Cuando yo era chico, mi mundo era una barriada. Los viejos llevaban yersis como los de Marcelino. Cuando yo era chico, no sé por qué, en mi tierra hacía más frío. Las casas eran más feas, la ropa se tendía en los balcones que daban a la calle y las mujeres se ponían rulos. Cuando yo era chico, los cristales de las gafas eran gordos y las monturas pesadas y doradas. O pesadas y de pasta marrón. Cuando yo era chico, había una sede de cecé oó en frente de casa de mi abuela que tenía un teatro y una emisora de radio. Yo no sabía lo que podía ser eso, pero siempre tuve la sensación de que allí pasaban cosas importantes.
Cuando yo era chico y no había mercadona, mi abuela me mandaba a la galería a comprarle fruta a Fernanda. La galería estaba frente a la sede de comisiones. Más de un día, me metía en aquel teatro entonces ya desconchado, pensando que fuera a haber un programa de radio en directo, o un teatro de variedades, o una conspiración de obreros. Es que cuando yo era chico, era libre y tenía mucha imaginación.
Cuando yo era chico, mi abuelo veía Informe Semanal.
Informe Semanal, tiene gracia. Cuando Marcelino cumplió noventa años, Informe Semanal le hizo un reportaje. Ese día me reencontré con el mundo de cuando yo era chico. El mundo de Marcelino, que fue la barriada de Carabanchel y el patio de las monjas. Un quinto sin ascensor, sesenta metros cuadrados y su compañera josefina. La ropa tendida, los yersis gordos de punto, tejidos con lana de la que pica.
Se murió Marcelino, el hombre que luchó. Pobre y libre. Con el puño levantado. Sin dejar de luchar jamás, porque vivir pobre después de haber sido casi todo en nuestra democracia es no dejar de luchar.
Cuando yo era chico, Marcelino ya era muy viejo. Pero los dos éramos libres. Yo, gracias a él. Él, gracias.
Gracias, Marcelino
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