domingo, 13 de abril de 2014

Qué suerte es poder tener
un cortijo con parrales 
pan, aceite, carne y luz, 
y medio millón de reales. 
Y una mujer como tú. 

Éste es el ideal de vida de todo andaluz pobre y menesteroso y éste ha sido, naturalmente, mi propio ideal. Diez años de torero habían hecho el milagro de poner al alcance de mi mano la felicidad, tal como los hombres de mi raza la conciben. Quise ser como los ricos de mi tierra, labrador y casinista, señorito en el campo y hombre de pueblo en la ciudad.

Juan Belmonte

viernes, 21 de marzo de 2014

E[u]logio de un caballero


Este jueves 20 de marzo perdimos a un buen hombre. Parece mentira, o un sueño, que nos arrancara la primavera de esta forma. De buena mañana, como una terrible noticia, comenzó a extenderse a través de mensajes. Primero de extrañeza, después de dolor. Eulogio, el tío Eulogio, había fallecido.

Los viernes, paella.
Para la mayoría de nosotros, la vida adulta comenzó cuando escapábamos, cada viernes, de la última clase del instituto para ir a un pequeño bar de la calle Montes a comer paella con un botellín de Cruzcampo. Sucedió a muchas generaciones, todos con catorce o quince años. Algún amigo, generalmente de más edad, nos llevaba a ese bar que había conocido a través de otro amigo, de un tío o de su padre. Así sucedió siempre en el Eulogio, que unos recibíamos el secreto de otros y lo comunicábamos a los siguientes.

Un caballero.
Para Eulogio daba igual que fuéramos apenas adolescentes. Siempre era exquisito en el trato. Era un caballero, y te hacía sentir como tal. Por eso todo el mundo volvía, tantas veces. Porque, en el Eulogio, nadie era juzgado, ni por joven, ni por pobre o rico, ni por nada. Allí se encontraban, compartiendo barra y altramuces, decenas de chavales cubata en mano, señores mayores ya jubilados, obreros recién salidos del trabajo, familias sentadas en las mesas bajas, junto a la tele, esperando pacientemente las tapitas de Eulogio para cenar.

Pa(z)iencia.
Cenar con Eulogio era armarse de paciencia. Él administraba la dimensión de su plancha para que todo el mundo fuera recibiendo remesas de serranitos, salmón con queso fresco o champiñones plancha. Pero sin prisas.
Eulogio no estaba para prisas. Y allí todos lo sabían. Porque él cocinaba, él limpiaba las mesas y fregaba los cacharros. Él servía las copas.
Cuando le faltaban manos, ordenaba que cada uno se sirviera libremente. Igual los cacahuetes, que la ginebra. Porque aquello era nuestra casa. Tantas veces no quisimos irnos. Tantas veces Eulogio no quería que nos fuéramos.
Nos quedábamos para charlar. No importaba la bulla. él siempre tuvo tiempo, aunque Eulogio gustaba más de preguntar que de responder. Tuvimos conversaciones íntimas, donde su interés era sincero y profundo. Hicimos bromas –y muchas-, con las que reía constantemente, siempre desde el fondo de la barra, cargado de prudencia y bonhomía. Esa risa: jo, jo, jo, medicinal, llena de paz. Cómo olvidarla. Y tuvimos conversaciones interesantes, donde sus preguntas eran agudas. Llenas de matices. Porque Eulogio fue, sin duda, un moderno.

Un moderno.
Ese tipo menudo sabía de la vida. No importa cuánto quisiera ocultar sus conocimientos de cine, música o arte. Aquel bar suyo, templo de tradición, con su cartel giratorio y luminoso que anunciaba el menú y las paredes llenas de retratos de artistas y fotos de París era demasiado hermoso y demasiado chivato del vanguardista que escondía tras la barra. Su coche en la puerta, sus paseos en bici para hacer la compra e ir al campo, sus chanclas de cuero, sus colgantes y pulseras.
Cuando le daba la gana, se largaba con sus amigos a Madrid, una o dos semanas. Se iba a las tascas de los barrios del centro y a las grandes discotecas, donde la música electrónica ensalzaba su modernidad desmesurada.

Detrás la barra, apoyado.
Luego regresaba a casa, con su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos, herederos de su genio. Como él lo heredó –alguna vez nos contó- también de su tío Eulogio.
Ahora ha dejado huérfana a Ronda de su arrolladora y prudente modernidad y, sobre todo, de su inmenso corazón. Pero siempre estará, de algún modo, dentro de la barra, echado hacia detrás, como él se solía ponerse. Escuchando atentamente, con una copita de ballantines y el mismo amor a nuestras confesiones, bromas y estupideces.
Allí llegamos como niños. Si nos hicimos personas adultas en ese templo de modernidad, quién lo sabe. Él nos trató como hombres, y fue el primero en hacerlo. 
Esos mismos hombres que hoy te lloran como niños, te despiden.
Hasta siempre, tío Eulogio. 



domingo, 9 de marzo de 2014

El gurú de tuiter que habló sobre el futuro


Construye tu profesión, será tu forma de existir en el mundo.

A los 16 años, te preguntarás si tiene sentido seguir estudiando. Si hacer el bachillerato de sociales, el de ciencias o el tecnológico. Dos años después, con dieciocho, tienes el bolígrafo en la mano y no sabes qué carreras marcar en las solicitudes para la universidad. Probablemente pasarás tus años de universitaria sin pena ni gloria, con grandes maratones estudiando con los apuntes de otro que sí asistió a clase, pensando en terminar los exámenes para volver a casa, o para ir de interrail con los amigos.
En alguna pausa del estudio, cuando más aburrida estás, lees que algún gurú del tuiter afirma que las profesiones más importantes de los próximos años aún no existen.
Y te preguntas qué leches haces estudiando arquitectura, si no se construye, traducción, si no se traduce, derecho, si el mundo está torcido, periodismo, si ya no hay nada que contar, ni nadie a quien le interese.
Tus padres, esos que tanto te quieren pero no entienden nada, te piden que estudies, que te resignes, que hagas una oposición, que curres en la empresa de la familia, que más vale pájaro en mano.
Y tú, ¿qué debes hacer?
Hazles caso. Sigue estudiando. Sigue con esos libros que ni siquiera encuentras en Amazon, llenos de historias anacrónicas, que te hablan de mundos superados por la tecnología, que probablemente jamás te servirán para nada. Esos libros que te harán sufrir para un examen y los olvidarás para siempre. Haz todos esos exámenes. Nunca abandones, termina tu carrera.
Después de eso, podrás trabajar. No te pagarán mucho. Te harán madrugar a veces. Te putearán otras veces. Llenarás papeles, hojas de cálculo, notas que resuman reuniones en las que no te dejarán participar. Escucharas miles de tonterías. A veces –las menos- te verás a ti mismo haciendo trabajos que te diviertan, dando la respuesta correcta, innovando.
Te parecerá increíble, pero irás ganando un hueco en las conversaciones. Tú jefe te escuchará. Y, si no lo hace, piensa que quizá será el momento para cambiar de aire, hacer otras entrevistas de trabajo. O para hacer el master en el extranjero que tanto te atraiga.
Y después del master, o del nuevo trabajo, llegará un punto en el que tendrás treinta años y un master. Pero no tendrás trabajo, ni te podrás sentir realizada. No te preocupes. Aún entonces, serás demasiado joven para casi cualquier cosa. Pero te sugiero que hagas una cosa: sigue observando el mundo en el que vives. Sigue  leyendo los libros inútiles e incomprensibles necesarios para tu profesión. A lo mejor cuando los leas son un poco menos absurdos. Hazlo también.
Con el tiempo, créeme, un día te tocará estar en la posición del jefe. Quizá habrás tenido que marcharte a un lugar donde tú seas la única jefa, la única empleada, la única "todo".
Ese día, vendrán a tu mente las maratones de estudio en la universidad, los años de curro sin sentido, los informes de reuniones, el máster que no te proporcionó el trabajo que creías y te verás resolviendo los inabarcables problemas de la vida cotidiana: Bienvenida a la primera línea de combate. Nunca darás la respuesta correcta, porque habrás zarpado para siempre del mundo de las respuestas.
Tu única arma será tu profesión. Esa forma única de entender el mundo que habrás construido a lo largo y ancho de las muchas asignaturas inútiles de la carrera, de las burocracias estúpidas y los jefes a los que no puedes mandar a paseo, simplemente porque son el jefe.
Deberás ser muy paciente. Estarás cinco, diez, quince años pensando que no entiendes nada, que nunca serás una buena profesional. Pero poco a poco verás la luz. Entenderás las razones por las que otros hombres y otras mujeres actuaron antes que tú. Mucho antes que tú. Comprenderás por qué decidieron crear un museo en alguna zona del país. Por qué se construían las casas de una determinada manera, por qué se trazaban los puentes para atravesar los precipicios por un determinado lugar. 
Será tu momento. Podrás innovar, ser crítica, innovadora, rompedora. 
Entonces verás que, por cada cosa nueva que aprendas, habrá cien que ignorabas. Resuelves un problema y nacen tres nuevos.
Quizá ese día, te sientas un poco arquitecta, o médico, o traductora. Quince años después, estarás ahí. Delante del mundo.

De entre todas las personas que pasen por tu vida, habrá unos pocos a quienes algún gurú del tuiter les dirá: “tú has creado una nueva profesión, eres un pionero”.
Si ése es tu caso, si eres una de las personas llamadas a cambiar el mundo, te sugiero que les digas: “yo sólo soy una profesional más, que trata de aprender cada día, de los infinitos problemas que nos plantea la vida”. Pero si no lo eres –y lo más probable es que no lo seas- probablemente te dirás a ti misma “bueno, yo sólo soy una profesional más, que trata de aprender cada día, de los infinitos problemas que nos plantea la vida”.
En ambos casos, habrás disfrutado el camino.

La humildad, tu zona de confort
Como ves, la vida es un proceso constante de construcción de tu hueco vital. Hay unos vídeos de internet que llaman a este hueco la “zona de confort”. Esa zona de confort es el espacio que uno controla, donde se siente cómodo. La familia, el barrio, los amigos de toda la vida, el trabajo de toda la vida. Se supone que vivir en esa zona toda la vida nos hace estancarnos. Se supone que la felicidad real sólo se puede alcanzar al salir de esa zona de comodidad.
Eso no es del todo cierto. Es la zona de confort la que nos permite relajarnos. Liberarnos de la mínima necesidad de impresionar, de aparentar, de evolucionar, de crecer o de perdurar. La zona de confort es absoluta y superior a cualquier individuo: ahí no podemos impresionar, ni pontificar, no podemos dar lecciones a nadie. No hay un auditorio esperándonos. Sólo están los amigos y la familia, quienes conocen nuestras miserias y las aceptan. En la zona de confort no nos queda más remedio que ser humildes.
Pero ésa es una gran noticia, porque sólo de la humildad nacen la creatividad, la inspiración y la transgresión. La vida debe ser, por tanto, una búsqueda constante de la humildad y el confort. De lo que se trata es de que la zona de confort sea sólida, rica y basada en principios y valores, no en objetos. Un estado mental.
El viento de los problemas y las desgracias es capaz de arrancar cualquier confort material. Como en los tres cerditos. Sólo la paz emocional nos permite permanecer. Ningún material de construcción es tan resistente, tan fresquito en verano y calentito en invierno como la humildad.
Por eso no debes desterrar la idea de buscar una zona de confort donde instalarte a vivir. Los consejos de quienes nos describen el camino hacia la felicidad como un tránsito por lo inexplorado –como si todos tuviéramos que ser John Rambo- ofrecen una visión parcial e incompleta de la película. John Rambo hubo uno. La mayoría de los demás, no necesitamos y, hasta cierto punto, no podemos vivir “día a día”.
El ser humano necesita un hogar para ser libre. Un lugar, quizá pequeño, para mirar el universo. Procura labrar con tus manos –y con tu mente- esa zona de confort. Llénala de valores. Que no tenga muchos pisos, que sea más bien bajita, de la altura de la humildad. Resistirá los vientos y los terremotos.

Ya lo decía mi madre
La mayor parte de nosotros nunca llegaremos a salir de la zona de confort. Que eso no te preocupe. Ser normal, lejos de ser un contratiempo, es algo maravilloso. Recorre tu camino con honestidad. No pretendas engañar, ni humillar a nadie. Acepta que muchos problemas en esta vida no tienen solución. Y muchos de los que se resuelven, vuelven -una y otra y otra vez- a plantearse delante de tu nariz. Esa es la verdadera modernidad.
¡Ja! Un día descubrirás que todo eso ya te lo decían tus padres. Que tus padres, esos que no entendían nada, encerraban toda la sabiduría y la modernidad. Ese día querrás darles las gracias a tus padres y contárselo a tus hijos.
Y lo más parecido a la felicidad será tener la oportunidad de hacerlo.  



Ten siempre a Itaca en tu mente. 

Llegar allí es tu destino. 

Mas no apresures nunca el viaje. 

Mejor que dure muchos años 

y atracar, viejo ya, en la isla,

enriquecido de cuanto ganaste en el camino

sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. 

Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,

entenderás ya qué significan las Itacas.
- Itaca, Cavafis.