La idea
sobre el prójimo, lo que es y lo que hace, no puede conocerse en toda su
profundidad, ni todo el tiempo. Para que podamos formar esa idea necesitamos
ciertos indicadores, es decir, ejemplos representativos que resuman y embolsen la
esencia y nos permita formar un criterio sobre el vecino.
Todos
los seres humanos somos poliédricos, tenemos cosas malas, buenas y regulares
observables. Estos indicadores deberían captar parte de cada una de nuestros
aspectos para que no sean un reflejo tramposo, una mentira. Siempre existirá un
margen de error, un sesgo, que yo propondría que fuera siempre hacia lo
positivo. Que demos más valor a los indicadores positivos, aunque eso nos dé
una imagen un poco idealizada del otro y de la vida.
Es un
problema que, de un tiempo –no sé qué tiempo- a esta parte, vivimos instalados
en narrativas construidas a partir de lo negativo, lo feo y lo malo. Lo que nos
desgarra y nos separa. Los medios de comunicación, las redes sociales, los
generadores de opinión, todos se hacen siempre más eco de los aspectos
criticables de cada situación, aunque sean menos representativos. La
explicación quizá esté en el morbo, un combustible más rápido y explosivo, más
acorde con estos tiempos, donde todo es superficial y de consumo.
Como
sólo lo negativo genera repercusión, inevitablemente se fomenta que las
personas e instituciones lancen mensajes construidos sobre la negatividad, tan
simples que están listos para su consumo. Son como indicadores precocinados.
Cada vez hay más indicadores negativos y, al ejercitar esta negatividad, nos
vamos pareciendo más a nuestra propia caricatura maligna. Cada vez somos más
parecidos a nuestra peor versión.
Hay
muchos ejemplos de ello. Uno reciente, por lo poco afortunado, es la retirada
del busto de Juan Carlos I del Ayuntamiento de Barcelona. Es desafortunado
porque no refleja –creo- la esencia de lo barcelonés, pero se toma como si lo
hiciera. Este tipo de prácticas están haciendo que se deteriore la convivencia.
Ahora es para mí más difícil que hace una década sentirme bien recibido en
Cataluña o en Navarra, donde se han construido esencias basadas en indicadores
de lo oscuro, negativo y que nos separa.
Hay
otros casos que nos muestran que las cosas se pueden hacer bien. Me refiero a
la ciudad de Bilbao. La primera vez que estuve allí fue hace 15 años. Recuerdo
que ETA acababa de matar a dos ertzainas. La ciudad estaba oscura. Era oscura.
No se entablaba conversación, y menos, conversación profunda. Recuerdo el
barrio de San Francisco repleto de banderas y mensajes agresivos. Había situaciones
incómodas allí donde íbamos, en la baserri, en galerías Urquijo, tomando
zurracapote en Basauri.
Hace
unos días volvimos a visitar la ciudad porque Eva quería ir al BBK Live, un festival de música. Hemos
encontrado una ciudad cambiada, luminosa, en paz. Ha construido su imagen a
partir de indicadores positivos, que ponen en valor lo compartido. El festival
de música es un ejemplo, como lo es el Centro Azkuna o el Basque Culinari
Center.
Es
evidente siguen existiendo problemas profundos de identidad y convivencia con
el País Vasco que debemos resolver. No lo es menos que, por el camino que
íbamos antes, de muerte y odio, jamás las resolveríamos. Y es indudable que
Bilbao es más rico que hace unos años y sus habitantes más felices.
Cuáles
han sido las claves para el cambio de Bilbao, pues habrá muchas. Su alcalde, el
cese de la violencia, la resiliencia de la sociedad vasca, el Guggenheim, el
humor de los ocho apellidos vascos, Patxi
lehendakari, no lo sé. Sé que la mejora es frágil. Pero sé que sí se puede
construir sobre lo positivo, para convivir juntos y en paz. Y que, juntos y en
paz, se está mejor.