martes, 21 de julio de 2009

Un punto

Desde mi ventana se ve el edificio del Corte Inglés. Cada cierto tiempo me encuentro, de buena mañana y en tamaño más que real, vestida vaporosa y de flores en primavera o con un cardigan de cachemir en la temporada de otoño, una modelo que cuelga de su fachada. Luego me la dejan ahí, unas pocas semanas hasta que se vuelve medio familiar y uno le va cogiendo cierto cariño.
Una de esas mañanas me asomé a saludar a Patricia, musa de las rebajas de enero, a agradecerle que no hubiera dejado de sonreír desde que me endulzara la vuelta de las Navidades casi dos meses atrás. Llevaba una decena de bolsas de las rebajas, por lo que no podía haber ido muy lejos, pero lo cierto es que no quedaba ni rastro de la dulce Patricia.
Me la habían llevado y, por primera vez en tres años, no la habían sustituido por ninguna otra como ella. No estaba Paula Vázquez ni había rastro de Meg Ryan que pudieran persuadirme del equinoccio comercial. ¿Tan profunda era la crisis?
En su lugar, una enorme sábana blanca llenaba de vacío un hueco de 50 metros de lado que parecía inabarcable. Y atrayente.
Al rato - pongamos que eran las 9 de la mañana- asomó, sujeto de dos cables desde la parte superior del edificio, un pequeño andamio colgante con uno - o varios- señores en su interior. En una esquina del blanco tapiz, donde apenas escapaba de la enorme ausencia de Patricia, dejó un pequeño lunar color albero. Un punto sólo en aquello tan grandísimo. Después, una raya y un cuadrado de quizás dos metros. Yo lo seguía con interés desde mi ventana y, conmigo, muchos de los transeúntes que pasaban por delante de lo que quiera que fuera aquello. Se giraban y señalaban, de pura extrañeza, por aquel resplandor que perturbaba, tan raro en el Corte Inglés. Otros, los más, ni lo notaban. Sólo iban mecidos por la marea estigia del ruido y la contaminación de lo cotidiano.
Al rato, el pequeño cuadro era una línea perfectamente tirada de arriba a abajo de la lona. Se trataba probablemente de una tarea rutinaria de mantenimiento. La raya amarillenta tenía el mismo color que la espuma aislante que con la que se cubren los tejados antes de poner las tejas de arcilla. Con las dos nevadas que han caído este invierno en Madrid, el muro habría cogido humedades y no es lo suyo que al Corte Inglés le pasen estas cosas. Si ese muchacho quería pintar él solo todo el muro, iba apañado. Mejor buscara a tres o cuatro operarios más.
Pasó todo el día sin que nadie echara cuentas a aquel jornalero ni a su brocha impregnada de aislante. Cayó la tarde y el obrero no se bajaba del balancín. Poco a poco, la capa de recubrimiento se había transformado en un cielo de atardecer anaranjado, mordido por las puntas de unos edificios futuristas imposibles y compuestos de mil colores.
Como de repente, casi todo el mundo volvió a mirar. Nadie, ni yo mismo, echó de menos a la musa de las rebajas ni la actriz de Hollywood preludio de la primavera. Sólo había un artista que había cubierto un abismo, colmando una empresa que parecía imposible, para crear el mayor grafiti jamás pintado en España.
La obra de arte duró un día, antes de deshacerse en gotas de pintura sobre una moqueta en la acera. En ese día tuvo tiempo de aparecer en un lugar y momento equivocados, entre la rubia de las rebajas y la rubia de la primavera. Captó la atención de muchos, pero sólo durante minutos. Obtuvo el desprecio de muchos más, a quienes no les interesaba qué hueco hubiera en la pared, ni quién ni cómo lo fuera a llenar.
Y su autor. Antes que artista reconocido y fotografiado fue ignorado, un Donnadie operario de revestimientos urbanos. Una voz de arte donde nadie lo esperaba.
Como aquel grafiti, este periódico apareció en el peor de los escenarios. En una época en que nadie tiene un duro, ni parece que lo vaya a haber. Una ciudad de realidad tediosa, sólo comparable a su tumultuosa política. Con un hueco que llenar probablemente no tan blanco, inmenso y mudo. Y Javier, su autor, probablemente tampoco sea un artista, ni un obrero. Es un tío que, cual Sísifo, colma de palabras un mural que cada lunes amanece completamente en blanco. Y que llena con todos los colores. Como un grafitero que, inesperado, pone una voz en Ronda, donde nadie lo esperaba.

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