viernes, 12 de noviembre de 2010

Melancolía de la mala leche


Uno se pone de mala leche por muchas cosas. Tantas cosas. Porque la mala leche es como el empacho. Y uno se empacha igual con las acelgas que con el chocolate blanco o el gazpacho.
Recibir visitas es una gran manera de ponerse de mala o muy mala leche.
Nace como un acontecimiento feliz pero puede llegar a convertirse en una poderosa fuente de estrés, y de mala leche. A la llegada del invitado compras un colchón inflable –y lo hinchas a pulmón, henchido por las fuerzas de la ilusión-. Buscas en el armario las sábanas buenas que traían el apellido bordado en los cubrealmohadas¸ que son ásperas y están amarillentas, pero hacen al huésped consciente del respeto que se le profesa. Del dormitorio sacas una de las mesillas de noche y una lamparita. También un despertador que nunca usas y no sabes poner en hora. Todo colocado con sumo cuidado, como si fueras a dejarlos ahí para siempre. Reubicas el resto de los muebles para que recuerden a una habitación de hotel. Al final, siempre acabas cediendo tu dormitorio a los invitados y te quedas tú mismo con el salón reconvertido. No sólo por hospitalidad, también son las ganas de estrenar el colchón y esa estancia que has diseñado cariñosamente durante la tarde.
Llegan los invitados y, con ellos, el atracón de amistad. Te acuestas a las tantas porque volvéis a contaros –esto pasa siempre- todas las anécdotas que sucedieron en el tiempo en el que estuvisteis más unidos. Las historias del colegio, de un campamento de verano, de las excursiones al campo, de la universidad o de cualquiera de las decenas de ferias recorridas en los veranos locos de hace diez años. No es de extrañar que suenen más divertidas de lo que en su día fueron, ni que dejen un regusto de reconfortante melancolía. Qué rica. No importa cuántas veces se repita esta liturgia, siempre habrá detalles que sólo alguno de los presentes pueda recordar y que los demás acepten, satisfechos por verse retratados en tan irresponsables hazañas.
En los primeros días, amaneces ansioso por seguir recuperando momentos. Como untado de una ungüento para des-cumplir años. El desayuno se parece a los desayunos de entonces –de cuando sea-. Y a la hora de las cañas, saben como entonces, aunque cuesten como ahora y en el espejo del fondo del bar se vea claramente que sois los más viejos del lugar. Pero eso es sólo una apariencia.
Durante tres días das largas a las crisis existenciales, a las frustraciones en el trabajo, el fracaso amoroso, a la clamorosa calva de plata que te asoma al salir de la ducha. A las canas que te nacen y las arrugas que te atenazan.
Es cierto que a los tres días nos vuelven a comer terreno nuestras miserias. Nos pesan las responsabilidades y sobre todo las resacas. No quieres hurgarte los bolsillos y la tarjeta de crédito sufre síntomas de abrasión. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Todas las toallas del baño huelen a perro mojao. No queda papel higiénico ni pasta de dientes. Y hay un ocupa en el dormitorio dejando pelo por todas partes. Ya no sabes qué haces durmiendo en el salón, en un colchón medio desinflado que da unos dolores de espalda del demonio. La alarma del despertador –que nunca supiste poner en hora- salta tres veces por la noche con un ruido insoportable y es imposible volverse a dormir.
Para colmo, cada vez que vas camino de la cocina te estrellas con la dichosa mesita de noche. Quién la pondría ahí. Y qué fea es, por cierto, y qué mala leche.
Inevitablemente, te alegras cuando se van. Te das prisa por meterles la maleta en el taxi, o de empujarlos al metro.
Les das un abrazo algo más frío de lo que debieras y regresas a casa, donde tratas de poner orden entre todo el desastre. Barrer, fregar, doblar el colchón. Tanta gloria lleven, como paz dejan.
Escribes un mensaje de texto con el móvil y lo envías en el instante en el que recibes exactamente el mismo: “Te quiero. Te echo de menos. Gracias”
Melancolía de la mala leche. No es casualidad. Es amistad.

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