viernes, 4 de noviembre de 2011

El Viajero


  Sube al tren con un maletín de los que regalan en los congresos de cirujanos. Lleva bajo el brazo una chaqueta estampada que quizá un día, hace años, fuera de su talla.  Hoy ha dado de sí, o él ha encogido, y la anchura excesiva de las hombreras le crea un gran vacío debajo de sus ropas que le hace parecer aún más enclenque, como un monigote. 
Intenta aupar su maletín a los compartimentos que hay sobre los asientos, pero ni su altura ni su avanzada edad lo permiten, así que le ayudo a colocarlo. El maletín está vacío.
En el trayecto, el viajero va ocupando lugares que no le corresponden y en cada parada le hacen levantarse para abandonarlos. La situación siempre es la misma. Alguien se le acerca con un billete en la mano y le pide que compruebe si ése es efectivamente su asiento. Él no niega ni afirma. Sólo mira hacia arriba con unos ojos de pena imposibles de leer, recoge la chaqueta que lleva doblada en su regazo y se levanta. Deambula unos segundos por el vagón y ocupa otro asiento, errabundo como decrépito.  Al poco rato, de nuevo alguien le reclama, y él se desplaza, autómata, para otra parte.
De salto en salto va a parar al asiento de mi derecha. Aunque nos separa el pasillo del vagón, su olor llega hasta mí sin dificultad. Huele mal. Huele a madrugón, brocha de afeitar, espuma Old Spice y aftershave. Se levantó sabiendo que viajaría y se arregló para tener buen aspecto, pero no se había duchado. El afeitado apurado hace que se le vean con nitidez las mejillas tirantes repletas de pequeños capilares de color entre lila y turquesa que le dan un tono rollizo a su aspecto. Para asegurar la tersura de sus mejillas, alguien le debe haber estado haciendo pliegues en la piel del rostro debajo de los ojos, recogiéndola a pellizcos, formando unas grandes bolsas.
No hay forma de ver qué hay en los ojos que se esconden debajo de las grandes bolsas. Los labios los tiene finos y marciales, la nariz quebrada y el mentón prominente y tembloroso. Desde su asiento mira –yo diría con atención- una comedia de amor francesa que nos ponen en las viejas televisiones del tren, mientras su mandíbula no para de estremecerse, de tiritar en un movimiento nervioso que sus manos repiten al compás.
Parece que las manos se las moviera una fuerza extraña. Aunque las deja caer anudadas y lánguidas sobre su vientre, ellas se agitan sin parar como con un vigor del que el resto del cuerpo carece. Son mano flacas y nervudas, pese a que están arrugadas como pasas. No son callosas ni están agrietadas. No da la impresión de que alguna vez fueran el instrumento de trabajo de este señor.
Lleva un chaleco de lana y así sentado parece que ocultara una gran barriga. Es de lana gruesa, azul marino con ribetes rojos, una prenda que no ha pasado de moda porque nunca llegó a estarlo.
Con el trajín del tren, de repente, se entrevén bajo el chaleco unos gruesos tirantes de la bandera de España para tenerse los pantalones. Te cuestionas entonces si su gesto austero y casi ausente, si sus manos nervudas y el crepitar de su mandíbula no son sino los jirones de un marido déspota, un padre de gobierno marcial, un aficionado a las partidas de dominó los fines de semana en algún club social con amigotes.
¿Quién es este señor decrépito y desorientado, que parece se fuera para siempre de algún lugar y no tuviera destino?
Quizá de lo que fue ya sólo queda un buen afeitado, un maletín vacío y unos tirantes con la bandera de España. Te preguntas si no estarás ante una biografía de rectitud que los años se han convertido en una caricatura de lo que él quiso ser.
A todos nos pasará lo mismo, que nos convertiremos en pequeños estribillos de nuestras manías a fuer de repetirlas cada mañana de nuestra vida, reduciéndonos hasta llegar al personaje patético en el que nunca querríamos habernos convertido. No sé.
Llegado el tren al destino en Madrid, alcancé su maletín al anciano, y él me devolvió un gesto que bien pudiera parecer de agradecimiento. “Por fin en casa – me dijo-. Salí esta mañana desde Madrid en el tren para Algeciras. Allí tengo una casa y fui para vaciar el buzón. La gente me lo pone lleno de porquería.” Le pregunté si no hubiera podido quedarse unos días en Algeciras, ahorrarse el cansancio de hacer seis horas en tren, abrir el buzón, y hacer otras seis horas de regreso.
“¿Y qué hago solo allí?” Me espetó con los ojos escondidos tras los pellizcos de piel.
Se puso la chaqueta, acomodó su maletín lleno de publicidad de supermercados de Algeciras bajo el brazo; y se largó a su casa.


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