Apenas conocimos a Sebastián. Sabemos de
él que se paseaba –patrullaba- constantemente por las calles de Ronda. Aunque
se preocupaba por ejecutar a la perfección su papel de policía secreto, su
cuidada estética hacía inconfundible su verdadera realidad: Unas zapatillas de
deporte de la marca “Paredes”, abrochadas tan fuerte que le cortaban la
circulación; pantalones vaqueros desgastados pero cuidadosamente lavados y
planchados por su madre, que él se apretaba con un cinturón de cuero tan
fuertemente como era capaz. Se subía los pantalones hasta que le estrangulaban
la ingle, dejando ver sus calcetines deportivos comprados en el zoco –también
por su madre-, perfectamente limpios. Un niqui abrochado hasta el último botón,
un afeitado marcial y una loción barata que su madre le echaría por encima
mientras él protestaba a regañadientes. Era, es innegable, el tonto del pueblo.
Como aún no había móviles, se pasaba el
día enganchado a su walki-talki sin pilas, en contacto permanente con la
policía imaginaria. Nosotros aún éramos chiquillos entonces, pero no era
difícil ver que, en realidad, las dos preocupaciones de Sebastián eran el café
y su burra. Tenía una terrible afición por el café, pero su madre no le daba
los veinte duros, porque llegaba a casa absolutamente excitado y no había forma
de mandarlo a acostar. Así que él se pasaba las mañanas ayudando a descargar
las bolsas del súper o cuidando los coches de aquellos que él consideraba
rondeños dignos de protección (abogados, médicos, comerciantes), esperando los
veinte duros de propina para beberse un café tras otro o, a veces, jugárselos a
las tragaperras. Y la burra, ay, la
burra. Nunca la vimos, pero parece que Sebastián tenía una burra con la que
desfogaba las energías que tanto café le proporcionaban. Los niños nos
burlábamos de él, preguntándole por la burra y sus encantos y él nos perseguía
a voz en grito, dispuesto a detenernos y llevarnos al cuartelillo. Quizá fuera
cuando la mirada del pobre Sebastián, encendida de ira, parecía más cándida.
Para que nos entendamos, Sebastián era un
tonto de libro, que no es lo mismo que los tontos que salen en los libros. Los
tontos de literatura tienen una especie de sabiduría plana y profunda que nace
de su mirada sincera de la realidad, que termina siendo más estúpida que ellos
mismos. Sebastián no era el Príncipe Mishkin, el cándido epiléptico que era
capaz de desnudar la esencia de los seres humanos con un solo minuto de
conversación, que retrató Dostoievski en el Idiota. Tampoco era consciente de
la importancia que tienen los bufones para hacernos reír y reírnos de los
gobernantes, como sí lo eran Alonso Quijano, “el Bueno” o Stultitia, el tonto
de Erasmo de Róterdam, que eran cualquier cosa menos tontos. La burra de
Sebastián, tampoco era la Milana Bonica del Azarías, un animal tan listo y
desconfiado como fiel y dócil en manos de su tonto. Era, sin más, un jamelgo
enculado. Y Sebastián, un tonto sin moraleja.
Por eso, sin épica, a veces su exceso de
celo con la seguridad rondeña o con las cuestiones de la burra, le causaron más
de un problema con camorristas de discoteca de esos que hay en todos los
pueblos. Por lo que sabemos, uno de esos días, a alguien se le fue la mano en
una de aquellas palizas. Sebastián volvió a casa magullado y le dijo a su madre
que se iba a acostar, que estaba cansado.
No despertó. Nadie investigó seriamente.
Era un tonto sin moraleja, un tonto menos.
1 comentario:
Como siempre, geniales tus palabras amigo.
Todos recordamos a Sebastian... Con sus pequeñas historias...dificiles, tristes, ruines...al fin y al cabo, suyas.
Pobrecito, jolines....
Mil besos
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