En el festival de cine de Valladolid se proyecta una película sobre Amina, una pequeña de Brooklyn nacida en 2002, hija de unos artistas europeos que decidieron documentar el proceso por el que de ellos iba brotando una nueva vida. A los pocos meses de venir al mundo, Amina desarrolló una leucemia contra la que no pudo, pese a que batalló por varios años. Entre los padres de Amina y Bárbara, la autora del documental y testigo y parte del proceso, decidieron continuar la grabación, aún sabiendo que el argumento de la historia había cambiado por completo.
La situación se terminó llevando a Amina y también a la familia que tanto la esperó, que acabó arrastrada por un sino demasiado cruel, demasiado jodido.
También acabó con las fuerzas de Bárbara, que condenó las cientos de horas grabadas a una esquina del desván del que jamás saldrían. Puede ser que le culpaba por algo de lo que nadie es responsable. Quizá ya no tuviera sentido contar la historia.
En otro tiempo, en un lugar cercano a Brooklyn, nació otra pequeña llamada Kari. Su madre, una joven sin recursos, tuvo que darla en adopción y Kari vivió desde entonces en Long Island, feliz con una nueva familia. Cuando tenía 12 años, su madre adoptiva falleció, dejándole unos pocos datos sueltos y poco conexos, con los que apenas podía trazar el camino de regreso a su origen biológico. Puedo imaginarme que durante los diez años siguientes de búsqueda, empleando todos los medios a su alcance, el número de preguntas e incertidumbres se hizo infinitamente más pesado que las pocas respuestas que podía darle un trozo de papel que contenía los apellidos, edad y el lugar de procedencia de una mujer que quizá ya no existiera. O quién sabe si alguna vez existió.
Con el tiempo, Kari había perdido a su madre adoptiva y la esperanza de encontrar a su madre natural. Pero no dejó de buscar, aún de las maneras cada vez más ilógicas.
Este verano pasado, alguien le sugirió que buscara en Facebook. ¿Por qué no? Delante del ordenador, tecleó sus apellidos e incluyó los pocos datos que tenía: el nombre del barrio de su hospital y poco más. Era absurdo, ¿cuántas Allison habría en Nueva York? Sin embargo, apareció una imagen idéntica a la suya. Kari escribió una carta temblorosa, explicando cómo, dónde y cuándo nació, preguntándole a aquella imagen desconocida, si no tendrían algo en común, si no tendrían cosas de qué hablar. Tres horas después, con la respuesta al mensaje, Kari recuperó la fe y conoció a su madre. Con la enloquecida fuerza del desaliento.
Con la misma fuerza y la misma falta de fe, Bárbara, ocho años después, sacó las películas de Amina del desván. Y se encerró con un ordenador, seguramente sin pensar que aquella historia merecía ser contada. Sin esperanzas, cerró un círculo con la dureza y la ternura de la vida real, en la que se podrán mirar todas las personas que sufren y resisten y encontrar, por lo menos, un motivo para unirse y seguir luchando.
No sólo eso. Todos podemos aprender de Bárbara y Amina, como de Kari y Allison.
Aprendamos que, en esta puñetera vida, tenemos permiso para casi todo. Para enfadarnos o presumir. Para ser optimistas atormentados o pesimistas insolentes. Para insultar. Para dar marcha atrás, recapacitar, y reemprender la marcha ilusionados, expectantes o desesperanzados. Con nuevos métodos o los de siempre. Licencia de ser ortodoxos, pícaros, creativos o simplemente tercos.
Pero nunca se debe abandonar. Porque todo muro tiene un hueco. O se puede atravesar, o saltar o tirar de un cabezazo. Y toda puerta tiene un felpudo y una llave debajo que la abre. Quizá, dijo Ángel González, sea necesario un ancho espacio y un largo tiempo. Está bien.
Pero en el éxito de todos los fracasos, en la enloquecida fuerza del desaliento… aún nos quedan razones para creer.
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