viernes, 9 de julio de 2010

La épica, las urnas y las luces del estadio

No podría decirse que el fútbol en Méjico sea una religión. Es mucho más que eso. Acá la gente recita de memoria las alineaciones de todos, y no sólo, los equipos campeones de cualquier liga americana y, por supuesto, de toda Europa. Cada uno tiene su equipo de fútbol dentro de Méjico, pero también de la Premier inglesa, el Calcio y, La Liga. Por esto, al tradicional espacio en cada noticiero ocupado por la actualidad de la pelota doméstica (exactamente igual que en España, por otra parte), hay que añadirle un largo, aburrido y meticuloso repaso a los equipos europeos. Un domingo cualquiera, se observan por las calles de cualquier ciudad más camisetas del Real Madrid y el Barcelona de las que se verían en el Bernabeu el día de un Madrid-Barça.
En comparación con el escándalo que produce cada movimiento del Tri, como se conoce a la selección mejicana de fútbol, todo esto es ridículo. Añadamos a la demencia futbolera el exagerado nacionalismo que impera en este país, donde el himno se reproduce dos veces al día en las cadenas de radio, los caudillos de la independencia y la Revolución son venerados como estrellas del rock y hasta los cereales para el desayuno son “orgullosamente mexicanos”. Cada partido de fútbol se convierte en un plebiscito sobre la destreza y la inteligencia nacional. Las calles se paralizan. Horas antes del partido, todo el mundo se agolpa en los bares o en las puertas de las tiendas de electrodomésticos, con su cerveza en la mano. Cuando Méjico pierde, malo porque nadie está de ánimos para el trabajo o lo que estuviera haciendo. Y Cuando Méjico gana, peor, porque hasta el más intrascendente amistoso es excusa bastante para arrancar una borrachera.
El colmo de esta paranoia se alcanza en los Mundiales de Fútbol. Al fútbol y el nacionalismo sumamos otras aficiones más orgullosamente mexicanas, la megalomanía, la estadística y el gusto por la épica.
Con estos ingredientes, un Mundial de Fútbol, más que unas olimpiadas o cualquier otro tipo de competición, se convierte en un cosmos cerrado, una contienda donde los futbolistas son guerreros que representan a naciones, imperios, o son las naciones mismas. El torneo no es sino la continuación de la batalla en el punto en el que se dejó cuatro años antes y se prolongará, por la vía de la estadística y la memoria, hasta el infinito.
¿A quién se le ocurriría fijar las elecciones municipales y estatales en pleno mundial? Eso es lo que ha sucedido en Méjico este mes de julio. La respuesta más evidente es que los interesados eran una clase dirigente, que veía la oportunidad de cocinar los resultados al margen de la escena pública. A todos los empresarios, funcionarios públicos, narcos, políticos que manipulan a su antojo y sin sonrojo un país que se reparten en régimen plutocrático que ya casi nadie tiene la poca vergüenza de llamar democracia.
Con toda la plebe narcotizada con una infusión de césped, cegada por la luz de los focos del estadio, los sacos de billetes, las prebendas y las concesiones podrían entregarse a plena luz del día y sin molestias.
Sin embargo, muy al principio de la campaña electoral, México fue eliminada por Argentina (de nuevo, una continuación de la batalla entre naciones iniciada en ediciones anteriores del mismo torneo). Ahí fue cuando pensé que algo había fallado a los plutócratas y podría estallarles la patata caliente entre las manos.
Pero no, la trampa continuó. Ambiciosamente y a plena luz del día se asesinaron candidatos, se repartieron sobornos y promesas y se compraron votos. En las zonas indígenas, se apresaron adversarios políticos, se asesinaron líderes comunales y hay numerosos grupos de personas que han desaparecido, abandonado sus comunidades o, simplemente, muerto.
Nada de esto perturbó, dentro ni fuera del país, la consumación de la pantomima. La prensa apenas hace alusiones ligeras a los crímenes y pasa de puntillas por datos como que casi nadie fue a votar.
Pero no había fútbol, narcótico, ni deslumbrante. Dio igual; daba igual desde el principio. La coincide ncia de fechas sólo fue casualidad. Tan poco épico como eso, paradójicamente, tan mejicano.

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