pero no. Internet me permite empezar la mañana con la prensa calentita. Puedo seleccionar qué parte quiero escuchar de cada programa de radio (ventajas de las siete horas de diferencia horaria), eliminar la publicidad y marchar al trabajo bien instruido (bien indignado) por los dos Carles, Francino y Herrera. Mejor que si estuviera en la plaza de Carmen Abela.
Sin embargo, una pequeña diferencia sí que hay. Ahora, cuando salgo a la calle, no me encuentro con la realidad que contrasta el absurdo que los medios relatan. Méjico habla de otras cosas y la información no se contrasta, no hay desengaño, ni la indignación se disipa.
He pasado a preguntarme por qué lo que cuentan los medios va a ser falso, cuando mi único argumento en contra es mi ridícula ínsula de cotidianeidad, mi paseo de casa al trabajo, a veces un bar, las veinte personas -tirando por lo alto- con las que hablo cada día. Me pregunto qué sé yo realmente para afirmar que en España no somos racistas. Por qué El Ejido fue un hecho aislado. Por qué el muro de Ceuta no es igual que el construido por los israelíes en Cisjordania para alejar a los palestinos.
Me lo pregunto porque, esta semana, irritado por los sucesos de Vic en que el ayuntamiento denegaba sin razón legal para ello la inscripción en el padrón a inmigrantes ilegales, me ha tocado pasar las mañanas -puñeteras casualidades de la vida- en el Instituto Mexicano de Migración, para conseguir mi visado. Colas eternas, la absoluta incertidumbre de qué documentos te van a pedir, tan absoluta como la necesidad de obtener el permiso. Tanto, que sin él, yo pasaría a ser un ilegal, un perseguido, sin dinero ni garantías.
Por esto, allí había gente sufriendo. Muchos europeos con pinta de no haber pasado necesidad jamás.
Yo sufría, incluso sabiendo que tengo dinero para volver a España y que, una vez allí, tendría trabajo, familia y amigos. Y, aún así, sufría. Por suerte, mi situación es fácil y Estela, una agente de policía que teje colchas en la puerta de Inmigración, y Marielena, la funcionaria encargada, me ayudan en la entrevista.
Pero cúanto no sufrirán los ilegales -se me eriza la piel con esta palabra- en España. Y ninguna Estela que seguir, ninguna Marielena. Sólo miseria, y pena.
Qué pena.

viernes, 15 de enero de 2010

Maldiciones y milagros


Me temo que voy a daros mucho el coñazo con esto. Cogí la maleta y me vine a Chiapas. En la frontera con Guatemala, en este estado mejicano de inviernos fríos y húmedos, residen innumerables comunidades indígenas de etnias indescifrables, protegidas del siglo XXI por bosques húmedos y montañas escarpadas, como cortadas a cuchillo. Durante siglos, estas comunidades han sido sistemáticamente masacradas por la maldición de españoles y, muy especialmente, por los propios mejicanos.
Su modo de vida, basado en la subsistencia, con casas de adobe, sin luz eléctrica, ni educación, está condenado a fracasar y desaparecer. Las grandes ciudades de los estados más cercanos están encantadas de recibir, para alimentar sus guetos marginales en el extrarradio, a los miembros de estas comunidades en su huida famélica desde la montaña. Allí servirán de mano de obra barata, de correveidile de las mafias, de asiduos clientes de los camellos, prostitutas o sicarios. No dudo que a algunos les irá bien y conseguirán sobrevivir pero, francamente, no nos engañemos.
En los últimos sesenta años, no han tenido muchas alternativas. Corrían a la ciudad en busca de algo de comida, abandonando su vida, su cultura y sus orígenes. Precisamente en ellos está el origen de las pantagruélicas megápolis como la Ciudad de Méjico o Bombay, por citar dos.
Algunos resistieron. Los que quedaron, han padecido estos últimos años otra maldición: la de los microcréditos. Un microcrédito es un pequeño préstamo que se da a un indígena (o mestizo) de pequeña cuantía para que lo invierta en pequeños negocios de artesanía, pueda comprar materia prima, la trabaje, venda el resultado y pueda pagar el préstamo, comprar comida y algo más de materia prima. Estos préstamos, aunque son individuales, se conceden a grupos de unas cinco personas, de tal manera que todos responden solidariamente por cualquier impago.
Suena bien, pero tiene truco. El interés que se paga por estos préstamos está entre el 40 y el 100 % anual. Un negocio cojonudo para cualquier esclavista que se precie.
Cientos de empresas y familias ricas han invertido una cantidad ridícula en este negocio y están obteniendo unas rentas de caerse de culo, aplicando el nada novedoso método de hacer más pobre al pobre.
Como en casi todo, hay excepciones. Unos pocos bancos conducidos por personas que literalmente se entregan a los pobres -y son personas de todo tipo y condición, pobres, ricos, riquísimos, huérfanos, jesuitas...- con la única ambición de hacer mejor la vida de las familias de origen indígena que pasan penuria en poblados rurales o dentro de pueblos y ciudades. Estas instituciones buscan el bien, pero no dan caridad. Cobran altos intereses porque se desplazan día a día a cada puñetera aldea a visitar a las mujeres, a donde llegan jugándose la vida por carreteras infernales. Porque además, cada euro que ganan, se reinvierte en sus propios clientes, sus familias y su entorno. Se ponen profesores particulares que les enseñan a leer, técnicos que les enseñan a mejorar y diversificar las artesanías que elaboran, consultores de negocio que les enseñan a ahorrar para llegar a ser su propio financiador.
La pionera de estas instituciones es AlSol Chiapas. Nació de la cabeza y del bolsillo de una mujer maravillosa que, asentada en la utopía, llevaba el dinero en mano a unas pocas indígenas en su propio coche. Hoy hay más de 20.000 mujeres en el proyecto y 130 empleados, también de origen indígena.
Y aquí es mi trabajo. Os escribo estas líneas desde un asentamiento soleado y frío a pocos kilómetros de San Andrés Larrainzar. De fondo, oigo cómo un compañero, nutricionista, habla a 50 mujeres en tzotzil sobre el perjuicio que la cocacola les causa -llegan a beber más de 30 al día porque creen que al eructar expulsan malos espíritus-. Después, les instruye sobre los síntomas del cáncer de mama.
Gracias a los microcréditos no van a salir de la pobreza. Pero ellos no son pobres. Son indígenas. Tienen un modo de vida muy diferente, pero no somos quiénes para juzgar si es válido, ni podemos imponerles el mundo en el que vivimos. Gracias a los microcréditos pueden permanecer en sus poblados, con su cultura, con su gente. Por supuesto, conservan la posibilidad de emigrar a la ciudad.
Gracias a los microcréditos pueden elegir seguir siendo indígenas. Y eso está bien. Gracias a AlSol y a su fundadora, Doña Pilar, a lo mejor evitan la diabetes -producida por el abuso de la cocacola- y previenen el cáncer de mama. Esas son las dos primeras causas de muerte en la mujer en Chiapas.
Y eso, es un milagro.