viernes, 21 de marzo de 2014

E[u]logio de un caballero


Este jueves 20 de marzo perdimos a un buen hombre. Parece mentira, o un sueño, que nos arrancara la primavera de esta forma. De buena mañana, como una terrible noticia, comenzó a extenderse a través de mensajes. Primero de extrañeza, después de dolor. Eulogio, el tío Eulogio, había fallecido.

Los viernes, paella.
Para la mayoría de nosotros, la vida adulta comenzó cuando escapábamos, cada viernes, de la última clase del instituto para ir a un pequeño bar de la calle Montes a comer paella con un botellín de Cruzcampo. Sucedió a muchas generaciones, todos con catorce o quince años. Algún amigo, generalmente de más edad, nos llevaba a ese bar que había conocido a través de otro amigo, de un tío o de su padre. Así sucedió siempre en el Eulogio, que unos recibíamos el secreto de otros y lo comunicábamos a los siguientes.

Un caballero.
Para Eulogio daba igual que fuéramos apenas adolescentes. Siempre era exquisito en el trato. Era un caballero, y te hacía sentir como tal. Por eso todo el mundo volvía, tantas veces. Porque, en el Eulogio, nadie era juzgado, ni por joven, ni por pobre o rico, ni por nada. Allí se encontraban, compartiendo barra y altramuces, decenas de chavales cubata en mano, señores mayores ya jubilados, obreros recién salidos del trabajo, familias sentadas en las mesas bajas, junto a la tele, esperando pacientemente las tapitas de Eulogio para cenar.

Pa(z)iencia.
Cenar con Eulogio era armarse de paciencia. Él administraba la dimensión de su plancha para que todo el mundo fuera recibiendo remesas de serranitos, salmón con queso fresco o champiñones plancha. Pero sin prisas.
Eulogio no estaba para prisas. Y allí todos lo sabían. Porque él cocinaba, él limpiaba las mesas y fregaba los cacharros. Él servía las copas.
Cuando le faltaban manos, ordenaba que cada uno se sirviera libremente. Igual los cacahuetes, que la ginebra. Porque aquello era nuestra casa. Tantas veces no quisimos irnos. Tantas veces Eulogio no quería que nos fuéramos.
Nos quedábamos para charlar. No importaba la bulla. él siempre tuvo tiempo, aunque Eulogio gustaba más de preguntar que de responder. Tuvimos conversaciones íntimas, donde su interés era sincero y profundo. Hicimos bromas –y muchas-, con las que reía constantemente, siempre desde el fondo de la barra, cargado de prudencia y bonhomía. Esa risa: jo, jo, jo, medicinal, llena de paz. Cómo olvidarla. Y tuvimos conversaciones interesantes, donde sus preguntas eran agudas. Llenas de matices. Porque Eulogio fue, sin duda, un moderno.

Un moderno.
Ese tipo menudo sabía de la vida. No importa cuánto quisiera ocultar sus conocimientos de cine, música o arte. Aquel bar suyo, templo de tradición, con su cartel giratorio y luminoso que anunciaba el menú y las paredes llenas de retratos de artistas y fotos de París era demasiado hermoso y demasiado chivato del vanguardista que escondía tras la barra. Su coche en la puerta, sus paseos en bici para hacer la compra e ir al campo, sus chanclas de cuero, sus colgantes y pulseras.
Cuando le daba la gana, se largaba con sus amigos a Madrid, una o dos semanas. Se iba a las tascas de los barrios del centro y a las grandes discotecas, donde la música electrónica ensalzaba su modernidad desmesurada.

Detrás la barra, apoyado.
Luego regresaba a casa, con su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos, herederos de su genio. Como él lo heredó –alguna vez nos contó- también de su tío Eulogio.
Ahora ha dejado huérfana a Ronda de su arrolladora y prudente modernidad y, sobre todo, de su inmenso corazón. Pero siempre estará, de algún modo, dentro de la barra, echado hacia detrás, como él se solía ponerse. Escuchando atentamente, con una copita de ballantines y el mismo amor a nuestras confesiones, bromas y estupideces.
Allí llegamos como niños. Si nos hicimos personas adultas en ese templo de modernidad, quién lo sabe. Él nos trató como hombres, y fue el primero en hacerlo. 
Esos mismos hombres que hoy te lloran como niños, te despiden.
Hasta siempre, tío Eulogio. 



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