viernes, 24 de julio de 2015

Bilbao, Convivir





La idea sobre el prójimo, lo que es y lo que hace, no puede conocerse en toda su profundidad, ni todo el tiempo. Para que podamos formar esa idea necesitamos ciertos indicadores, es decir, ejemplos representativos que resuman y embolsen la esencia y nos permita formar un criterio sobre el vecino.

Todos los seres humanos somos poliédricos, tenemos cosas malas, buenas y regulares observables. Estos indicadores deberían captar parte de cada una de nuestros aspectos para que no sean un reflejo tramposo, una mentira. Siempre existirá un margen de error, un sesgo, que yo propondría que fuera siempre hacia lo positivo. Que demos más valor a los indicadores positivos, aunque eso nos dé una imagen un poco idealizada del otro y de la vida.

Es un problema que, de un tiempo –no sé qué tiempo- a esta parte, vivimos instalados en narrativas construidas a partir de lo negativo, lo feo y lo malo. Lo que nos desgarra y nos separa. Los medios de comunicación, las redes sociales, los generadores de opinión, todos se hacen siempre más eco de los aspectos criticables de cada situación, aunque sean menos representativos. La explicación quizá esté en el morbo, un combustible más rápido y explosivo, más acorde con estos tiempos, donde todo es superficial y de consumo.

Como sólo lo negativo genera repercusión, inevitablemente se fomenta que las personas e instituciones lancen mensajes construidos sobre la negatividad, tan simples que están listos para su consumo. Son como indicadores precocinados. Cada vez hay más indicadores negativos y, al ejercitar esta negatividad, nos vamos pareciendo más a nuestra propia caricatura maligna. Cada vez somos más parecidos a nuestra peor versión.

Hay muchos ejemplos de ello. Uno reciente, por lo poco afortunado, es la retirada del busto de Juan Carlos I del Ayuntamiento de Barcelona. Es desafortunado porque no refleja –creo- la esencia de lo barcelonés, pero se toma como si lo hiciera. Este tipo de prácticas están haciendo que se deteriore la convivencia. Ahora es para mí más difícil que hace una década sentirme bien recibido en Cataluña o en Navarra, donde se han construido esencias basadas en indicadores de lo oscuro, negativo y que nos separa.

Hay otros casos que nos muestran que las cosas se pueden hacer bien. Me refiero a la ciudad de Bilbao. La primera vez que estuve allí fue hace 15 años. Recuerdo que ETA acababa de matar a dos ertzainas. La ciudad estaba oscura. Era oscura. No se entablaba conversación, y menos, conversación profunda. Recuerdo el barrio de San Francisco repleto de banderas y mensajes agresivos. Había situaciones incómodas allí donde íbamos, en la baserri, en galerías Urquijo, tomando zurracapote en Basauri.

Hace unos días volvimos a visitar la ciudad porque Eva quería ir al BBK Live, un festival de música. Hemos encontrado una ciudad cambiada, luminosa, en paz. Ha construido su imagen a partir de indicadores positivos, que ponen en valor lo compartido. El festival de música es un ejemplo, como lo es el Centro Azkuna o el Basque Culinari Center.

Es evidente siguen existiendo problemas profundos de identidad y convivencia con el País Vasco que debemos resolver. No lo es menos que, por el camino que íbamos antes, de muerte y odio, jamás las resolveríamos. Y es indudable que Bilbao es más rico que hace unos años y sus habitantes más felices.

Cuáles han sido las claves para el cambio de Bilbao, pues habrá muchas. Su alcalde, el cese de la violencia, la resiliencia de la sociedad vasca, el Guggenheim, el humor de los ocho apellidos vascos, Patxi lehendakari, no lo sé. Sé que la mejora es frágil. Pero sé que sí se puede construir sobre lo positivo, para convivir juntos y en paz. Y que, juntos y en paz, se está mejor.

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