Esta
es otra de esas historias que puede permitirse la ciudad soñada. En Ronda estaba hace cien años, entre diciembre y
febrero de 1913, René Rilke, el poeta de los Apuntes de Malte Lauris Bridgge,
de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo En lo universal, Rilke fue el
autor de la meditación sobre la esencia. El hombre que pensó a la muerte –no
sólo la muerte impersonal, sino también la suya propia, provocada por vía del
suicidio-, a la creación, al amor o la miseria. El individuo sensible y apocado
que vino a Ronda a llenarse de ideas y las fue destilando a lo largo del resto
de su vida. En lo rondeño, Rilke fue nombre de calles y paseos, de bares, de
festejos y hasta de autoescuelas.
Esos
casi tres meses que Rilke se alojó en el Hotel Victoria de cara a la cornisa
del Tajo dejaron pues una huella importante en el poeta y una marca eterna, trascendente
y prosaica por igual, en el carácter de Ronda y los rondeños. Rilke bautizó a la ciudad soñada y nosotros le creímos. Tan
es así que, desde entonces, nos hemos comportado como una ciudad ensoñada –y
otras veces soñadora, soñolienta o directamente dormida-, gracias a la dignidad
licenciosa de ser el rincón que Rilke soñó.
Soñadora.
Pues de puro soñadora, no pocos rondeños observamos cómo nuestra ciudad enhebra
ensueños y patrañas o discurre fantásticamente sin tener en cuenta la realidad.
En su atrevimiento quizá Ronda haya perdido el sentido de su tiempo por entre
sus maneras de cuento de hadas. La ciudad del tiempo perdido.
A
la busca del tiempo perdido. Al tiempo que Rilke
tejía ese encantamiento que habría de caer sobre Ronda, también en 1913, un gabacho endeble emprendía un viaje
cumbre de la literatura universal A la
busca del tiempo perdido. En su obra, Proust discutía extensamente muchos
de los caracteres esenciales del alma humana con su relato prolijo y
autobiográfico, donde mostraba cómo la honestidad, el amor y los celos, la
soberbia o las diferencias de trato entre las clases sociales pueden hacer al
individuo que se deje la vida -el tiempo-, perdido a lo largo del camino.
Un
siglo. Quién sabe si, de alguna manera, no le
haya podido suceder algo similar a nuestra Ronda, quien altiva y celosa de su
encanto, haya quedado un poco al margen del tiempo. A la Ronda soñada le pueden
haber faltado argumentos – o quizá sobrado excusas- para lanzarse a la busca de
sus tiempos perdidos. De este modo
entenderíamos que en el siglo que siguió a Rilke, Ronda recorriera sin
inmutarse el escudo, la bandera de Andalucía y hasta su himno, y no quisiera
ser capital de los andaluces. De ser así, entenderíamos que Ronda quedara
mecida hasta dormirse, como les pasa a los turistas que la visitan a través de
las curvas de sus interminables carreteras que nunca arreglaron, o acunada por
el vaivén de las vías vetustas de sus trenes más que centenarios. Puede que
dormida, Ronda se quedara sin industrias, sin instituciones de educación
superior, fuera invadida por chalés adosados en su extrarradio decrépito sin
orden ni concierto. Entenderíamos que pasaran inadvertidos los proyectos para
construir centros comerciales o complejos recreativos. Quedarían con los
hoteles cinco estrellas, los atractivos centros de congresos, los hospitales o
las decenas de depuradoras de aguas residuales arrastradas cada invierno por el
Guadalevín.
El tiempo encontrado.
Al final de sus penas, Proust descubre que la única manera de recuperar su
tiempo perdido y hacerlo vida es escribir sus desventuras, decorarlas con sus
invenciones y sentimientos y compartirla con los demás.
A
lo largo de una serie de once historias, en los próximos once meses, oiremos en
este mismo rincón lo que otras tantas personas destacadas de la cultura
española piensan y sienten sobre Ronda. Hablaremos de Ronda, como cuando Rilke
hablaba de Roma, de su abrumadora
melancolía, su turbio ambiente de antigüedades conservadas por filólogos y
eruditos, fomentado por los viajeros que atravesaban Italia, sin que fuera más
que los restos de otra vida, que no era nada a los romanos, ni lo habría de
ser. También hablaremos de su
belleza, su infinita belleza llegada por acueductos hasta los pilones de piedra
blanca de las fuentes de sus plazas, que ensanchan los rumososos días y más
rumorosas noches.
Compartiremos
todos una cita con Ronda para, a través de algo del tiempo y los relatos de
nuestros invitados, saber más de Ronda, que es saber más de nosotros mismos.
Entre los invitados, unos habrán vivido largo tiempo y sabrán mucho de nuestro
pueblo, otros quizá no sepan nada y lleguen hasta nosotros como lo hizo Rilke,
ignorante de lo que se encontraba. Transparente.
Sacaremos
poco de todo ello. Una sonrisa, una idea. Todo lo más, alguna razón para tirar palante. Como ya hizo Rilke,
cuando salió del Hotel Victoria un 19 de febrero de 1913, arrastrando un baúl
cargado de libros, flotando sobre una mente cargada de ideas. De ideas que eran
rondeñas.
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