Me recibe en la parada de las camionetas de Tapachula el Licenciado Marcos Wong, abogado de la aseguradora que debe responder de un accidente ocurrido en la Fundación para la que trabajo. En Tapachula hace un calor de mil demonios cuando no llueve. Y cuando llueve, diluvia y hace aún más calor.
Esta sartén, situada al pie del Pacífico, fronteriza entre México y Guatemala, tiene algo bueno, sus camarones. Por camarón se conoce aquí a todo lo que se parezca a una gamba. Ya sea quisquilla, camarón, gamba, langostino, cigala o cigalita, langosta o bogavante. Según dicen, por ese motivo, la emigración china vino a instalarse masivamente a Tapachula. Por eso, la comida china es la típica tapachulteca, aunque yo creyera que quienes me recomendaban ir a un restaurante chino estaban de chufla conmigo, y por eso el compañero que viene a buscarme se apellida Wong.
Su acento es raro, para nada chiapaneco. Su aspecto, mezcla de estilos chino y mexicano, recuerda a los japoneses con sombrero cordobés asándose de calor en la puerta de la Plaza de Toros. Después de un rato, me confiesa su –más que evidente- escasa relación con México, el lugar donde nació. Aprendió español ya mayorcito, de ahí su confuso acento. En su casa se habla chino y chino es el calendario que se sigue.
El Licenciado Wong dice que desearía sentirse mexicano, pero le faltan ganas y sentimiento. Y que, de chino, no tiene un pelo.
Esta falta de origen, de causa ni certificado de retorno, a mi me angustia y a él le es profundamente indiferente. Qué pasa con esa gente que es de tantos lugares que no puede ser de ninguna parte. Es curioso que recuerde al dedillo cada una de las personas que he conocido en la misma situación que el Licenciado Wong.
Mary, la esposa de un amigo mexicano. Nació en Inglaterra pero su padre, pastor anglicano, militar e instructor de técnicas de supervivencia, se la trajo a vivir a la Selva Lacandona cuando tenía cuatro años. Jamás han vuelto a poner un pie en Albión. Mary es una inglesa de frialdad intrépida y fortaleza reposada – de puro flemática- rubia y de mejillas sonrosadas, que habla perfectamente Tzotzil y Tzeltal, español con un marcadísimo acento chiapaneco y el inglés de los indígenas. Entre todos sus hermanos, sólo ella se quedó por la zona. Una de sus hermanas está en Iowa. La otra, en Archidona y un tercero en no sé qué parte de Asia.
No se juntan en Navidad, Hanuka, Eid-al-Fitr, el Yom Kipur, año nuevo chino o sea lo que sea que celebren. Viven en una tierra que ocupan y quieren, pero a la que no pertenecen. Ella y sus hermanos no tienen un lugar de partida común, una casilla de salida por la que pasar en cada vuelta al monopoly.
Como aquella otra chica, hace años, en la terraza del Roi d’Espagne, la tasca bruselense donde se representan los ahorcados por el Duque de Alba en Flandes. Ella se había criado entre Suiza y Finlandia, hija de ecuatoriano y noruega. Desde hacía un par de años, vivía en Bruselas. Y decía ser de todas partes, de los lugares en los que había estado y en los que no.
Como al Licenciado Wong, no la comprendí. Y le hice un millón de preguntas.
Cómo pueden no tener una tierra debajo de su piel. Cómo pueden ser, sin más.
Sin regresar un rato cada día a los Carnavales de Cádiz, hasta que los compañeros de trabajo amenazan con expulsarte. Sin la incredulidad de mi frutera, a quien, día sí y día no, compro dos pimientos y un kilo de tomate. Para hacer gazpacho, obviamente. A litro diario. Con su ajo, aceite – de oliva, nada de girasol, maiz o soja-, vinagre y zanahoria en lugar de pan, sin pepino. Como lo hacen mis abuelas, con menos técnica y menos amor.
Cierto, como dice el Licenciado Wong, que ser de algún lugar es un terrible dolor. La necesidad inventada y autoimpuesta de preocuparse por algo que no es tu familia, ni te pertenece.
No deja de ser cierto que la tierra es como un corte a lo largo de las venas. A los que nos vamos y, más aún, a los que se quedan. A quienes luchan en el día a día por que la rutina no devore la cal de los muros. También a los que observamos, informados por telegrama, los dramas allí desatados. Que nos conformarnos con la página de “Interior” del Sur, con que El País nos diga que el 27% de la gente de Andalucía está en paro, con la web de este periódico y la de la competencia. Un eco lejano, en tiempo real, pero tímido y travestido.
De acuerdo que tener tierra es sufrir y padecer el dolor del olvido y el abandono, la proliferación de embusteros y aprovechados, de concejales y consejeros de la Junta.
Pero, como decía Marcos de Obregón, “yo, Señor, soy de Ronda, cuidad colgada de muy altos riscos”, manque me duela. Aunque sólo sea por el gazpacho de mis abuelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario