Al
volcar la olla sobre el pequeño tupper desechable de papel de aluminio, notó
que las lentejas le habían quedado un poco secas. “a esto habría que echarle
una poquita de agua”, pensó. Se quedarían como una plasta salada, si no.
Continuó rellenando tuppers con cuidado de no quemarse las manos, emparejando cada uno de los letreritos que había escrito en el salón mientras veía el telediario. Algunos de los cartoncitos tenían pequeños garabatos, borrones. Se ve que todavía utilizaba los bolígrafos de propaganda que nadie sabe de dónde salen. Esos que de repente dejan de funcionar a mitad de la frase y te obligan a emborronar con un garabato toda la hoja para que vuelvan a pintar.
Cocido, con su tapadera. Carrillada, su tapadera. Carne en salsa, la suya. No debía ser difícil, todos estaban contados. A cada recipiente le correspondía su contenido. Y a cada contenido, su tapadera.
Apretaba
cuidadosamente el borde rizado sobre el cartón, deslizando el pulgar a lo largo
de toda la circunferencia para dejar el bote lo más herméticamente cerrado que
pudiera. Aunque los iba a congelar, en el largo viaje en tren podía salirse
algo de salsa y llenar –quien sabe- alguna ropa nueva que se hubiera comprado
en Ronda. A veces, de tanto achuchar, terminaba metiendo el dedo al interior,
quemándose –aunque poquita cosa- la yema del dedo índice.
Conforme los guardaba en el congelador, se imaginaba a la niña –o al niño- abriendo uno cualquiera para solventar una comida que no tuvo tiempo de preparar, o una cena tardía de cuando todos los supermercados ya cerraron. Le gustaba imaginárselos sonrientes, acercando la nariz al plato y volviéndose a sentir niños de olores, de uniforme en el cole y cuchara agarrada con el puño que casi no cabe en la boca.
Todos
los platos de lentejas llevan su pedacito de morcilla. Del chorizo calculó mal
el corte y no le salió para repartir. “Da igual, así cambia de vez en cuando de
sabores, que en cuanto se acostumbra aborrece los platos y ya no los quiere”.
Desde luego, las lentejas no son para la noche. Con lo pesada que se le hace la
digestión, dormirá fatal y al día siguiente llegará cansado a la universidad.
Se dice a sí misma que debía habérselo escrito sobre el tupper. Algo así como
“lentejas, para comer”. Obviamente las lentejas eran para comérselas, así que tendría
que ponerle otra cosa como “sólo para la cena”. Él obedecería, siempre le hacía
caso.
Para cenar era mejor la carne en salsa, o las albóndigas. Hacía muchos años, ella misma le ponía unas pocas albóndigas troceadas con patatas fritas por la noche. Siempre rebañaba y rebañaba hasta dejar el plato reluciente; lo llevaba a la cocina y le decía “mirá, pa que no tengas que fregá”.
El niño llegó a buscar los tuppers el domingo a última hora. Sin ningún cuidado, los metió en una bolsa cualquiera y casi los tiró a su mochila antes de salir corriendo. En el viaje todo el vagón olía a cocido y pringá, por su falta de cuidado.
A los pocos días, sucedió que una desconocida paró por su casa quién sabe en busca de qué iba, si la llevó la curiosidad o estaba de paso. Él no tenía mucho –no tenía nada- que darle de comer, hasta que recordó el puñao de recursos que tenía en el congelador. Sacó uno al azar y leyó para sí: “lentejas, echarle una poquita de agua para calentarlas”.
Él sonrió, puso agua. Y las compartió con ella.
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