viernes, 26 de marzo de 2010

Lo que me importa un pimiento


La zona de verduras del supermercado es un espectáculo aquí en Méjico. Baldas repletas de chicozapote, chilacayote, aguacates, tomates y jitomates, cortes de nopal, flores de jamaica para hacer agua de sabor y chiles. Chile de árbol, guajillo, chile manzano, el guerrero habanero, chipotle, ancho, jalapeño o poblano.
El chile poblano, precisamente, es como un gran pimiento estilizado, de color verde esmeralda y reflejos negros, brillante y terso. Pareciera coloreado por uno de esos pintores callejeros y anónimos que pasean por el Barrio del Artista, la Montmartre de Puebla, la ciudad de donde procede este tipo de chile.
Fue imposible no llevarse unos a casa, cuando vi todo un estante repleto de estas pequeñas joyas. Aún sin tener la menor idea de qué hacer con ellos.
Intenté usarlos para un revuelto, aprovechando los últimos trozos de un jamón llegado desde España con mi madre y mi hermana... Dos lágrimas rodaron por mis mejillas y las orejas se me encendieron -incendiaron-. Aquello no había quien lo comiera, picosón a la entrada, repicosón a la salida.
En estas condiciones, lamenté el error cometido y, furioso con los mexicanos, capaces de comer cosa semejante, coloqué los chiles en lo alto de la mesa de la cocina, abocados a un final en la basura. Ahí se hubieran quedado, de no ser por una invitada a cenar, que encendió la hornilla y, sin sartén ni papel Albal, puso varios de ellos al fuego. Los chamuscó hasta que estuvieron negros. Después, rascó con la ayuda de unos guantes -para evitar el picante entre las uñas-, toda la superficie quemada.
Yo la miraba intrigado y, casi obligado por la situación, preparé un plato de salchichón y queso Payoyo de Villaluenga, en justa correspondencia culinaria.
Ella continuó abriendo los chiles. Retiró unas pequeñas venas de color amarillo intenso que recorrían el interior de los chiles y los cortó en finas rajas, que rehogó con cebolla morada, ajo y queso asadero.
El resultado fue sencillo y delicioso. Sencillo, porque eliminó el picante con facilidad.Y delicioso, por la manera de eliminar el prejuicio que yo había construido sobre el sabor de aquel chile y en torno a toda la cocina mexicana.
Un placer gastronómico para el descubrimiento de uno de esos pequeños tesoros humanos que esperan escondidos en algo tan trascendente como un pimiento: Que el prejuicio se esconde detrás de la ignorancia, en el equivocado proceso de someter todo lo que nos suena raro a una guadaña implacable de desprecio.
Un chile no es asqueroso porque yo no sepa qué hacer con él.
Igualmente, ningún pueblo -ninguna cultura- es inculto, ignorante ni atrasado porque yo ignore cuáles sean sus valores. Ni mil veces que se repita la mentira.
Y el mejor - el único- antídoto contra los integrismos de cualquier pelaje, contra los nacionalismos recalcitrantes y todos los extremismos, es la duda humilde sobre el prójimo. Qué hace el vecino, y por qué lo hace.
Tras un maldito pimiento picante, chamuscado y negro, se esconde un sabor de matices, incluso dulce. Basta con saber -querer- mirar.
No hay más secretos. Sólo hay que salir de la cueva -que no es lo mismo que viajar, porque conozco gente que ha dado tres vueltas al mundo y nunca ha dejado de ser un integrista esencial-. Qué importante sería, y qué sencillo, que nos dejáramos empapar de las esencias de culturas que se nos antojan cutres, pobres, casi puercas, cuando las vemos por televisión. Cuánto no cambiaría el mundo si no despreciáramos a quién está al lado, al juzgarlo con nuestros propios clichés.
Un chile no es un pimiento, no tiene sentido hacer con él un revuelto a la rondeña. Y, si aún así lo hago, que no me extrañe que me repugne el resultado.
Qué diferente podría ser todo, si hiciéramos las cosas con un poco de cuidado. Si todo dejara de importarnos un pimiento. Un verde y picoso pimiento.

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