miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un camino para Europa

Con tremenda preocupación, María no deja de darle vueltas a los tallarines. Me está poniendo nervioso, aunque su malestar esté bien justificado. Como Vicedecana de la facultad de Derecho ha tenido que lidiar durante los dos últimos años con el tránsito hacia el Plan Bolonia, con todos los cambios que conlleva.
No sé cuántas editoriales, columnas y firmas invitadas hemos podido leer todos sobre el dichoso Plan. El número de concentraciones de estudiantes con pinta de hippies manifestándose a las puertas de la Facultad de Folosofía y Letras que hemos visto en el Telediario de las tres es inabarcable. Es, sin embargo la primera vez que entiendo plenamente una de las opiniones sobre el conflicto. Resulta que una de las consecuencias de Bolonia es que las universidades son libres para configurar sus planes de estudio. Ya no están constreñidas por los rígidos itinerarios del Ministerio de Educación. Fantástico, salvo por el pequeño detalle de que esto significa que dos estudiantes que obtengan la misma licenciatura (grado) de Derecho, pueden no haber estudiado ni una sola asignatura en común. Una universidad de vocación docente y humanista puede enfocarse hacia el Derecho Romano o la Filosofía y otra, por el contrario, entender que su alumnado/mercado objetivo está más interesado en Derecho Mercantil, Derecho Bancario, Mercados de Capitales o Bursátil.
Por ejemplo, esta segunda opción ha sido la escogida por mi universidad. Quizá por ese motivo, María, mi vidececana, da vueltas a los tallarines con angustia. En mi universidad, que pertenece a los Jesuítas, saben que su mayor ventaja hacia el mercado universitario es la que crean abogados para grandes multinacionales. El dominio de los idiomas es vital, como conocimientos de instrumentos financieros que son difíciles hasta de pronunciar, con nombres siempre en inglés. Y el pretor, Justiniano, el Ius Gentim, Santo Tomás, Von Savigny, Kelsen y todo lo que suene a estas coñas marineras de erudito, pues se la sopla.
Y actúan en consecuencia. Tiene lógica, porque saben cuál es su fórmula para ganar dinero, pero manda huevos, con perdón. Porque la realidad sólo se entiende cuando se conoce y comprende qué ha pasado y por qué, antes de que nosotros estuviéramos aquí. Vale que la filosofía es inútil, es que ¡hasta para esa conclusión hizo falta Heidegger, es decir, un filósofo! Pensar (la filosiofía) no nos hace útiles, sino libres. Y, si resulta que hasta de esto nos olvidamos, teminaremos de mandar a tomar por saco a una sociedad que cada vez tiene menos principios.
Pero el hecho de que la libertad nos siente fatal, no convierte el Plan Bolonia en un desastre, ni en una bendición. Sí es cierto que gracias al Plan conviviremos en un verdadero espacio europeo de educación, por primera vez, tras tanto mercado común y común moneda, un camino para la Europa de Kant y Descartes, decenas de kilómetros detrás de la de Colbert.
Hace falta que queramos transitar este camino. Las becas Erasmus ya nos abrieron una rendija, permitiéndonos pasar un año en un lugar nuevo y estimulante, en el que no te podías quedar porque tu título universitario no sirve fuera de tu país. Si queremos Unión Europea, un abogado, una veterinaria tienen que serlo en todas partes, sin importar el país donde se encuentre, ni dónde haya estudiado. Tengo amigos que se han ido a la República Checa a vivir (sin hablar un carajo de checo), sólo impulsados por la tremenda fuerza de construir una Europa nueva.
Contaba Javier Solana que, en una visita a Liubliana, un viejo se le acercó y le dijo "¿ve usted esa casa, junto al río? Sin moverme de ella, he vivido en siete países distintos". Ojalá que cuando yo sea viejo, todas las casas, junto a todos los ríos, del Danubio al Duero, transcurran por un solo país. Yo, con lo pesado que soy, seguro se lo diré al político de turno. Para eso, se precisa libertad, un camino y ganas de andar.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Una vez, sonreír

Esta semana, las paredes de mi casa se han estrechado. Durante tres años he partido el alquiler con otras tres personas con quienes he compartido mucho más que recibo de la luz y tensas esperas en la puerta del baño. Las paredes, al principio de un antipático encalado, ahora son color mandarina, lila o melocotón con lunares de subrayador verde. Un rasero de las cuatro estaciones del año en el salón nos recuerda cómo han ido volando los trimestres en esta especie de hogar inventado. Con el tiempo, los muros se han poblado de imágenes regaladas, compradas en viajes, prestadas voluntaria o involuntariamente por sus legítimos propietarios o incluso extraídas de colecciones por fascículos empezadas con el curso escolar que, arruinado, nunca he llegado a completar. Mientras escribo, miro la pared de una habitación, llena de fotografías de Inge Morath o Cartier-Bresson, todas en blanco y negro.
Todas menos una. En el centro, hay un retrato de Andy Warhol a Rudolf Nureyev con gesto sonriente, coloreado en azul, anaranjado y pistacho. La historia de cómo llegó hasta ahí el cuadro es curiosa. Lo compré hace bastantes años en la Ópera Garnier, melancólico, después de que en las Galas Folflóricas de Ronda me tocara en suerte hacer de guía de un grupo de Baskortostán, una antigua república rusa. Todas aquellas bailarinas tártaras tenían una sensualidad desbordada que, según ellas, heredaban de Nureyev, su más admirado compatriota (criado, que no nacido allí). En agradecimiento al bailarín, me llevé el cuadro a casa.
Nureyev murió en 1993 de sida, después de una larga agonía. No fue el único. Como Freddie Mercury, Rock Hudson o Néstor Almendros y tantas otras personas cercanas que murieron entonces de esa misma enfermedad.
Pertenecen a una época en que el sida era un drama de portada. Entonces tenía manos, cara y ojos. En aquellos primeros días era conocido como la peste rosa. De una primera fase en que las infecciones eran sobre todo de homosexuales, se pasó a los deportistas, los cineastas, los iconos de la danza o la pintura y los hijos de la sociedad privilegiada, nacidos en el primer mundo. Tenía emoción. No creo que haya quien no guarde recuerdo del emocionado dueto de Mercury con la Caballé en la antesala de las olimpiadas de Barcelona. Obviamente, todos los enfermos podían ser el abogado de Baker & Mackencie que escucha arias de la Callas enganchado a una botella de suero, como Tom Hanks en Filadelfia.
Pero con el paso del tiempo, poco tiempo, el sida fue olvidado. Algunos de los afortunados que pudieron resistir hicieron crónica la enfermedad y han endulzado siquiera ligeramente su amargo padecimiento. Y así viven. Mientras, la enfermedad dejó de ser la peste rosa, para ser la peste negra. Una peste negra más.
Una de tantas pestes que se hacen fuertes en África, el continente que no cuenta. Una vez al año, el día antes del 2 de diciembre, la Calle La Bola, como la Calle Preciados, se llenan de lazos rojos y festejan el día mundial contra el sida. Ese día se salva un poco la vergüenza, y a seguir bien. Entretanto, casi el 40% de la población de Botsuana o el 30% de Sudáfrica, Namibia, los 10 millones de muertos, no son tan graves.
Sigo mirando el cuadro de Nureyev y cómo sonríe. En el telediario han anunciado que, por primera vez en 20 años, se ha conseguido una vacuna útil para evitar el contagio de sida. No ha servido en todas las personas que se sometían a las pruebas, ni podrá ser administrado en los próximos años, pero estamos ante un hecho histórico, aún desprovisto de cualquier entusiasmo.
Ninguno de los que se fueron a causa de esta enfermedad volverán. Aquello no tiene remedio. Pero parecía que, aislado en la marginalidad o recluido en el África Negra, con el primer mundo (y sus farmacéuticas) inmunizados de cualquier sensibilidad frente a la enfermedad, el sida resistiría siempre, sin cura.
Pero parece que no. Ojalá que no. Por ello, hoy, desde donde esté, imagino Nureyev bailará. Y probablemente sonría. Como en mi foto.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Demasiada Felicidad

Reproducción de Antonio Muñoz Molina. Babelia, El País, 19 de septiembre de 2009



Nunca he tenido la certeza de vivir en un solo mundo, la tranquilidad de una sola pertenencia indudable. Creo que en parte ése es el destino de muchas personas de mi generación y de mi clase social. Nos hicimos adultos en un mundo que se parecía muy poco al de nuestra infancia. El instituto, la universidad, nos dieron unas posibilidades de progreso social que habían estado cerradas para nuestros padres, pero también confirmaron nuestra extrañeza. Durante el curso éramos universitarios, pero en las vacaciones volvíamos al campo, y el resultado era que ni en el tajo ni en la facultad nos sentíamos del todo en nuestro sitio. Los pasos avanzados no eran irreversibles: el fracaso en un curso, un revés económico en la familia, la pérdida de la beca, nos podían devolver al punto de partida, a la necesidad de trabajar con las manos o de resignarnos a una colocación sin lustre en nuestra provincia. Uno se iba, y antes de irse soñaba con hacerlo, y ese sueño ya lo situaba a una cierta distancia de lo que tenía alrededor. Pensábamos que estábamos divididos entre el mundo antiguo del origen y otro mundo del presente en el que a pesar de todo éramos ciudadanos. Si teníamos un trabajo aceptable, soñábamos con otro, en el que podríamos manifestar nuestra vocación verdadera. Si vivíamos en una ciudad, el descontento íntimo o tan sólo el hábito de la imaginación nos hacían desear irnos a otra, siguiendo el precepto de Rimbaud de que la vida siempre está en otra parte. Los espías de Le Carré, de Chesterton y de Graham Greene eran nuestros héroes morales: gente que parece irreprobablemente una cosa y resulta que es otra, un profesor que cuida las colecciones de arte de la Reina de Inglaterra pero que también es espía soviético, un detective que se disfraza tan por completo para investigar un crimen en el mundo del hampa que podría ser con éxito un asesino o un ladrón, el jefe de una logia secreta anarquista que en realidad es el policía infiltrado para desbaratarla, etcétera. Yo trabajaba en una oficina pero en mi otra vida era un novelista, aunque nadie lo sabía. Publiqué una novela y la escisión, en vez de remediarse, se hizo todavía más profunda. Tomaba un tren o un avión para ir a Madrid a algún encuentro literario y me sentía tan raro entre mis hipotéticos colegas como un funcionario municipal que se ha equivocado de reunión. Pero volvía a Granada y a mi oficina y entre los demás funcionarios me sentía más raro aún. Y en ambos lugares me veía rodeado de gente que parecía tener una idea mucho más sólida de su posición en el mundo. Habían publicado una sola novela en una editorial pequeña y ya hablaban con la suficiencia, con el vocabulario y el aplomo que uno imaginaba propios de los novelistas profesionales. Llevaban menos tiempo que yo trabajando como empleados municipales pero ya se les veía asentados en la seguridad, en el sosiego de las costumbres regulares y los trienios futuros.
Yo pensaba que sería una cuestión de tiempo, de madurez. Pero el sentimiento de incertidumbre y provisionalidad me ha seguido acompañando en cada sitio donde he estado, en cada cosa que he hecho. Cobra otras dimensiones con el paso de los años. De joven tenía una idea más heroica de la vocación literaria, que convertía cada libro nuevo en una especie de fatalidad, el fruto de un arrebato cuya misma vehemencia era su justificación y de algún modo excluía la posibilidad del error. Ahora sé que ni el esfuerzo de los cinco sentidos ni la disciplina ni la convicción ni la experiencia bastan muchas veces para salvarlo a uno de la equivocación, y que se puede fracasar y tener éxito al mismo tiempo, y que el significado de cada una de esas dos palabras puede ser tan tramposo, tan equívoco, que más vale no usarlas.
Una mañana de septiembre me encuentro de vuelta en la Morgan Library de Nueva York y otra vez noto la discordia entre dos mundos, la imposibilidad de instalarme tranquilamente en uno solo. En las vitrinas, en las paredes, está el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco, no mucho más de diez años, parecía que fuera a durar para siempre: una carta mecanografiada de T. S. Eliot a un amigo suyo, con fecha de 1928; un cuaderno de bocetos de Edgar Degas; la primera carta, a lápiz, con membrete de un hotel, que le escribió Oscar Wilde a lord Alfred Douglas; un pequeño cuaderno en el que William Blake copió esmeradamente sus Songs of Innocence; unas cuartillas de líneas a lápiz muy separadas entre sí que contienen el borrador de un cuento de Ernest Hemingway, así como una lista garabateada de tareas domésticas; la carta en la que Van Gogh invitaba a Gauguin a unirse a él en Provenza y le dibujaba el boceto del cuadro que acababa de pintar, que era el de su habitación; el manuscrito de letra apretada y muy pequeña de un poema de Dylan Thomas; una carta en la que Henry James defiende con vigor la inocencia del capitán Dreyfuss y declara su admiración por la valentía de Zola; el telegrama en el que Puccini anuncia al editor Ricordi el éxito de un estreno.
Palabras escritas con tinta o lápiz sobre papel, hojas en las que perduran los dobleces con que fueron guardadas en sobres, confiadas al correo, recibidas con expectación o sorpresa, trayendo consigo no sólo su contenido literal sino también el roce de las manos de alguien, el rastro de su saliva en el pegamento del sobre: la sugestión de presencia de una caligrafía, tan reconocible y singular como una voz. Muchos de nosotros hemos vivido en ese mundo, que terminó hace nada, que para los más jóvenes es tan antiguo como las locomotoras de vapor: ahora estamos en éste, y nos hemos habituado razonablemente a él, y ya no sabemos vivir sin la instantaneidad del correo electrónico. Pero qué bien nos acordamos de la parte de aventura y de tarea material que había en escribir cartas, de la impaciencia de la espera, del instante en que reconocíamos una escritura deseada en un sobre. Nos da vergüenza la tentación de la nostalgia. Yo me conmuevo leyendo la nota apresurada de Oscar Wilde al hombre joven que no sabe que le traerá la ruina, pero un momento después he notado la vibración del Blackberry y ya estoy sacándolo subrepticiamente del bolsillo para saber quién me ha escrito, para leer la carta intangible que ha tardado unos segundos en llegar a mí, cruzando medio mundo.
Salgo luego a la calle, y como es temprano para la cita del almuerzo me siento en un banco de un pequeño parque a tomar el sol suave de septiembre leyendo el último libro de Alice Munro. El título resuena inesperadamente en mi estado de ánimo: Too Much Happiness. A veces es posible sentir demasiada felicidad. En el banco, a la una de la tarde, entre indigentes adormecidos y madres jóvenes que hablan por el móvil, leyendo al sol a Alice Munro -papel y tinta olorosa, encuadernación firme entre las manos-, me encuentro del todo en mi lugar.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Tres tristes tigres

La culpa de este artículo la tiene Geoffrey Silvestre, desertor de la selección cubana de baloncesto. Y los tres bailarines cubanos que visitaron Ronda aquel año a las Galas de los Coros y no volvieron a su país. Y culpa de Guillermo Cabrera Infante, que poco antes de morir escribió como una náusea el testamento vital de Fidel a los cubanos.
Así que no es culpa mía. Es de todos los cubanos que han padecido la mentira impronunciable (al menos en Cuba) de la Revolusión Cubana. Como los tres tristes tigres.
El primer triste. Las ciencias, como la Medicina. La Sanidad. Gratuita, excelente, solidaria con los enfermos de otros países de América Latina y África. Mentira triste y cochina. En los hospitales cubanos, la anestesia es gratuita, el problema es que "por culpa del bloqueo gringo", no hay existencias de anestésicos. Salvo que puedas pagarlos, que sí los hay. Las operaciones de vista gratuitas a los enfermos venezolanos que al presidente Chávez, deja a los cubanos en la calle. Eso no es ciencia, es propaganda barata. Los cirujanos del Hospital Hermanos Ameijeiras tienen que piratear películas en DVD para poder comer, complementando los 30 euros que ganan al mes. Me contaba la doctora Serrato que los cubanos estaban en la vanguardia de la atención primaria. Y nada queda de eso. Sólo profesores corrompidos y sobornables y facultades a las que sólo acuden los pocos adictos al régimen, o los hipócritas que pagan el tributo de doblar la cerviz. Pura tristeza también de la Educación.
Una educación famosa por su seriedad, su calidad y la valía de hombres y mujeres allí formados. Los profesores infantiles son incluso más baratos. Más que un bocadillo. 5 pesos, 90 puntos. 20 pesos, 100 puntos. Sobre 100. Hojear el libro de historia cubana es tanto como mirar los enormes y continuos carteles propagandísticos que pueblan la calle. Abajo el imperio gringo, culpable de todos los males de Cuba. triste.
Tercera parada. La alimentación. Desnutrición, miseria, falta de higiene, vómito incontenible. Los niños sólo tienen derecho a leche hasta los siete años. ¿A partir de entonces? Se supone que ya han crecido. Quizás por eso las niñas de 15 años se comportan como rameras de cuarenta.
El segundo triste. La cultura. La de los escritores malditos y exiliados, bailarines que no tienen qué comer, deportistas en la miseria. Que salen para no volver. Jorge Esquivel se perdió en Italia, incapaz de seguir bailando la danza de los discursos maratonianos de Castro Ruz. El sufrimiento de Lydia Cabrera, Cabrera Infante o Reinaldo Arenas, su soledad y su tristeza.
El tercer triste. La Sociedad. Maldita. El hambre que les cala los huesos les agudiza el ingenio. Los vuelve cínicos y traicioneros. La falta absoluta de principios éticos es un lastre que dejaron en el camino para poder comer. El cubano odia al cubano, la sociedad no existe, sólo individuos contaminados tristes, aunque sonrían. Las jineteras, o la pena más allá de la tristeza. Chavales de 20 años que venden a su novia de 19 por 20 dólares. Ni siquiera al mejor postor. Españoles, canadienses, franceses, como locos por follar tranquilos mientras la policía les protege, liberándoles del peso del templo virgen que profanan. Sin tristeza. Farlopa pa' la tropa.
La imagen de los tres tigres tristes, el infierno. Lo que le espera a un país cuyos habitantes han perdido la esperanza de un mundo mejor, no respetan al estado, ni a su vecino, ellos mismos, ni sus hijos. Si hoy mismo cayera la Revolusión, la total falta de principios éticos de unos habitantes con el caracter ajado por el hambre lo devoraría todo.
La Revolución (que no nació comunista) tuvo su razón de ser. Hoy, todo se ha acabado todo. A los cubanos les queda una caja sonriente de enormes dientes. Con cuatro colmillos afilados, venenosos y tristes.
No queda nada más, sólo ir, como cerró Cabrera a contar "al mundo, con la vergüenza de los que lo han apoyado hasta el amargo final, el horror de su régimen".