Querido Jordi,
Los
últimos días de noviembre son muy fríos en Nueva York. Hasta entonces, uno se
atreve a cruzar el puente de Williamsburg camino de Brooklyn con la esperanza
de pasar un momento agradable. Al alejarse, los edificios de Manhattan se
empequeñecen y convierten en una postal de Woody Allen. Con suerte, algún barco
de recogida de basuras navega bajo el puente alumbrando el río con sus luces
tenues. Pero en estos días, ya casi acción de gracias, la brisilla marina se
vuelve una corriente helada de pequeños cristales insolentes.
En
Madrid también está haciendo mucho frío. Pero no es un frío otoñal de esos con
el cielo azul que la villa se saca del bolsillo para que la gente pueda dejar
el abrigo en casa al pasear por el Retiro. Éste es un frío apático, triste.
Me
preguntabas por el ambiente de las elecciones en Madrid y yo no sé de qué
elecciones me hablas. Me contabas que, en otros tiempos, Madrid se llenaba de
proclamas políticas en los muros de los edificios obreros de los pueblos del
cinturón sur cuando llegaban los comicios. Móstoles, Parla, Getafe, pueblos
manchegos colonizados por trabajadores austeros, de provincias donde el frío
les helaba los huesos y el calor les derretía las costumbres, llegados en busca
de un poco de fortuna. En Madrid, esa fortuna se travestía de fábricas,
empresarios del opus dei y mucha afición por el pelotazo. Esos trabajadores
llenaban los muros con los carteles electorales que a sus anhelos daban voz, eran
carteles a gritos. Madrid de felipismo,
de Alfonso Guerra, de Nicolás Sartorius y Marcelino Camacho.
Me
hablabas en tu carta de un Paseo de la Castellana engalanado con banderas
verdes, rojas y azules, enseñas más de reinos rivales y distantes que de
partidos políticos, de formas diferentes de entender el futuro de un país y,
sobre todo, su pasado.
En cada
estación de metro había una señora con un abrigo de lana hasta los tobillos y
zapatos de tacón repartiendo pasquines ideológicos. Los entregaba entre los
curiosos que se le acercaban y regresaba corriendo hasta su carrito de la
compra, donde tenía un arsenal de octavillas. Durante la campaña electoral, su
inofensivo carrito de tela para ir al mercado se convertía en un arma política,
al servicio de la esperanza de los conservadores, los progresistas, el
comunismo o la anarquía.
Me
dices que la corrupción se llevó todo eso y llegaron los años en los que la villa
sucumbió a una marea ruidosa de timoneles genoveses. Días en los que todo el
monte se sembraba de orégano con la ayuda de las grúas del boom inmobiliario.
Un país que navegaba sobre armatostes de acero que poco tardaron en hundirse.
En hundirse bien hondo.
Cuentas
que Madrid la conquistó después un grumete cándido e inexperto que se impuso a
los endiosados almirantes de la calle Génova con su ceja arqueada. Corrían
vientos de guerra en Iraq cuando un llanto ahogado en lluvia fina nos empapó a
todos el corazón. Algo se llevaron aquellos terroristas en los trenes de Atocha
y nunca volverá del todo.
Para
unos, para otros o para todos, no fueron momentos fáciles. Fanatismo disfrazado
de libertad muchas veces. Represión maquillada de orden tantas otras. Pero se
luchaba. Estaba claro que se luchaba, ya fuera por el cambio o la permanencia,
unos y otras levantaban sus voces en la calle, comentaban en los bares, alardeaban
en el fútbol o cuchicheaban en la iglesia. Discutían.
Esta
vez no hay elecciones. Yo no he visto nada de eso. Las calles están
secuestradas por la deuda externa, el paro y la recesión. Los mercados
financieros son campos de dormidera que nos tienen a todos colocados en
nuestras casas, maniatados por nuestro miedo y rindiendo genuflexiones a ese
dios menor que se ha aupado al Olimpo. El presidente actual del gobierno es un
cadáver, un alma en pena. Se resigna a entregar el cetro de mando a su rival de
la derecha, quien a su vez teme que le llegue la patata caliente demasiado
tarde. El candidato sabe que no es un Rey Arturo ni sus colaboradores son los
caballeros de la mesa redonda. Como en la fábula del traje nuevo del emperador,
todos saben que al sucesor le están bordando un traje que no existe y saldrá a
la calle en pelotas. Aún está por ver si el niño del 15-M alzará la voz para
decir al pueblo la desnudez de sus políticos y descubrir para nosotros sus
vergüenzas. Pero muy pocos confían.
Aquí no
hay elecciones. Hay una misa de réquiem y un otoño frío.
Como
casi cada día, hoy vi al alcalde de Madrid que temprano paseaba a su perrita en
la plaza de Alonso Martínez. Ella correteaba entre los arbustos con la misma
actitud de indiferencia hacia las elecciones que el resto de los transeúntes.
Yo miraba a mi alrededor a este Madrid, tan civilizado como indolente ante su
destino, y sólo podía recordar aquel otro viejo alcalde madrileño, Enrique
Tierno Galván, gritando desde el escenario de un concierto en plena movida
madrileña en el cercano Palacio de los Deportes: “¡Rockeros! Quien no se haya colocao, que se coloque… y al loro”.
Si será
por el frío que nos congela, porque todos estamos colocados o porque no lo está
nadie, aquí no se sabe de elecciones. Y lo peor de todo, tampoco parece que nos
importe.
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