jueves, 4 de febrero de 2010

La increible historia de Antonio y su reloj japonés

Los cafetales están lejos de su comunidad y el camino es bien trabajoso. La distancia se recorre en coche en unos cuarenta minutos. A través de la selva chiapaneca rara vez hay ocasión de poner la segunda marcha. Las curvas son terribles y las pendientes pronunciadas. Cuando Antonio no encuentra quien lo lleve, arquea las cejas y, con la arrugada frente, mira el camino y echa a andar.
Como es uno de los mejores cafetaleros de la zona, todo el mundo le quiere y le respeta. Además, Antonio nunca ha tenido problemas con el alcohol, lo que le distingue de otros hombres de las comunidades cercanas y le confiere cierta autoridad añadida
Quizá porque el hombre está tan a gusto, y porque le sería casi imposible, sólo una vez en su vida ha salido del entorno de su comunidad. Precisamente de esa única vez que salió me hablaba, en su español forzado, aprendido vendiendo grano en el mercado, cuando lo recogimos al pie de los cafetales para llevarlo a su casa en el carro de nuestra Fundación.
Hace algunos años, me contaba, alguien del gobierno le llamó para preguntarle si empleaba algún producto químico para cultivar su café. Él, que no sabía muy bien qué era el gobierno mexicano y no tenía ni idea de qué fuera un producto químico, dijo que no. Esta pregunta no era inocente, en la Secretaría de la Reforma Agraria tenían que enviar a un representante para el congreso de Productores de Café Biológico que se iba a celebrar en Tokio, y a alguien en el departamento le pareció sugerente la idea de mandar a un indígena chiapaneco acompañando a empresarios y productores de café. Por suerte para mí aquella mañana, Antonio fue su hombre.
Lo subieron a un autobús que lo llevó al enorme aeropuerto de la Ciudad de México y se embarcó, con escala en Dallas, rumbo a la ciudad más poblada y alocada del mundo. La capital de los luminosos, los Karaokes, el Manga y los rascacielos. Y, desde aquel momento, la primera ciudad que Antonio pisaba en su vida.
Yo le preguntaba impaciente. Según me dijo, lo llevaron a dormir a uno de esos pequeños hoteles-colmena que parecen tan habituales en aquellos países. Una pequeña cama, similar a un nicho, sin puertas ni ventanas, con una televisión y Play Station en su interior.
El Congreso del Café Gourmet de Tokio se celebró en un imponente recinto.
Pero ni el claustrofóbico hotel, ni el majestuoso y alocado entorno del Congreso, ni las luces, las azafatas japonesas, los coches, el ruido, ni la contaminación causaron la mínima impresión en Antonio.
Sólo una cosa le turbaba y no alcanzaba a comprender: El trascurso del tiempo. Cómo después de 19 horas dentro de la cabina de un avión pudo viajar en el tiempo y aterrizar cuando aún era de día, sin que hubiera pasado el tiempo. ¿Dónde se habían metido las horas?¿Qué había pasado dentro de aquella especie de camioneta que se elevó en el cielo para que él hubiera regresado al pasado?
Este viaje le abrió miles de puertas que nadie conseguía volverle a cerrar. Si el tiempo se podía controlar, él podría regresar a platicar con su madre, abrazar a sus hermanos, que se fueron a Acapulco a servir de meseros y de los que jamás volvió a saber.
Un cansancio tremendo le entumecía todo el cuerpo - el jet lag-, pero para Antonio ése no era un dolor presente, sino un dolor futuro que el padecía en su visita inesperada al pasado. Yo le intenté explicar la historia de los husos horarios, pero ni el cambio de hora ni la redondez de la tierra hicieron mella en su argumento. Por cómo me miraba, deduje que yo no era el primero en contarle aquella tontería de la tierra redonda.
Por lo visto, Antonio quiso capturar por sí mismo esa inconsistencia del sistema temporal y corrió a comprar un enorme reloj blanco de pared marca Casio, que marcaba adecuadamente la hora en la que él se había metido y que dejaba a su Chiapas natal en el pasado.
Yo insistía e insistía en todo lo que se me ocurría -le hablé hasta del porno japonés-, pero no conseguí saber de nada más que le hubiera impresionado. Sólo una cosa más: los granos de café. Disfrutó los días del encuentro examinando a conciencia -reloj Casio bajo el brazo- todas las increíbles formas, texturas, sabores y cualidades de los granos de café, traídos de todas las partes del mundo y, según él, de otros tiempos, pasados y futuros. Todos eran imposibles de obtener con el clima de los Altos de Chiapas, el único clima que él conocía.
Hasta su regreso, siguió obnubilado por su control sobre el tiempo, que tan inexcrutable parecía. Siguió examinando las pequeñas semillas de café en sus manos, fascinado de sus propiedades. Y mientras, caminaba indiferente por calles pobladas de rascacielos intrascendentes y postes de neón sin significado, hombres y mujeres de una raza y una cultura extrañas, hacia un hotel formado de nichos donde lo encasillaban como a una abeja en un panal.
El salón de su casa sigue hoy coronado por su reloj Casio de pared, que marca la hora de Japón. En cierto modo, sigue luchando porque sabe que nadie, ni el todo poderoso tiempo, es invencible y que el universo cabe, en unos granos de café.

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