lunes, 19 de abril de 2010

El Juez Estrella y la Cicuta

No cabía ni un alma. El 7 de febrero de 2002, una muchedumbre abarrotaba el salón de actos del colegio mayor San Juan Evangelista. Gente en los pasillos, las escaleras, las barandillas. El conferenciante era un simple magistrado de la Audiencia Nacional que llevaba años batiéndose en duelo a muerte con los cárteles gallegos de la droga y con ETA. Tan a muerte era el duelo que años antes los terroristas habían asesinado a su mano derecha, la fiscal Carmen Tagle. Aquel magistrado era Garzón, un tipo con madera y maneras de estrella mediática, que se desenvuelve con idéntica soltura en la toma de declaración de un etarra sanguinario y al chutar un penalty ante un Estadio Bernabeu abarrotado en el partido contra la droga.

Aquel día habló de Justicia Penal Internacional, del Estatuto de Roma, de la masacre de Srebrenica. De los crímenes de Pinochet, que Garzón se había propuesto enjuiciar en España y para lo que había pedido la extradición del ex dictador al Reino Unido, donde se encontraba de paso.

Allí estaba yo, con 18 años y en primero de carrera, recién examinado de Derecho Natural, escuchando a un señor que daba voz a todos los sueños de Justicia por los que los estudiantes de Derecho nos metemos en ese carajal. Me gustó lo que dijo, nunca pensé si me gustaba el personaje que representaba, como salido de una tragedia griega.

A la salida, en la cafetería del Colegio, estuvimos charlando un rato. Él se sabía ídolo. Su actitud recordaba más a Emilio Butragueño que a Alonso Martínez.

Como rúbrica de nuestra conversación, me dio un autógrafo que todavía llevo en mi vieja carpeta de apuntes y que me sé de memoria: “A veces, la justicia [la Administración de Justicia] no es lo que todos desearíamos, pero hay que aspirar a que sea Justa

Muy emotivo, pero equivocado. La Justicia, con mayúsculas, es un valor irracional y supremo cuya dimensión nace del individuo o, como mucho, de la sociedad. La noción de Justicia ha evolucionado tanto como el hombre y sus organizaciones sociales, porque es un concepto moral. Querer hacer de la Justicia un orden esencialmente justo, esencialmente moral, la hace individual, irreplicable, desquiciante.

Porque sólo puede ser desquiciante el requerimiento que Garzón libró al Registro Civil Central para conocer el estado civil de Franco, 30 años después de que se muriera. O escuchar las conversaciones entre los abogados y sus clientes en el caso Gürtel, violando el secreto profesional y el derecho a la legítima defensa. Y todo, por creerse el adalid de la Justicia, un superhéroe que se deja llevar por los vítores del público para actuar.

Ahora, Garzón actúa en una tragedia, la suya propia. Digna de un final socrático. Por dejarse llevar, por su torpeza y su orgullo, está siendo sometido a un juicio social, donde todo el mundo tiene un veredicto. Como Sócrates, que fue arrastrado por el mismo sistema que inventó, que fue devorado por el absurdo que contribuyó a crear. Hoy, ante Garzón, miles de transeúntes que se vuelven jueces y fiscales. Gente que se cree que por querellarse contra el franquismo en Argentina ayuda a Garzón en su posición. Absurdo.

La misma regla absurda que aplicó el pasado lunes un miembro del Consejo General del Poder Judicial cuando declaró que si Garzón estaba en el banquillo de los acusados es porque algo tendría que esconder. Y, literalmente, añadió porque el Derecho es como las matemáticas, que dos más dos es cuatro. Una afirmación absurda y estúpida, no sé si salida de la ignorancia o de la soberbia. Otra condena más, moral, que no tiene nada que ver con una administración de justicia pura. Sana y objetiva, sin juicios morales. Tenía que haberla y no la hay.

No digo que sea culpable, ni que lo deje de ser. Sólo digo que, a esta tragedia (o pantomima) que están montando, le falta una jarra de cicuta.

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