viernes, 4 de junio de 2010

La princesa y el Chícharo


Una señora indígena de Tojtik está sentada en círculo con otras siete u ocho mujeres. Todas en el suelo. Están en su clase de alfabetización en español. Agarran el lápiz como si fuera un puñado de frijoles, por más que les intenten corregir.
Con su estética, su comportamiento, los niños andrajosos correteando alrededor, los pollos, los pavos, los perros y los gatos que estorban, se pelean y entrometen, se forma un ambiente pesado. Hace calor, pero de un momento a otro se pondrá a diluviar. Se nota en la humedad y, de manera más prosaica, en los nubarrones negros en el cielo.
Cada minuto pasa un vendedor de piruletas con chile para los niños, o llega el marido de alguna de ellas de trabajar en el campo o en el taxi, medio borracho, a recriminar en su lengua por qué la mujer no está en casa. El hombre se marcha arrastrando los pies, levantando polvo a su paso.
Se podría escribir un cuento con semejante atmósfera irritada. Un cuento escrito en Latinoamérica no puede parecerse, aunque tenga los mismos ingredientes de base, por ejemplo, a uno de Andersen o los Hermanos Grimm.
Pongamos a Andersen, que escribió La Princesa y el Guisante absorto en los crudos inviernos de su Odense natal, una ciudad fría y húmeda, que intenta acurrucarse en el centro de una isla danesa, pero a la que un fiordo le araña sorpresivamente las calles con una brisa glaciar, alcanzándola desde el norte.
En ese cuento, una celosa Reina debe escoger esposa para su hijo el Príncipe. Como madre y monarca, sólo está dispuesta a aceptar a una joven verdaderamente digna de ocupar el trono. A cada una de las candidatas, la Reina la invita un día a dormir en palacio. Bajo todos los colchones y edredones en que la chica ha de dormir, la Reina coloca un simple guisante, verde y duro. Sólo aquella a quien esa diminuta imperfección le impidiera dormir, sería digna del príncipe De entre todas, el guisante delata a una joven rubia y hermosa que llegó hasta el castillo mojada y perdida una noche de tormenta, con apariencia de cualquier cosa, menos de princesa.
La reserva y la intimidad del hogar nórdico, la observación intensiva de los otros en el cobijo del hogar durante los meses del largo invierno, facilitan el desarrollo de la historia.
No me puedo imaginar el relajo que hubieran formado los mismos, guisante, reina y princesa, manoseados por Rulfo, Carpentier, Fuentes o García Márquez. Ambientada en una realidad paralela, la princesita habría desembarcado de Persia con su familia tras la caída del Sha. Tendría un hermano a quien no conoce hasta ser ya adulta, un tío con el que convive y a quien no habla desde hace quince años y toda su familia habría estado sometida a los designios de su abuela –que se llamaría Cósima, por ejemplo- y cuya relación con la vida y la muerte nunca acaba de estar clara. No habría gigantes, ni criaturas extrañas, pues hay de sobra con lo absurdo y macabro de los personajes rutinarios. En todo este chocho, el guisante se llama chícharo.
En mi cuento, por ejemplo, Manuela, en Tojtik, sentada en el suelo en sus clases de alfabetización, podría haber sido la princesa. Pero, ¿quién va a ir allá a descubrirla? Si apenas tiene 25 años, pero aparenta cincuenta. Tiene tres hijos y un marido infiel y borracho. Su hijo mayor padece una extraña enfermedad en la piel causada por la falta de higiene que no sana. El pequeño, de dos años, aún no camina y se la pasa colgado de Manuela y chupando una teta cada vez más seca. Manuela teje camisas de paño para turistas, mientras carga al niño en brazos, con un pecho al aire.
Aún así, va a la clase de alfabetización y es la mejor del grupo. Lee y escribe perfectamente. No lo habla porque le da vergüenza.
Mira fijamente el papel, tiene que escribir fo-to-gra-fí-a y le cuesta distinguir la efe, la ge y la jota. El profesor le explica con poca fe en que ella vaya a entender las diferencias. Para comprobar el resultado de la explicación, le pide que escriba una palabra que ella jamás ha oído: “gui-san-te”.
El profesor no evita una carcajada al ver que lo escribe perfectamente y con toda naturalidad. Ella, apenas sonríe, mostrando todos sus dientes postizos.
Sólo ahí se ve que sonríe una princesa, delatada por un guisante.

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