Amaneció plomizo el día de Acción de Gracias. Aunque salí a la hora de todos los días hacia la biblioteca, parecía que fueran tres o cuatro horas más temprano porque no había ni un alma en la calle. Nada se mueve en Nueva York.
En las vallas de las aceras, las bicicletas y los carros del supermercado pugnaban por encontrar un lugar donde amarrarse. Sí, carros y bicicletas.
Las bicicletas de los currelas, que hoy no van a ninguna parte y los carros de los vagamundos.
Es impresionante ver cuántos vagamundos tiene Nueva York. Sobre todo, porque aquí, hasta para vagamundo hace falta tener propiedades. Todo sintecho que se precie carga sus pertenencias, como improvisado caracol, en sillas de oficinas roídas por los años, desequilibradas y con alguna rueda de menos. O en carros robados –o comprados, no pensemos mal- en algún supermercado, precisamente. Siempre cargan un megáfono o una grabadora de voz, aunque rara vez he visto alguno funcionar. Muchos tienen la mirada perdida y hablan sin parar, señalando hacia arriba o hacia el suelo, como pidiendo cuentas a alguien. Pero, si alguna vez cruzan su mirada contigo, debajo de toda su tristeza, parece que reclaman algo de atención. Que llevaran tiempo queriendo hacerse oír, pero ya no les merezca la pena contar su historia. O simplemente para recordarnos que no siempre fueron pordioseros. Quizá por eso el megáfono averiado y la grabadora sin pilas.
Hoy, liberados de la obligación de patrullar las calles con sus carros de cachivaches, estos desamparados se refugiarán en alguno de los hospicios que les ofrecen pavo y algo de beber.
Puedo imaginarme la cena típica del trabajador neoyorquino y no sé cuál sería peor. Para los que tienen casa, o al menos familia, hoy es el día de haber ido a comprar un pavo relleno y, mientras se hace en el horno, preparar una tarta de calabaza para acompañar.
Los días en familia son extraños en este país enorme, trashumante y aislado por un cinturón de algodón, donde el cordón umbilical con los hijos se rompe a los diecisiete años la criatura se va de casa para trabajar en cualquier esquina del país o para estudiar con préstamos pagados de su propio bolsillo. Así se hace más difícil entender la familia como una obligación o una deuda, como nos pasa tanto en España.
Esta falta de obligación les ahorra casi todas las muecas lógicas de cuando uno tiene que comer sapos en familia. Casi todas, no todas.
Acción de Gracias es una de esas ocasiones ineludibles. Y la cena en familia da, para lo que da. Y una vez sentados a la mesa, no es muy diferente a Nochebuena. La mezcla de cariños más o menos desgastados por la rutina o por la distancia se confunde con una cierta resignación a arreglarse con desgana, a maquillar la cara y la memoria antes de sentarse a compartir langostinos junto a unos extraños con los que sólo compartes apellido. En pocas horas, las familias de allí y de acá se ponen al día de la vida del hermano pesado, del tío sátiro, de los insoportables sobrinos mimados o la tía solterona que cada año regala una funda de piel para el teclado del ordenador.
Quizá por la deuda moral o económica, en España nos obligamos a volvernos a juntar al día siguiente – y en Cataluña, como epílogo de la autoflagelación- también un tercer día, San Esteban, para asegurarnos de que todas las rencillas vean la luz, y no quede títere con cabeza.
Aquí, eso no pasa. La cena, bien. Pero debe terminar pronto, porque la verdadera atracción empieza en la madrugada del día siguiente. Como si de una resurrección se tratara, todas las tiendas del país, abren a las cuatro de la mañana con rebajas de verdad escandalosas. Black Friday, lo llaman.
La gente hace cola en la puerta de las tiendas desde varias horas antes y no es extraño que el pavo relleno se reparta a los comensales en Tupper-wares y cada quien se vaya a la tienda que más le guste a esperar hasta que las puertas abran y olvide el mal rato comprando compulsivamente. Y fin de la historia familiar, de las penas y de las peleas.
Todo el mundo a comprar. Y cuestión resuelta.
Eso sí le falta a los vagamundos de Nueva York. Pero mirando de nuevo esos carros de supermercado, a lo mejor no son tan distintos a las compras compulsivas del Black Friday. Tan llenos de objetos sacados de aquí y de allá, que ellos codician. Los carros alimenta la imagen de que, aunque todo nos falle; estemos sin casa, trabajo, familia, pavo, ni tarta de calabaza - o peor aún, pese a que tengamos que aguantar todo ello-, siempre podremos aparcar un carrito en la acera y llenarlo de nuestras propias latas vacías, brillantes como bisutería.Y quizá, en el frío de noviembre, contarle nuestras penas a una grabadora sin pilas o gritarlas al viento, con un megáfono averiado, para que no se molesten los vecinos, que cenan en familia.
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