viernes, 10 de septiembre de 2010

En otoño, castañas


Siempre he pensado que el otoño huele a plastilina. Huele como la librería Galindo cuando está llena hasta la bandera de madres que preguntan por el libro de sociales de quinto resignadas a que alguien se haya llevado el último esta misma mañana. Septiembre huele a los libros nuevos y los libros heredados; y al rollo de plástico pegajoso que se usa para forrarlos. Ese forro que, al ponerse, siempre deja sobre la superficie del libro unas horribles burbujas de aire. A lo largo de todo el año siguiente, intentas una y otra vez eliminarlas, pasando a diario el dedo por encima, pero reaparecen constantemente. Un día, decides arañarlas con el lápiz y fastidias los dos, libro y forro, para siempre.
Precisamente por sus olores, el otoño siempre ha sido mi estación preferida. Porque la primavera huele igual en todas partes. A flores y a polen. Es perfumada, alegre y agradable, pero común. Contrariamente, el olor del verano siempre es extraño. Lo es porque trae el aroma de las ciudades que visitamos en vacaciones y que seguramente no volvamos a pisar en mucho tiempo, o incluso jamás. El Gran Bazar de Estambul, lleno de especias y turistas; el Covent Garden de Londres, lleno de hojas de té y otras infusiones – y de turistas- o la montaña de Montmartre de París llena de pequeños bistrós –que están llenos, a su vez, de turistas-. Incluso para aquellos que en verano siempre visitan el pueblo de sus abuelos en Asturias, todo es demasiado ajeno.
¿Y el invierno? El invierno no huele. Sólo se nos enfría la naricilla y buscamos cobijarla en el cuello del abrigo, intentando regresar lo antes posible a casa, sin reparar en olores. Una vez allí, el ambiente recalentado de la calefacción sólo nos deja pensar en la primavera de perfumes y el verano de excursiones.
El otoño no tiene nada que ver con todo eso, de ahí que sea especial. Sus olores no son tan sofisticados. Sólo son los del regreso a casa, tras las vacaciones, en esos pocos días antes de que la rutina vuelva a asfixiarnos. El olor y el tacto de nuestra almohada, que tanto habíamos echado de menos y el del guiso de la abuela, que nos espera después del primer día de clase.
Puede que, por lo doméstico y humilde, el olor del otoño no se pueda compartir. Claro que yo puedo explicaros que el olor de Ronda es de castañas asadas porque nuestra serranía está repleta de unos castaños que se vuelven locos perdíos por estas fechas, llenándolo todo de sus frutos e inundando el monte con su color anaranjado. Pero lo cierto es que cada uno puede explicar su propio otoño a modo de réplica, idénticamente genuino, y a la vez todos diferentes, personales. Hogareños.
De alguna manera, gracias a que hacemos del otoño ese ritual de regreso al abrigo de todo lo que suene a nuevo; gracias a que lo hacemos cada año exactamente igual, somos capaces de dar el paso definitivo hacia un curso completamente nuevo, hacia los nuevos desafíos, los viejos miedos y los peligros de siempre.
Sé que, con los años, nuestro tiempo ya no se mide en trimestres, ni podemos estrenar unas ceras Plastidecor y un paquete de 36 rotuladores Carioca para pintarles hojas de colores a todos los árboles que van perdiendo su fuerza y quedándose calvos. También sé que el trayecto volverá a estar lleno de miserias, pero, pese a ello, siempre tendemos un nuevo otoño que nos cargará de vida, con sus olores, que no compartiremos con nadie. Y que, de nuevo, miraremos a la vida con un guiño cómplice y susurraremos: “toma castañas”.

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