viernes, 22 de octubre de 2010

La vida de nuestros padres


Marisol se ha hecho jefa de la policía con 20 años. Una estudiante de 20 años quiere ser la ley en un pueblo del Valle de Juárez, un campo de batalla que se disputan el Cártel de Sinaloa, de El Chapo Guzmán; el Cártel de Juárez de Vicente Carrillo; el Cártel de los Beltrán Leyva y Los Zetas.
Está ahí porque nadie más se atrevió con la placa de sheriff. Ella dice que lo único que quiere es no vivir peor que sus padres, aunque tiene miedo y siente el peligro.
Precisamente de peligro habla las muertes chiquitas, un trabajo de investigación de una fotógrafa catalana que se expone ahora en Nueva York. Habla de la relación entre el peligro y la sexualidad; el peligro y la cultura; el peligro y la compra en el supermercado. Habla de vivir en el peligro de un México en el que ser mujer, en ciertos lugares, es un peligro en sí mismo. De cómo hacer para tener una rutina que incluye necesariamente armas, disparos, drogas, amenazas. Habla de la necesidad del ser humano de sobrevivir y de su capacidad para hacerlo.
Sobrevivir, una expresión que me encanta. Y una facultad que no sé si me gusta demasiado. Confieso que siempre me fascinó la habilidad del ser humano para crear una realidad digerible a partir del inderogable hecho de que el sol sale todas las mañanas y hay que seguir viviendo. Esto es, mi compañero de piso –por ejemplo- pasó su infancia en el sur de El Líbano, en plena guerra civil. Para él, las bombas cayendo a pocos metros de su casa son un recuerdo de infancia. Como para mí los helados de vainilla y fresa de las campanas a setenta y cinco pesetas, o los dulcipicas del carrillo de María. Admirable.
Pero pasa que vamos demasiado lejos en el desarrollo de este instinto. Llevamos la supervivencia al grado de caradura e impunidad. No hablo de quienes roban, delinquen, nos insultan y amedrentan, sino de nosotros quienes, indiferentes, lo permitimos, primero y lo olvidamos, inmediatamente después.
No han pasado ni dos años en Estados Unidos y ya nadie se acuerda de todos los que estuvieron metidos en el ajo del escándalo de las hipotecas basura. No se habla de los compradores inconscientes, que no se preocupaban por el coste de la hipoteca a partir del segundo año. Ni de los agentes que vendían los créditos, a quienes les importaba bien poco si la persona que se llevaba la casa tendría un sueldo para pagar la hipoteca al mes siguiente. Ni de los banqueros, que sabían que aquellos préstamos eran impagables y contrataron a otros bancos para que maquillaran aquella basura y se la vendieran a otros codiciosos ignorantes.
Todos aquellos que estuvieron en el ajo siguen trabajando, ahí mismo, donde estaban, con los mismos sueldos y las mismas ambiciones. Y no nos importa nada.
Aquello no es lo único que quedó en anécdota”, me recuerda una amiga que me ha invitado a desayunar. Tampoco a nadie le importa ya el vertido de petróleo en el Golfo de Méjico. Dos meses después de la mayor catástrofe natural de la historia de Estados Unidos, el New York Times, el diario de referencia del progresismo, no hace ni una sola referencia.
Nadie ha dimitido en BP, después de los primeros días. El gobierno pasa de reformas legislativas, vaya que la economía se resienta. No hay manifestaciones, ni nadie discute en la televisión sobre la enorme mancha de alquitrán. Está en medio del mar, eso es todo.
Sólo a lo lejos, se oye a una manifestación. A lo lejos. Es Francia, que grita. Algo de esperanza. ¿los motivos? Evitar la reforma de las pensiones. Evitar el aumento de la edad de jubilación de 60 a 62 años; de 65 a 67 si no se ha cotizado suficiente.
En la televisión, los jóvenes gritan. Aún no han trabajado y no saben si podrán hacerlo, si algún día quieren. Pero ya piensan en jubilarse.
Miles de jóvenes detrás de una pancarta que reza “no queremos vivir peor que nuestros padres”. Curiosamente, las mismas razones que Marisol tiene para luchar en Juárez.
Qué distintas maneras de sobrevivir. No sé si me he explicado.

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