Sube al tren con un maletín de los que regalan en los congresos de cirujanos. Lleva bajo el brazo una chaqueta estampada que quizá un día, hace años, fuera de su talla. Hoy ha dado de sí, o él ha encogido, y la anchura excesiva de las hombreras le crea un gran vacío debajo de sus ropas que le hace parecer aún más enclenque, como un monigote.
Intenta
aupar su maletín a los compartimentos que hay sobre los asientos, pero ni su
altura ni su avanzada edad lo permiten, así que le ayudo a colocarlo. El
maletín está vacío.
En el
trayecto, el viajero va ocupando lugares que no le corresponden y en cada
parada le hacen levantarse para abandonarlos. La situación siempre es la misma.
Alguien se le acerca con un billete en la mano y le pide que compruebe si ése
es efectivamente su asiento. Él no niega ni afirma. Sólo mira hacia arriba con
unos ojos de pena imposibles de leer, recoge la chaqueta que lleva doblada en
su regazo y se levanta. Deambula unos segundos por el vagón y ocupa otro
asiento, errabundo como decrépito. Al
poco rato, de nuevo alguien le reclama, y él se desplaza, autómata, para otra
parte.
De
salto en salto va a parar al asiento de mi derecha. Aunque nos separa el
pasillo del vagón, su olor llega hasta mí sin dificultad. Huele mal. Huele a
madrugón, brocha de afeitar, espuma Old Spice y aftershave. Se levantó sabiendo
que viajaría y se arregló para tener buen aspecto, pero no se había duchado. El
afeitado apurado hace que se le vean con nitidez las mejillas tirantes repletas
de pequeños capilares de color entre lila y turquesa que le dan un tono rollizo
a su aspecto. Para asegurar la tersura de sus mejillas, alguien le debe haber estado
haciendo pliegues en la piel del rostro debajo de los ojos, recogiéndola a pellizcos,
formando unas grandes bolsas.
No hay
forma de ver qué hay en los ojos que se esconden debajo de las grandes bolsas. Los
labios los tiene finos y marciales, la nariz quebrada y el mentón prominente y
tembloroso. Desde su asiento mira –yo diría con atención- una comedia de amor
francesa que nos ponen en las viejas televisiones del tren, mientras su
mandíbula no para de estremecerse, de tiritar en un movimiento nervioso que sus
manos repiten al compás.
Parece
que las manos se las moviera una fuerza extraña. Aunque las deja caer anudadas
y lánguidas sobre su vientre, ellas se agitan sin parar como con un vigor del que
el resto del cuerpo carece. Son mano flacas y nervudas, pese a que están
arrugadas como pasas. No son callosas ni están agrietadas. No da la impresión
de que alguna vez fueran el instrumento de trabajo de este señor.
Lleva
un chaleco de lana y así sentado parece que ocultara una gran barriga. Es de
lana gruesa, azul marino con ribetes rojos, una prenda que no ha pasado de moda
porque nunca llegó a estarlo.
Con el
trajín del tren, de repente, se entrevén bajo el chaleco unos gruesos tirantes
de la bandera de España para tenerse los pantalones. Te cuestionas entonces si
su gesto austero y casi ausente, si sus manos nervudas y el crepitar de su
mandíbula no son sino los jirones de un marido déspota, un padre de gobierno
marcial, un aficionado a las partidas de dominó los fines de semana en algún
club social con amigotes.
¿Quién
es este señor decrépito y desorientado, que parece se fuera para siempre de
algún lugar y no tuviera destino?
Quizá
de lo que fue ya sólo queda un buen afeitado, un maletín vacío y unos tirantes
con la bandera de España. Te preguntas si no estarás ante una biografía de
rectitud que los años se han convertido en una caricatura de lo que él quiso
ser.
A todos
nos pasará lo mismo, que nos convertiremos en pequeños estribillos de nuestras
manías a fuer de repetirlas cada mañana de nuestra vida, reduciéndonos hasta
llegar al personaje patético en el que nunca querríamos habernos convertido. No
sé.
Llegado
el tren al destino en Madrid, alcancé su maletín al anciano, y él me devolvió
un gesto que bien pudiera parecer de agradecimiento. “Por fin en casa – me
dijo-. Salí esta mañana desde Madrid en el tren para Algeciras. Allí tengo una
casa y fui para vaciar el buzón. La gente me lo pone lleno de porquería.” Le
pregunté si no hubiera podido quedarse unos días en Algeciras, ahorrarse el
cansancio de hacer seis horas en tren, abrir el buzón, y hacer otras seis horas
de regreso.
“¿Y qué
hago solo allí?” Me espetó con los ojos escondidos tras los pellizcos de piel.
Se puso
la chaqueta, acomodó su maletín lleno de publicidad de supermercados de
Algeciras bajo el brazo; y se largó a su casa.
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