En la parte alta de Manhattan hay un claustro medieval donde se expone una colección de arte europeo, sobre todo de origen franco-catalán y centroeuropeo, de entre los siglos X a XIV. A diferencia de otros muchos templos y construcciones de estilo neogótico o neoclásico en Estados Unidos, muy del gusto de los aficionados al arte de por aquí, estos claustros medievales no son neorrománicos ni de inspiración románica, sino que son, tal cual, del siglo XIV.
Se podría pensar que trescientos años antes de que Colón se topara con las islas orientales, se le hubiera adelantado algún arquitecto catalán al estilo de Gustavino –un arquitecto valenciano formado en Barcelona que revolucionó la arquitectura neoyorquina del último tercio del siglo XIX y que diseñó, por ejemplo, la estación Gran Central de trenes de Manhattan-. Aunque esto sería divertido y podría servir para reivindicar esta tierra como parte de los Països Catalans, una construcción tan majestuosa necesita una historia más fantástica.
Resulta que un escultor americano, George Grey Barnard, se estableció Paris en los últimos años del siglo XIX para estudiar las formas de la obra de Rodin. En los doce años que vivió allí alcanzó gran éxito. Esto, unido a su noble origen y a su pasión por el arte medieval, le permitió adquirir un gran número de obras de arte y construcciones románicas franco-catalanas, aprovechando la ignorancia y la avaricia de sus propietarios y las turbulencias que precedieron a la Primera Guerra Mundial en Europa.
El tamaño de la colección era tal que motivó la preocupación del gobierno francés, que intentó sin éxito aprobar una ley para evitar que los monasterios comprados por el escultor americano fueran traídos piedra a piedra hasta Nueva York, en barco.
Pero el gasto prácticamente lo arruinó para siempre.
Años después, Rockefeller compró a Barnard todas las piezas y con ellas montó el claustro del que estamos hablando en un terreno frente al río Hudson. No contento con eso, depositó en él su gran colección de arte medieval –incluyendo la espectacular serie de tapices del unicornio en cautividad- y compró todos los terrenos al otro lado del río, para que nadie pudiera construir en el entorno del claustro y la vista quedara para siempre como un auténtico paisaje occitano.
Como colofón, plantó un membrillo en el centro del patio del claustro. Después de eso, donó todo el conjunto al Metropolitan Museum of Art, cuando su obra estuvo terminada.
Pero esto no es todo. Como cualquier hermosa historia, también tiene su letra pequeña. Resulta que algunos años antes de todo eso, Rockefeller había contratado a Barnard para que le esculpiera una fuente sobre la creación de Adán y Eva para su finca de Procantico Hills. Pese a que Barnard sabía del puritanismo de los Rockefeller, se empeñó en mostrar las vergüenzas de Adán y, aunque le pidieron que las tapara con un velo, hizo todo lo posible para que fuera prácticamente imposible ocultar los genitales sin mutilar –nunca mejor dicho- la obra.
La disputa de la fuente y el pene se resolvió finalmente en 1923, pero Rockefeller nunca se olvidó de la afrenta. Quizá esperó a la ruina de Barnard para obligarle a cederle su abrumador claustro. Quizá reconstruyó todas las piezas en una elegante colina, en pleno Manhattan y se vengó abusando de la virginidad que Barnard no quiso respetar en su fuente.
Dejó vírgenes las tierras del otro lado del río y, como un gran elogio de la virginidad, alojó allí los tapices del unicornio en cautividad, que son también una metáfora, pues en la Edad Media se creía que sólo una virgen podía ser empleada como reclamo para atraer a ese hermoso y esquivo animal.
Quizá el origen de todo está en aquellos dos membrillos. La osadía del escultor, o la terquedad del puritano mecenas.
O a lo mejor son imaginaciones mías. Pero me hizo gracia lo del membrillo en Nueva York. Y alguna explicación tenía que tener
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